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‘El padrino de los cultivadores de hierba’ dedicó 30 años a fotografiar sus plantas

Mel Frank tiene un trabajo considerado futurista en el 95% del globo terráqueo. Es consultor de cannabis, cultivador y cosechador en California. El Estado Dorado ha sido el último en declarar esta planta legal, regulación que abarca tanto el uso terapéutico como lúdico (ya son 7 estados donde el consumo recreativo está legalizado y 29 en los que se vende como una medicina más).

Toda una industria está despertando en California, huele a hierba en un lugar con mucho sustrato. Desde hace años existen cultivos más o menos proscritos estimulados por la exención terapéutica que se declaró en 1996. A pesar de la prohibición, la marihuana nunca abandonó la patria de los hippies, y ha sido cultivada en el llamado Triángulo Esmeralda (al norte) desde el Verano del Amor, en la década de los 60.

Mel lleva en el cogollo resinoso desde hace años, no esperó a la legalización, y pudo cultivar sus plantas en el anonimato de esas densas selvas y granjas que hay en California, páramos solitarios donde un disparo no es escuchado por nadie.

Hasta hace poco era un criminal por cultivar esta hierba, se jugaba la cárcel por su pasión botánica y ansias de conocimiento. En sus fotografías, sin embargo, lejos de las armas o el ceño fruncido de unos chavales con pañuelos y pistolas en el cinto, se observa a ancianas que ocultan con inocencia su rostro bajo las hojas de la maría.

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¿Pagarías 2.300 euros por un libro tamaño ‘SUMO’ de David Hockney?

El libro en su atril. Foto: © Taschen

El libro en su atril. Foto: © Taschen

Tiene 498 páginas —trece de ellas desplegables—, mide 70 centímetros de alto y 50 de ancho y viene acompañado por un atril ajustable en adecuados tonos pop diseñado para la ocasión por el australiano Marc Newson (1963). El interior de este tocho contiene 450 obras de uno de los artistas vivos más admirados, famosos y millonarios, David Hockney (Bradford-Reino Unido, 1937).

La pregunta no es si a usted le gusta el arte del inglés —difícil de criticar por la sencilla libertad y poderosa maestría de luminosidad y movimiento con la que nos ha regalado el pintor, grabador, fotógrafo e incansable ser humano desde hace más de sesenta años—, sino si estaría dispuesto a desembolsar los 2.300 euros [el PVP no es exacto, los editores sólo lo han fijado en dólares, 2.500, y libras esterlinas, 1.750] que cuesta cada uno de los nueve mil ejemplares numerados que serán puestos a la venta.

A Bigger Book (Un libro más grande) es el título que, sin esconder las intenciones babilónicas y en una referencia al uso repetido de la palabra bigger en los títulos de Hockney, han puesto en la editorial Taschen a la monografía sobre el artista, recién presentada en la Feria del Libro de Fráncfort, gran cenáculo del negocio de las letras impresas y encuadernadas. Para que quede claro que la envergadura sí que importa, el libro viene acompañado por la descripción de «tamaño SUMO», un guiño a la lucha de japoneses con tamaño de bulldozers.

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Figuras de cartón de trabajadores mexicanos ‘invisibles’

Figuras de cartón del artista Ramiro Gomez Jr.

Figuras de cartón del artista Ramiro Gomez Jr.

Asociamos Beverly Hills a la piscina impoluta, al césped recién cortado y de un verde tecnicolor, a la mansión californiana de fachada perfecta como la crema de un pastel. Quienes se encargan de mantener esa visión cinematográfica sin embargo no forman parte de la fantasía, son invisibles para los dueños del paraíso.

Beverly Hills cardboard cutout - Ramiro Gomez Jr.

Beverly Hills cardboard cutout – Ramiro Gomez Jr.

«Me interesa mostrar el otro lado de las cosas, la parte más real, la que yo veo» dice el artista californiano de origen mexicano Ramiro Gomez Jr. El acento en el apellido ha sucumbido a la gramática gringa, representa «la primera generación» de su familia nacida en los Estados Unidos. Hijo de un conductor de camiones de la cadena de hipermercados CostCo y de la encargada de mantenimiento de un colegio, nunca se le pasó por alto que sus padres hicieron de él y su hermana un proyecto de futuro, asegurándose de que sobresalieran en los estudios, aguantando trabajos de jornadas agotadoras sin cuestionarse nunca el sacrificio.

En Happy HillsColinas felices, en referencia a Beverly Hills, West Hollywood, Laurel Canyon y otras zonas asociadas a la fama y al dinero en Los Ángeles— el artista pinta figuras humanas troqueladas sobre cartón, el típico cartón marrón de las cajas de mudanzas, un soporte nada fino ni caro, pero resistente y efectivo.

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¿Por qué lleva tatuada la barbilla esta chica mormona?

