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Hungry, la ‘drag queen’ que transformó a Björk en el gran dios Pan

Hungry es una drag queen distorsionada, torcida, deformada. Cual reinventora de rasgos místicos, su estética navega entre la saga vikinga y el imagen kitsch de un Neo Tokio refundado tras la devastación termo-nuclear.

Una rara avis que terminó trabajando con la musa extraña de Björk, y que está detrás, por tanto, en este conjunto de asombros, del abigarrado maquillaje que aparece en la portada y vídeos del último trabajo de la voz islandesa, cuyo título es Utopía.

Björk quiso convertirse en una diosa Pan moderna y llamó a Hungry, la hambrienta, la drag queen de las perlas, los colores, los efectos oníricos. En el rostro de la cantante insertó unas aplicaciones de silicona en forma de orquídea que había creado para el espectáculo el diseñador James Merry. La cara de duende fue visitada entonces por un arco iris lisérgico, añadiendo una nueva dimensión a sus ojos y boca.

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El hombre que enmascaró a Björk

Björk con una prenda de látex bordada creada por Merry  en el vídeo para 'Family', una de las canciones de 'Vulnicura' - Foto: www.jtmerry.com

Björk con una prenda bordada de Merry en el vídeo para ‘Family’, una de las canciones de ‘Vulnicura’ – Foto: www.jtmerry.com

En los vídeos promocionales y en los conciertos de presentación de su último disco Björk oculta su rostro tras gasas semitransparentes de las que nacen bordados y encajes. No sorprende la excentricidad —una marca de la casa—, sino la insistencia con que se blinda de las miradas del público, apenas dejando la boca al descubierto para cantar. Tal vez lo haga por simple vanidad, a lo mejor le es difícil soportar que las letras de Vulnicura (un álbum confesional y descarnado) la muestran como un ser humano vulnerable.

Nada más filtrarse en Internet, la artista islandesa adelantó la publicación del disco y se lanzó a dar entrevistas, en muchas hacía esfuerzos por no llorar o terminaba por dejar que brotaran las lágrimas. En aquellos primeros encuentros con la prensa mencionó que sentía «vergüenza» por exponerse de manera tan sincera, «tan adolescente». Dejaba de ser un vendaval polar y se mostraba sola y doliente.

El artista tras los antifaces barrocos es James Merry. Colaborador de Björk desde hace seis años, declara que bordar es un antídoto contra las prisas, te obliga a pisar el freno para centrarte en un ritmo terapéutico. Sólo necesita hilo, aguja y tejidos, puede llevar un pequeño taller en la mochila y además adora la «ponibilidad» del «producto final». «No están incrustados en un marco sobre una pared, puedes llevarlos, doblarlos y ponerlos en la lavadora cuando se ensucian», dice en una entrevista reciente.

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Los mejores ‘discos de divorcio’ de la historia: Sinatra y Dylan

Portada de "In the Wee Small Hours" (Frank Sinatra, 1955) y foto del matrimonio Sinatra Gardner en torno a 1952

Portada de «In the Wee Small Hours» (Frank Sinatra, 1955) y foto del matrimonio Sinatra-Gardner en torno a 1952

Son un género en sí mismos: les llaman discos de divorcio y vuelven a ser noticia por el recién publicado Vulnicura, el repaso musical-forense de la diva islandesa Björk  a las heridas causadas por el traumático final de su relación de una década con el artista Matthew Barney, no menos divino y tan sobrado de ego como la cantante.

A corazón abierto, cargados de autocompasión o reproches, compensados en ocasiones por retazos de añoranza sobre el pasado feliz y ardiente, los discos temáticos sobre rupturas sentimentales son una opción fácil, aunque no siempre honesta, para redactar un pliego de descargo personal. Corren el peligro de parecerse, a veces peligrosamente, a los barruntos de cliché de quien se ahoga en alcohol para olvidar, pero atraen. El morbo del dolor vip es un infalible gancho.

La de Björk no es la primera acta musical de disolución del amor. Hay muchos y mejores ejemplos: desde el doloroso y brillante Shoot Out the Lights (1982) de RichardLinda Thompson, grabado por el matrimonio mientras tramitaba la separación y, pese a la turbulencia del proceso (Walking on a Wire), colocaba en primer lugar la necesidad curativa de recordar lo que hubo (Don’t Renegade on Our Love), hasta el excesivo superventas Rumours (1977), donde Fleetwood Mac parecían necesitar la ayuda de un bufete completo de abogados matrimonialistas porque tres de las parejas de amantes que formaban el grupo estaban a punto de romperse y recombinarse.

