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La tragedia tras el cuadro de la nueva novela de Donna Tartt

"Het puttertje" (El jilguero) - Carel Fabritius, 1654

«Het puttertje» (El jilguero) – Carel Fabritius, 1654

El cuadro, un óleo sobre madera, supera sus delicadas dimensiones (33,5 por 22,8 cm) con la luz tangible y la equilibrada composición, más oriental que europea. Se titula Het puttertje (en holandés, El jilguero) y forma parte de la colección permanente del museo Mauritshuis —hogar también de Meisje met de parel (La joven de la perla) de Vermeer y De anatomische les van Dr Nicolaes Tulp (La lección de anatomía), de Rembrandt—. Las tres obras fueron pintados en la edad dorada, la primera mitad del siglo XVI, de la llamada escuela de Delft, una ciudad del sur de Holanda situada a medio camino entre Rotérdam y La Haya.

Es un cuadro tan misterioso, tan sencillo… Realmente tierno… Te invita a mirarlo más de cerca, ¿verdad? Después de todos esos faisanes muertos que hemos dejado atrás, aparece esta pequeña criatura viva.

"El jilguero" - Donna Tart (Lumen, 2014)

«El jilguero» – Donna Tart (Lumen, 2014)

La descripción procede de la novela El jilguero, que acaba de editar Donna Tartt (Greenwood, Misisipí, 1963), esa mujer con traje chaqueta y mirada que atemoriza como una tomografía que más o menos cada diez años nos regala mil páginas  que tienen la solvencia de Dickens, la iluminación de Stevenson y el tono metafísico de baja intensidad de Melville.

Si no han leído El secreto (1992) y Un juego de niños (2002), háganlo. Ambas son descensos de matemática tensión a los mundos abisales de la pubescencia, el autodescubrimiento, el sexo y la sangre.

Pueden seguir con la entrada, no teman, no voy a cometer la grosería de revelar nada fundamental sobre El jilguero, la tercera obra de una escritora de best sellers que, cosa rara, gusta a los escritores —no a los académicos universitarios, que siguen anclados en Joyce y Dos Passos — y que, como el Stephen King de los mejores momentos —El misterio de Salem’s Lot (1975) y El resplandor (1977)—, sobrevuela sin tiznarse las modas del mercado y las normas de la dictadura de los escritores con acné y Twitter que nos ha tocado sufrir.

Me interesa el cuadrito, que juega un papel crucial en la novela, del pájaro amarrado con una cadena a una percha —una costumbre muy extendida en Holanda en aquel tiempo, cuando se entrenaba a los inteligentes jilgueros para que bebiesen de un recipiente escondido en el interior del refugio de madera o para que llevasen en el pico granos de alimento hasta las manos de los dueños—.

Es una obra casi impresionista: el cuadro es más óptico que narrativo, el comportamiento de la luz produce un leve parpadeo, como si las nubes tamizaran con su paso los reflejos solares sobre la superficie y la imitación de las texturas no importa tanto como su calidad: podemos rozar la pared con los dedos, apreciar la densidad de las sombras y su movimiento oblicuo—. Además, está rodeada de misterio: la tabilla es demasiado delgada, hay signos de pequeños clavos en las cuatro esquinas, lo que ha sugerido a algunos historiadores a pensar que se trataba de una obra de encargo para el rótulo de algún tipo de tienda o comercio, y la firma y la fecha están pintadas en un tono levemente menos brillante que la pared, lo que casi impide verlas a no ser que el espactador se aleje unos metros del cuadro.

Carel Fabritius - "Zelfportret", ca. 1645

Carel Fabritius – «Zelfportret», ca. 1645

El autor del óleo fue Carel Frabritius (1622-1654), discípulo de Rembrandt y profesor de Vermeer. Uno de los mejores pintores de su tiempo, gozó de una gran fama en vida, pero tuvo la mala suerte, en el mismo año en que pintó El jilguero, de no ir a la concurrida feria que se celebraba el lunes 12 de octubre de 1654 en La Haya. Prefirió quedarse en su estudio en Delft porque debía terminar un retrato.

Poco antes del mediodía se registró, a una manzana de la casa del pintor, la explosión de 30 toneladas de pólvora que estaban alojadas en un antiguo convento. El cuidador del polvorín cometió algún tipo de imprudencia y la deflagración fue de tal magnitud que se escuchó a cien kilómetros de distancia. Practicamente todo el casco urbano de Delft quedó en ruinas. Murieron centenares de personas —nunca se precisó la cifra—y hubo miles de heridos.

El suceso conmovió de tal manera a la sociedad holandesa que fue bautizado como La explosión de Delft y la universidad de la ciudad empezó a impartir como materia el estudio de las explosiones y las técnicas para prevenir las accidentales. Uno de los vecinos de Fabritius, el también pintor Egbert van der Poel, enloqueció con la tragedia y durante el resto de su vida sólo pinto, como explica Donna Tart en su novela, un mismo tema:

Distintas versiones de las mismas tierras yermas humeantes: casas calcinadas en ruinas, un molino con las aspas destrozadas, cuervos volando en círculos en cielos ennegrecidos por el humo.

Egbert van der Poel - "Delft Explosion of 1654", ca. 1654

Egbert van der Poel – «Delft Explosion of 1654», ca. 1654

Al maestro de la luz Carel Fabritius se le derrumbó la casa encima y, aunque fue sacado con vida de entre los escombros, murió en cuestión de minutos.Tenía 33 años y con la destrucción del estudio se perdieron casi todas sus obras. Sólo se conservan docena y media y parte de ellas eran ejercicios juveniles que realizó bajo la tutela de Rembrandt. Destaca una visión de Delft en la que pintó la escena casi tridimensionalmente, convirtiendo la perspectiva en esférica, como si el pintor mirase a través de un objetivo de ojo de pez.

Nadie sabe los detalles de la historia de El Jilguero, la obra magna del superdotado joven que, según testimonios de la época, había enseñado a Vermeer cómo manejar la luz para que fuese perceptible y tuviese densidad. Los historiadores han logrado situar la tabla en 1861 en manos de un tal chevalier Joseph-Guillaume-Jean Camberlyn, quien la legó a sus descendientes. En 1896 fue comprada en una subasta en París por 6.200 francos con la mediación de un marchante que actuaba como intermediario de la colección real holandesa.

La novela de Donna Tart comienza con una explosión terrorista en un museo en el que exponen El Jilguero. La escritora sostiene que no sabía que el autor del cuadro sobre el que gira la acción del libro había muerto tras otra deflagración. Quizá el curioso pajarillo pintado por Fabritrius sepa si es verdad o se trata de un ardid de novelista. No importa demasiado: el cuadro y la novela merecen ser visitados.

Ánxel Grove