Daguerrotipo de Olive Oatman, 1857

Daguerrotipo de Olive Oatman, 1857

Es plausible adivinar que cuando Olive Oatman posó para el daguerrotipo que ha conservado su imagen hasta nuestro tiempo la joven no estaba demasiado cómoda en la inmovilidad que le exigió el olvidado fotógrafo que hizo la placa. Quizá la transferencia al material bruñido provocaba en la muchacha un mareo que no podía explicar con palabras, relacionado con la misma incredulidad que sentía cuando miraba su cara duplicada en el agua de los remansos, allá en la tribu.

Tenía 20 años cuando plasmaron en 1857 la claridad vacía de los ojos, el vestido de riguroso corte, el pelo ajustado y tenso como una alambrada y, acaso lo único importante para los anales ajenos a ella misma, el tatuaje que la identificaba como india.

En 1851 Olive vivió secuestrada durante doce meses por los indignos Yavapai, la gente del sol de las sedientas praderas de Arizona, que la golpeaban y enviaban a buscar agua o alimento sin compasión ni descanso. Luego fue intercambiada por dos monturas, algunos vegetales secos y unas mantas de yute y entregada a los sensibles Mojave, que le enseñaron durante cuatro años a gozar de la sombra esquiva y pasmosa del cuervo y la enfrentaron al dulce dolor de la aguja y el pigmento azulado para tatuar el adorno que convirtió la barbilla mormona en una invocación al dios de los ríos venerado por la tribu, que se hacía llamar Pipa a’ha macave, el pueblo que vive del agua.

En octubre de 1850, la familia Oatman, los padres y siete hijos, cinco chicos y dos niñas, se había envuelto en una disputa religiosa, tan estúpida como todas para nosotros pero nada baladí en la comunidad mormona de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, donde la interpretación de una miserable palabra de un no menos desestimable versículo del Libro podía ser el origen de un cisma.

Una caravana de casi un centenar de descontentos abandonó Salt Lake City, centro espiritual de la congregación mormona, y puso rumbo al Oeste. El cabeza de familia de los Oatman, Royce, encabezaba el convoy de los escindidos. Era un hombre de fe, conocía con detalle las revelaciones del Libro de Mormóncreía, como decían las tablillas escritas a mano, que Jesucristo había estado en América tras un segundo advenimiento, y tenía el arrojo suficiente y acaso también la suficiente presunción como para creer posible un cielo sobre la amargura de la tierra.

No podía saber, en cualquier caso, que la muerte le esperaba a él y a los suyos junto a los pozos de Maricopa Wells, donde algunas matas de diente de león y un par de colosales cactus saguaro constataban la humedad y el milagro del agua en aquella inmensidad.

Mientras  la caravana se sosegaba después de cuatro días de polvareda y pedregales de volcanes apagados muchos siglos antes, los yavapai se acercaron montando potros escuetos como sombras. Por señas y con el auxilio de dos o tres términos mal hablados pero suficientes, pidieron tabaco. Luego pidieron comida. Luego pidieron rifles. Luego los mataron a los Oatman a cuchillo y desollaron algunos cueros cabelludos como prueba de una cobarde hombría.

Daguerrotipo de Lorenzo Oatman, 1857

Daguerrotipo de Lorenzo Oatman, 1857

Perdonaron la vida a las dos hijas, Olive, de 14 años, y Mary Ann, de 7. Lorenzo, el hijo mayor, de 15, fue dado por muerto, pero el chico logró sobrevivir manteniendo la inalterable estampa de un cadáver. Era la sangre de sus padres y hermanos la que manchaba su cuerpo. Los gritos desgarrados de una muerte atroz pueden paralizar a un muchacho con efectividad.

Mientras la partida de salvajes conducía al lejano asentamiento de la tribu a las hermanas y las posesiones de la caravana que robaron por interés —caballos, víveres, un par de pieles de carnero— o arbitrariedad —las enaguas, un solo zapato de mujer, la cafetera ennegrecida—, Lorenzo despertó de la pesadilla y alcanzó a otros expedicionarios. Mientras ayudaba a enterrar los seis cadáveres en una fosa común, juró ante todos los presentes que encontraría a sus hermanas.

Las Oatman fueron esclavizadas por los asesinos durante un año. Moraban en un paraje de las tierras del norte de Arizona. Poco se ha podido cotejar de esta primera etapa excepto el maltrato que sufieron las cautivas y el desenlace: la llegada de una visita de indios mohave que, encaprichados con Olive y Mary Ann y a cambio del trueque ya citado, las llevaron a vivir a uno de sus asentamientos. Porque creían necesario mantenerse en la cercanía de las corrientes de agua, vivían en la confluencia de dos ríos, el Gila y el Colorado, cerca de lo que más tarde sería el pueblo californiano de Needles.

Ahijadas por uno de los líderes de la tribu, Espanesay, y su mujer, Aespaneo, que quisieron reparar el dolor y los agravios que habían sufrido las chicas y también dar hermanas a la única hija de la pareja, Topeka, de la edad de Olive, las Oatman aprendieron a escudriñar el cielo con los ojos cerrados, a conocer el olor de las tormentas futuras, a curtir pieles, a predecir la ventura dejando rodar sobre la tierra los huesos sagrados y a hablar el rico idioma mohave, que no había sido mancillado por la expresión escrita y se limitaba a la comunicación oral y cantada. Las chicas fueron tatuadas con herméticos símbolos en las barbillas: aseguraban un buen viaje en los mundos paralelos de los espíritus si llega la muerte.

Muerte de Mary Ann según un grabado de la época

Muerte de Mary Ann según un grabado del libro «Life Among the Indians», 1857

Cuatro años son tiempo suficiente para el olvido y la esperanza. Las hermanas Oatman no ponían en duda que eran parte de aquel pueblo de felicidad silenciosa. Cuando los mohave recibían la visita de exploradores blancos, las chicas se apartaban de la vista porque no deseaban ser raptadas de nuevo. Los recuerdos, incluso los más sombríos —la muerte de la familia en el bárbaro ataque indiscrimando, los cuerpos inermes del padre y la madre— comenzaban a ser parte de una memoria única que abarcaba el pasado y el presente y compensaba la desventura de uno con la nobleza del otro. Aunque los sacerdotes futuros de la ciencia psicológica mencionarían el síndrome de Estocolmo, para ellas no existía la idea de ausencia.

En 1855 una sequía sin piedad dejó a la tribu sometida a una hambruna letal. Mary Ann, que tenía 11 años, murió de desnutrición en brazos de Olive. La enterraron, como a otros niños que se fueron con ella, en una gran vasija de barro, material doblemente bienaventurado porque abrevia la unión de las dos grandes potencias, el agua y la arcilla.

El regreso de Olive a la sociedad en la que había nacido se consumó como una tragedia. Algún visitante, extrañado por la blancura de la piel de la chica —las mujeres Mohave vestían una falda enramada y llevaban el torso al descubierto—, dió el soplo en un fuerte del Ejército y las autoridades enviaron una delegación para parlamentar con los Mohave. Las negociaciones fueron largas y dramáticas: Olive no quería abandonar a los suyos, pero uno de los presentes sugirió que la retención de una blanca podría justificar represalias armadas contra los indios.

Finalmente fue llevada a Fort Yuma en un viaje de 20 días a caballo. La acompañó su hermana india, Topeka. Alguien del fuerte decidió que Olive no podía entrar en el acuartelamiento con los pechos descubiertos y fue al encuentro de la expedición con un traje «apropiado» para vestir a la india que volvía a ser civilizada.

 Olive Oatman - Foto: National Portrait Gallery, Smithsonian

Olive Oatman – Foto: National Portrait Gallery, Smithsonian

El resto de la historia no es deplorable pero tampoco edificante. Junto con Lorenzo, que había cumplido su palabra de buscar a las hermanas y corrió al encuentro de la retornada, recorrieron salones y centros comunitarios contando la experiencia. Iba con ellos y pagaba los gastos el religioso extremista Royal B. Stratton, que odiaba a los nativos y había escritó un libro, Vida entre los indios, al que hacemos un favor si aplicamos el adjetivo de voluntarioso y que se vendía con profusión entre los asistentes a las charlas.

Una blanca secuestrada por salvajes era un reclamo persuasivo en aquellos tiempos de conquista y expulsión o matanza de pueblos aborígenes para garantizar la expansión de los blancos y sus apetitos. La figura de la chica con la barbilla tatuada se quedó prendada en todas las retinas. En las conferencias Olive se limitaba a repetir los hechos que enumeraba el libro. Contaba poco, apenas parpadeaba y parecía dormida en la vigilia. Eludía, con la ayuda del fanático religioso, los asuntos delicados: la libertad sexual, la inocente desnudez, el amor…

En 1865 se casó con un ganadero. Adoptaron una niña y se establecieron en la interminable Texas. Olive murió en 1903, a los 65 años, de un ataque al corazón.

"The Blue Tattoo" - Margot Mifflin (Bison Books, 2009)

«The Blue Tattoo» – Margot Mifflin (Bison Books, 2009)

El libro The Blue Tattoo (El tatuaje azul), escrito por la periodista Margot Mifflin y editado en 2009 [no hay traducción al español, aquí se puede leer un extracto en inglés], indagó por primera vez en la verdadera historia de la muchacha Oatman de mirada vacía.

La autora consultó correspondencias y registros oficiales, se entrevistó con descendientes y trazó, más de un siglo y medio después de la liberación de Olive —en cuyo honor fue fundada la ciudad minera de Oatman (Arizona)—, la crónica más completa sobre el personaje, la única verosimil.

Aunque la verdad es una presencia latente que cualquiera puede descifrar bajo la historia oficial, la obra la confirma. La mirada vacía de Olive Oatman estuvo enfocada, desde que fue devuelta a los blancos, en su familia Mohave. La chica había dejado pareja y dos hijos en la tribu. Su único anhelo era regresar a casa.

Jose Ángel González

¿Era el Hotel California un cruel sanatorio mental?

"Hotel California" (The Eagles, 1977)

«Hotel California» (The Eagles, 1976)

No importan la edad, la clase, la tribu. Uno escucha y, pese al derrame de tiempo y la explotación comercial, el golpe emocional sigue vivo: un viaje nocturno por el desierto, la cabeza pesada por la marihuana, una luz en la distancia, la decisión de parar a descansar en el edificio neocolonial pese a que hay un aire ominoso en el lugar

Puede ser el cielo o el infierno

No es necesario que te guste Hotel California, la canción editada en diciembre de 1976 por los Eagles. No requiere confirmación a estas alturas que se trata de uno de los temas inscritos en la memoria colectiva. Si alguien empieza a tararear la melodía hay coral confirmada; en cualquier acera puedes encontrar a músicos callejeros transformándola en reggae, danzón o chill-out; en los salones de karaoke es siempre un top

Pero no la menospreciemos por la universalidad o el sobe: hablamos de una epifanía épica escrita  y cantada en estado de gracia para resumir, como dijo el letrista Don Henley, «el tránsito de la inocencia a la experiencia».

La condición multimillonaria de la pieza no es capaz de ocultar el poder de seducción de la melodía levemente narcótica y las grandes imágenes de la muy inteligente y bien labrada letra, que podría ser una crónica del final de los ideales hippies o un editorial lírico sobre los estragos de las drogas duras —cuando el narrador pide vino, le dicen que no hemos tenido de eso por aquí desde 1969—.

Aunque la cubierta del álbum Hotel California corresponde al Beverly Hills Hotel, conocido como Pink Palace y muy frecuentado por la alta sociedad roquista y cinematográfica —la fotografía la tomaron David Alexander y John Kosh, que se alzaron 18 metros en una grúa para captar la cúpula neocolonial del hotel en el ocaso—, hay muchos locales que se atribuyen la inspiración y viven de los réditos comerciales de la inolvidable canción, entre ellos, por ejemplo, el Hotel California, de Todos Santos, en la Baja California mexicana.

Aunque los compositores —otros dos eaglesDon Felder y Glen Frey, estuvieron implicados en la música— nunca han deseado revelar detalles que trasladen a lo concreto las imágenes del tema, la verdad quizá sea bastante estremecedora. Mucho más, en todo caso, que la teoría simplona y sin base comprobable que atribuye a la canción, como a tantas otras, claves satánicas.

Pabellón de mujeres del Camarillo State Hospital en 1949 - Foto: The Camarillo State Mental Hospital History Blog

Pabellón de mujeres del Camarillo State Hospital en 1949 – Foto: The Camarillo State Mental Hospital History Blog

En la foto, de autor desconocido, han raspado los rasgos faciales de las mujeres: se entiende que desean proteger la intimidad de las retratadas, pero hay un sesgo torvo en las rayas, que parecen marcas de un estigma o producto de la acción morbosa de un psicópata criminal. Tomada en febrero de 1949, la imagen muestra uno de los dormitorios del Camarillo State Mental Hospital, un enorme complejo psiquiátrico que funcionó de 1936 a 1997 en un paraje desolado del muy fértil condado californiano de Ventura.

Espejos en el techo
Champán rosado helado
«Todos somos prisioneros de nosotros mismos», dice ella
Mientras en las habitaciones de los jefes
Preparan el festín
Usan cuchillos afilados
Pero no consiguen matar a la bestia

Edificio principal del manicomio de Camarillo (Foto: Wikipedia)

Edificio principal del manicomio de Camarillo (Foto: Wikipedia)

Es más que probable que el verdadero escenario de Hotel California sea el enorme manicomio de Camarillo, que llegó a albergar a 7.000 pacientes, víctimas de una admistración que se conformaba, en el mejor de los casos, con esconder a los distintos —rayándoles las facciones en un sentido no solamente figurado— y, en el peor, someterlos al hacinamiento, los tratamientos electroconnvulsivos, los malos tratos, el abandono, la experimentación con nuevas medicaciones y la cruel pseudo medicina psiquiátrica practicada por doctores tan locos comos los locos.

La web The Camarillo State Mental Hospital History Blog recopila los pormenores conocidos de lo que sucedió durante más de medio siglo en el complejo. La lectura es sobrecogedora y aún lo es más si el interesado tiene la sangre fría de repasar el libro Keeper of the Keys [PDF íntegro, en inglés], de la enfermera Nadine Scolla, que trabajó en el hospital y narra en una crónica implacable cómo el complejo se convirtió en un almacén de almas donde encerraban a inmigrantes ilegales porque sencillamente no sabían hablar otra lengua que el español, adolescentes díscolos, mujeres rebeldes, personas melancólicas refugiadas en el alcohol o las drogas…

Por Camarillo pasaron también algunos notables castigados por la vida disoluta de la cercana ciudad de la noche de Los Ángeles, entre ellos la madre de Marilyn Monroe, la actriz alcohólica Gia Scala y el saxofonista e inventor del bebop Charlie Parker, a quien intentaron curar de su adicción a la heroína con electrochoques y administración masiva de hipnóticos y barbitúricos. Bird, que murió a los 34 años sin haber conjurado ninguno de sus demonios —porque, como dijo Julio Cortázar, quien le dedicó el relato El perseguidor, los yonquis «no son el cáncer social que denuncian los bien pensantes, sino que el cáncer es precisamente lo que los rodea y los hostiga»—, repasó con fiereza y buen humor los meses de internamiento en el tema Relaxin’ at the Camarillo (Descansando en Camarillo). Con mayor sarcasmo Frank Zappa escribió Camarillo Brillo sobre una paciente alucinada. Inserto abajo ambas canciones.

El Camarillo State Hospital poco después de ser inaugurado - Foto: The Camarillo State Mental Hospital History Blog

El Camarillo State Hospital poco después de ser inaugurado – Foto: The Camarillo State Mental Hospital History Blog

Bienvenidos al Hotel California
Un lugar adorable
Para rostros adorables
Todos ellos viven en el Hotel California
Qué agradable sorpresa (pero trae tu coartada)

Los Eagles —que acaso tenían buenas razones para no mencionar la verdadera inspiración (¿tuvieron amigos entre los internos?, ¿fueron ellos mismos, bastante viciosos, visitantes temporales?, ¿optaron por la corrección política para no alejar al público masivo que adoraba la música blanca del grupo?) nunca volvieron a repetir el satori de esta canción-epígrafe que extracta la amargura de la derrota generacional y podría ser también un colofón sobre la perpetua mortificación socio-médica contra aquellos a quienes llaman, con un giro sardónico en el tono de voz, enfermos mentales.

Nunca podré escuchar sin estremecerme la estrofa que cierra el tema como un atardecer eterno y abominable:

Lo último que recuerdo es cómo corrí hacia la puerta
Intentando encontrarme con quién yo era antes
«Tranquilo», dijo el vigilante nocturno,
«Estamos preparados para la admisión,
Puede usted registrarse cuando quiera,
Pero no podrá marcharse nunca»

Jose Ángel González

Los ‘desfranquiciados’ de la huerta que da de comer a los EE UU


Ver California State Route 99Sin título en un mapa ampliado

La carretera resaltada en el mapa —684 kilómetros desde Sacramento hasta Bakersfield— es una de esas autopistas que han gestado las pastorales estadounidenses del movimiento, el asfalto, la gasolina, los neumáticos y las válvulas. Pero la California State Route 99, más conocida como Highway 99, no tiene la mística profunda de la Highway 61, por donde el blues subió desde la humedad del delta del Misisipi hasta los adoquines de Chicago para mutar en el camino de rural y acústico a eléctrico y urbano; ni el glamour de la Highway 66, la carretera-madre que llevó a pioneros y bohemios de este a oeste del país y viceversa.

La 99, completada en 1933, es una carretera que huele a sudor y labradío, a manos callosas, pieles resecas e injustos jornales de pura subsistencia. La nómina de las poblaciones que sutura el pavimento al lienzo de ocres y verdes del territorio —Visalia, Fresno, Madera, Merced, Modesto, Chico, Yuba City…— no dibuja un pentagrama de blues, jazz o rock and roll, sino de un huapango o una ranchera de relajo de don Ramón Ayala, El Rey.

En California, un lugar que equivocadamente asociamos con platós de cine, surf, empresas del 2.0 y hippies, la carretera 99 es la calle mayor del estado, la arteria principal del lugar del que «come todo el mundo», como decía con exactitud un informe de The New York Times. Atraviesa de norte a sur —cuatro carriles en cada sentido— el Central Valley, una planicie interior de 720 kilómetros de largo y 100 en el punto más ancho, la huerta de la que sale el 8% de la producción agrícola de los EE UU y tiene el 6% de los labradíos irrigados cuando en superficie no alcanza ni el uno por cien del área del país.

Cada año el Central Valley comercializa verduras, frutas y hortalizas por valor de unos 25.000 millones de dólares. Casi todas las cosechas de productos hortícolas no tropicales que comen los EE UU proceden del área, fuente primaria de tomates, uvas, algodón, melocotones y espárragos. En almendras las cuentas son todavía más notables: 6.000 productores y 272 millones de kilos al año de cosecha, el 70% del mundo. El mazapán español y las almendras tostadas de los platos típicos de la India o China son, al menos en gran parte, made in California.

Sería lícito imaginar el Central Valley como una tierra de promisión con extensión y producción agrícola suficientes para que los 6,8 millones de residentes vivan con dignidad y la igualdad social sea un ideal aplicable. Después de todo, los cuatro condados agrícolas más ricos de los EE UU —Fresno, Tulare, Kern y Merced— están en esta franja de terreno donde el sol brilla como media 300 días al año, los inviernos son lo suficientemente fríos pero no en extremo para que las cosechas emerjan con fuerza en primavera y el agua procede de la pureza inagotable de Sierra Nevada, el sistema montañoso del que bajan los acuíferos que dan de beber al valle.

Fue en esta zona donde, durante la Gran Depresión, los inmigrantes que llegaron sin un mendrugo de pan del medio oeste y el sur, comenzaron a instalarse en campamentos de refugiados y, poco a poco, a trabajar la tierra. Dorothea Lange hizo en 1936 en la zona, las fotos de la Madre Migrante  («desposeídos, cosechadores en California. Madre de siete hijos. Treinta y dos años. Nipomo, California», dice el pie de la imagen) que, aunque manipuladas en el cuarto oscuro y publicadas sin permiso de la mujer protagonista,  son presentadas como simbólicas de la pobreza y la injusticia.

La fotógrafa Katy Grannan (1969) ha querido revisar el paisaje que abraza a la autopista del Central Valley. Durante el trabajo de campo para el proyecto The 99 (La 99) —se expone hasta el 26 de abril en la galería Fraenkel de San Francisco— encontró una «danza macabra» de personas perdidas, solitarias, consumidas por la metanfetamina —la región es señalada por las agencias antidroga como base de gran número de laboratorios clandestinos donde se cocina—, bidonvilles en los cáuces resecos por el regadío intensivo o contaminados por los pesticidas, una creciente atmósfera de violencia y una tasa de desempleo que llega al 30% en algunas ciudades cuando la media de California es del 10.

Grannan decidió hacer los retratos bajo la luz de un blanco cegador de la zona, enfrentando los modelos a paredes desvestidas de símbolos diferenciales, como si se tratase de seres perdidos en un mundo de hielo candente. Ya había perfeccionado el estilo en su trabajo previo, Boulevard, una serie [incluyo tras la entrada una galería] sobre encuentros casuales con seres descolocados en las calles de los barrios más prósperos de Los Ángeles y San Francisco.

Las fotos, que, según dice Grannan, están inspiradas en las de Lange, son el reverso amargo de la huerta de los EE UU, repleta de almendras pero poblada por seres humanos desfranquiciados. No hay traducción para el exacto y expresivo adjetivo inglés disenfranchised. Marginado o desfavorecido podrían acercarse en sentido, pero ninguno incluye el matiz primordial: materia sobrante del mejor de los mundos posibles, escoria humana con fecha de caducidad, personas expulsadas del paraíso.

Ánxel Grove

Sustituye los castillos de arena por casas unifamiliares

Chad Wright con sus 'suburbios' de arena

Los castillos de arena, clásicos infantiles de cada verano, son monumentos opuestos a la vulgaridad de las viviendas, anacrónicos pero atractivos, que incitan a crear alrededor de ellos fosos con agua de mar, fortalezas y  rincones secretos: siempre hay algo que añadirles.

El diseñador estadounidense Chad Wright desmitifica la forma clásica y monumental de la construcción con un molde que recrea de manera esquemática una típica casa unifamiliar del Condado de Orange, los suburbios del sur de California en los que se crió.

Con los hogares de arena, alineados en la playa creando un barrio efímero, enfrenta el ideal del castillo a la arquitectura que se desarrolló en los EE UU tras la II Guerra Mundial. El invento y la posterior intervención son la primera entrega de Master Plan (Plan general), una serie de tres iniciativas con las que el autor seleccionará «artefactos» de su niñez, «investigando el legado de las zonas residenciales en las afueras de la ciudad».

'Master Plan' - Foto: Lynn Kloythanomsup - Architectural Black

‘Master Plan’ – Foto: Lynn Kloythanomsup – Architectural Black

Wright habla brevemente de su vida como habitante de los suburbios junto a su padre (agente inmobiliario), su madre (maestra de preescolar) y su hermano. Las memorias se presentan como una visión ideal del pasado, dominada por la comodidad de las convenciones sociales. Los suburbios de arena, en espera de que una ola los destroce, cuestionan el escenario mitificado de la casita unifamiliar, «la reexaminan como símbolo del sueño americano».

Ahora reside en San Francisco (California), donde abrió su estudio de diseño con la intención de «sintetizar ideas con objetos, poética con relevancia y productos con personas».Sus creaciones son a veces de una sencillez excesiva, pero siempre contienen un pequeño detalle que las hace merecedoras de un segundo vistazo.

Las sumamente minimalistas sillas de hierro y madera están inspiradas en el puente colgante del Golden Gate de San Francisco en los días de niebla, cuando la estructura prácticamente desaparece cubierta por la masa blanca. Las alargadas casetas para pájaros emulan a los rascacielos y buscan la cercanía con el pájaro en las alturas, en lugar de esperar a que el ave baje a descubrirlas. Los suburbios en la playa investigan la idea romántica que desde los años cincuenta se ha cultivado en torno a la vida en los barrios residenciales de aspecto impoluto, una idea tan frágil y poco fiable como un castillo de arena.

Helena Celdrán

'Master Plan' - Foto: Lynn Kloythanomsup - Architectural Black

‘Master Plan’ – Foto: Lynn Kloythanomsup – Architectural Black

'Master Plan' - Foto: Lynn Kloythanomsup - Architectural Black

‘Master Plan’ – Foto: Lynn Kloythanomsup – Architectural Black

 

Retratos desoladores de la macrohuerta más fértil de los EE UU

© 2013 Matt Black Photography

© 2013 Matt Black Photography

El ventilador es un pobre alivio: apenas remueve la calima en el interior de la casamata. El lugar tiene nombre, Teviston, pero nada significa para la conciencia universal: un poblado ajeno que ofrece polvo y sofocación a 1.200 personas, casi el 90% de las cuales son trabajadores agrícolas ilegales.

Bienvenidos a la huerta de los EE UU, el Central Valley de California. El ocho por ciento de los productos hortícolas del país —el 85% de las zanahorias, casi el 100% de las almendras, la mitad de los espárragos, la tercera parte de los tomates…— se cultiva en este gran territorio: 58.000 kilómetros cuadrados.

La economía también es mayestática: los cuatro condados estadounidenses con más facturación agrícola están en el valle. Son Fresno, Tulare, Kern y Merced, que producen cada año unos 12.000 millones de euros en alimentos frescos —la facturación total anual de toda la zona es de 30.000 millones de euros—. Quince de los 18 condados de la región están entre los 25 más fértiles y productivos del país.

La sombra que se percibe tras el ventilador podría ser una radiografía del cultivador-tipo: inmigrante centroamericano, sin papeles y con un salario medio de 7.500 euros al año en un estado cuyos habitantes tienen un ingreso per capita de más de 17.000. ¿Explotación? Por supuesto.

© 2013 Matt Black Photography

© 2013 Matt Black Photography

El fotógrafo Matt Black, nativo del Central Valley, indaga en el fotoensayo The Kingdom of Dust (El reino del polvo) sobre las perversas consecuencias de las explotaciones intensivas que se han consentido durante casi un siglo en el Huerto de América: la humana y la del ecosistema.

La primera ha derivado en elevadas tasas de consumo de drogas y alcohol —en ambos casos, sustancias de clase barata: destilados que se acercan al metílico y drogas sucias de elaboración casera—, uno de los índices más altos de embarazos adolescentes de los EE UU y criminalidad ejercida por pandillas y gangs.

El aprovechamiento ciego del terreno ha terminado por secar los acuíferos subterráneos y convertir parte del valle en un erial. El agua existe gracias a los sistemas de irrigación artificiales, controlados, como algunas granjas altamente automatizadas, por satélite.

«La forma en que una sociedad obtiene el alimento —algo por lo que rezas y pagas— dice mucho de esa sociedad. El Central Valley revela cómo es la vida moderna. Una distopia rural: un paisaje empobrecido que una vez fue rico, industrializado pero rural, habitado pero descohesionado: un reino hecho de polvo que alimenta a millones mientras se consume a sí mismo», dice el fotógrafo.

Las fotos le dan la razón. Esta suculenta ensalada nos envenena el alma.

Ánxel Grove

 

Los caprichos nostálgicos y golosos de Wayne Thiebaud

'Cakes' (1963) - Wayne Thiebaud

‘Cakes’ (1963) – Wayne Thiebaud

Las pinceladas pastosas del óleo simulan a la perfección la crema de chocolate y la textura compacta de las bolas de helado. Wayne Thiebaud (1920) sabe que su arte corre el riesgo de provocar una banal sensación de placer: «Es un peligro inherente, supongo. Pero me encanta que la gente sea capaz de sonreir frente a la obra». Más allá de la visión golosa, considera que sus pinturas transmiten la felicidad y la tranquilidad de su propia vida: Thiebaud se considera afortunado de que todo haya sido siempre relativamente fácil para él y cada capa de crema es una celebración de la existencia.

Siempre sintió debilidad por representar objetos iguales alineados o agrupados, como en una producción en cadena. Etiquetado como uno de los pioneros del pop art, el autor (que había sido caricaturista, trabajó brevemente para Disney y diseñó publicidad) comenzó a finales de 1959 a representar la comida calórica y caprichosa sobre superficies lisas que representaban mostradores y vitrinas: «Escogí cosas como pasteles y tartas —basadas en formas simples como triángulos y círculos— y traté de orquestarlos». El primero de esos intentos era una pintura que mostraba una línea de pasteles: «Cuando la pinté recuerdo que me senté y me reí, como en una especie de alivio tonto. ‘¡Me he vuelto majara!’. Lo único que me permitió hacer eso era haber sido caricaturista».

'Three Machines' (1961) - Wayne Thiebaud

‘Three Machines’ (1961) – Wayne Thiebaud

La bollería, los pasteles, los conos de helado, los perritos calientes y otras delicias típicas de cualquier clásico diner estadounidense suelen presentarse en las obras del pintor como apetecibles bodegones masificados y desmesurados, opuestos a la armonía de la naturaleza muerta europea que tanto mimaron en sus cuadros los pintores de la escuela flamenca en el siglo XVII. La cuidadosa iluminación de los maestros europeos queda sustituida en la obra de Thiebaud por la luz blanca y cruda de California, el estado en el que se crió y en el que sigue viviendo.

Clasificar al autor como artista pop es algo inexacto. Aunque los motivos representan la cultura del consumo estadounidense que tanto glorificó Andy Warhol en sus serigrafías (la primera lata de sopa Campbell es de 1962) la intención no era provocar ni invadir el mundo del arte con la vulgar cotidianeidad de los objetos más mundanos. Thiebaud declara que los cuadros son un llamamiento personal a la nostalgia, a la felicidad de disfrutar de los placeres más simples.

Con 92 años, sigue pintando. Recientemente ha comenzado con una serie de paisajes en blanco y negro, algo abstractos, de escenarios naturales californianos, pero no tiene planes de abandonar su pasión por el dulce y de vez en cuando amplía su colección de tentaciones con series de bollos, porciones de tarta y carritos de postres.

Helena Celdrán

Wayne Thiebaud - Four Ice Cream Cones-1964

Wayne Thiebaud -  Pies pies pies - 1961

Wayne Thiebaud - Hot dogs

Wayne Thiebaud-Candy Counter-1969

Wayne Thiebaud-Tulip Sundaes - 2010

Wayne Thiebaud - Café Cart-2012

Los Residents, el Sendero Luminoso del pop rock, cumplen 40 años

The Residents

The Residents

Si alguien ha puesto en entredicho todos los dogmas, tópicos, trivialidades y demás vulgaridad del rock and roll —un género en demasiadas ocasiones tan complaciente como la ópera o el fútbol profesional—, el mérito corresponde a The Residents, el colectivo anónimo de iconoclastas que, desde 1972, hace cuarenta años, dinamita con métodos libertarios todo aquello que está pidiendo pólvora.

Son de San Francisco, en California, patria de los símbolos, naranja dorada que esconde, en su perfección externa, el gusano de la podredumbre, y no tienen rostro conocido (las teorías sobre su identidad real van de lo risible: los Beatles, a lo razonable: músicos de avant garde con pretensiones de convertirse en el Sendero Luminoso del pop), aunque parecen estar relacionados con el músico-artista Homer Flynn (1945), que ha actuado como portavoz del grupo en algunas entrevistas.

"Commercial Album" (The Residents, 1980)

«Commercial Album» (The Residents, 1980)

Hoy traigo a Top Secret una de las obras maestras de The Residents: Commercial album (1980), reeditado en 2005, cuando cumplió un cuarto de siglo, en una versión especial, con el añadido de los clips grabados para la promoción inicial de la obra, considerados los primeros vídeos musicales de la historia y, como tal, exhibidos permanentemente en el Museo de Arte Moderno de Nuevo York.

Siempre conceptuales, The Residents basaron la obra —presidida en la carpeta por las caras boca abajo de John Travolta y Barbra Streisand— en una verdad innegable: las canciones de pop no contienen, en el mejor de los casos, más de un minuto de música, siendo el resto una simple reiteración de coros, frases-puente y divagaciones en torno a una melodía central.

Añadiendo esa premisa a la también similar duración de los jingles publicitarios (como cada día parece más claro, la verdadera música popular de nuestro tiempo), construyeron un disco con cuarenta canciones de un minuto cada una.


¿Una broma? No, desde luego. Commercial album es algo mucho más serio, lo cual no significa —como a menudo entienden los valedores del rock como ejercicio meramente simiesco— aburrido ni vanidoso. Como poco y sin darle demasiadas vueltas, se trata de una premeditada y merecida banalización sobre la permanente traición del rock a sus ideales rebeldes.

En lo musical, el disco deambula por los caminos secundarios que The Residents conocen tan bien: las corales extravagantes, la repetición intoxicada, la música grotesca, el ruido de escucha fácil y la electrónica de kit.

The Residents

The Residents

Para reducir a un ejemplo pertinente por donde van las letras, valga esta estrofa de la canción de amor —pronunciése con sarcasmo— Love is:

El amor es soledad dividida por otro amor es sólo vivir para la soledad dividida por otra y saber que la vida es soledad.

Sin signos ortográficos, sin límites: así son The Residents, tan ineludibles como Captain Beefheart, Frank Sinatra, György Ligeti, los Rolling Stones, Buenaventura Durruti y Groucho Marx.

Pueden ser indigestos, pero nunca mueven a la indiferencia.

Inserto abajo dos vídeos. El primero, Swastikas On Parade, es una pieza del disco The Third Reich Rock and Roll (1976), una sátira-pastiche de algunas canciones que parecen haberse convertido en griales intocables para el fundamentalismo nostálgico-roquista (Hey Jude, de los Beatles; Simpathy for the Devil, de los Rolling Stones; Light My Fire, de los Doors…). El segundo es la actuación de los Residents en un plató de TVE, en junio de 1983 (un tiempo que desde el presente parece el futuro), en el programa La edad de oro, tan pomposo en intenciones como gozoso en contenido musical.

Ánxel Grove