Portada de "Frank Sinatra Sings for Only the Lonely" (Frank Sinatra, 1958) y foto del matrimonio Sinatra Gardner en torno a 1952

Portada de «Frank Sinatra Sings for Only the Lonely» (Frank Sinatra, 1958) y foto del día de la boda del cantante con la actriz Ava Gardner en 1951

El narrador con mayor clase y elegancia de la desventura del amor roto fue Frank Sinatra. Lo hizo por partida doble, en dos álbumes separados por tres años: In the Wee Small Hours (1955) y Frank Sinatra Sings for Only the Lonely (1958), un descenso al melancólico infierno de la soledad, la impotencia y el sincero reconocimiento de que no fue capaz de curar el daño.

El par de obras crepusculares de Sinatra fueron saltos al vacío. El galán dueño de la voz de terciopelo no solamente patentó antes que nadie los discos-concepto reuniendo canciones oscuras sobre la soledad, la depresión, el oscuro pozo de la noche de los desengañados y la alienación del amor tóxico, sino que tuvo la osadía de bajar del altar consagrado a los dioses —en 1953 había ganado un Oscar como actor secundario por De aquí a la eternidad y su carrera musical renació con la firma de un contrato con Capitol Records— para presentarse como un tipo cansado que apura el enésimo cigarrillo en la calle y a altas horas de la madrugada (the wee small hours) porque todos los antros de refugio han cerrado o, en un giro aún más radical —gracias a una portada inolvidable de Nicholas Volpe—, o se esconde bajo el maquillaje trágico de un Pagliacci celoso que emerge de las sombras.

El par de discos compone una narrativa paralela e íntima al matrimonio de seis años (1951-1957) entre el cantante y la actriz Ava Gardner, una relación furiosa entre dos seres bellos, hipersexuales e inaguantables («lo nuestro comenzó con peleas, borracheras, más peleas, y acabó igual», declaró ella antes de morir, hace ahora 25 años) que se adoraban con la misma intensidad con que podían odiarse: a chispazos combustibles.

Infidelidades mutuas, celos delirantes, dos abortos, el macho queriendo imponer normas a la gran actriz y mujer de fuste, broncas épicas…  Todo regado por el hedonismo de la riqueza, el alcoholismo de ambos, la niñería de Sinatra, que montaba escenas en las que amenazaba con suicidarse cada vez que Gardner anunciaba que rompían, la dependencia (fueron amigos íntimos hasta que ella murió en 1990, ocho años antes que él), la cruel ironía de no poder soportar la vida en común pero mantener la libido en posición de ataque.

Algo de cada rasgo de la explosiva, fogosa y delirante situación hay en los dos discos, colecciones de «canciones Ava», como las llamaba Sinatra, un animal musical único e intuitivo que alguna vez se definió a sí mismo como «un maníaco depresivo de 18 quilates» y que con frecuencia es juzgado de manera automática —por sus creencias políticas, amistades, relaciones con la mafia, vida loca…— por quienes nunca se han molestado en escuchar la obra de quien es el mejor cantante pop del siglo XX, un artista capaz de hacer suya cada canción con un muy elevado grado de autoexigencia: los arreglos de los dos discos de divorcio, llevados a partitura por el gran maestro Nelson Riddle, fueron dictados por la intuición de Sinatra, que exigió una instrumentación minimalista y leve, entregó las riendas melódicas al piano de Bill Miller, otro genio, eliminó la sección de viento y dejó la de cuerdas encargada de tejer el latido rítmico de cada canción con pinceladas de intensidad leve pero pegada escalofriante.

Nunca como en este par de obras dolientes Sinatra cantó —exhaló, debería decir: en algunas tomas acabó llorando para luego quedarse solo en el estudio, apurando cigarros, café y whisky y comentando al encargado de la limpieza, consciente de las lágrimas del ídolo: «lo que necesitamos hoy aquí es un fontanero, ¿verdad?»— actuando con la capacidad de un dios, dando a cada palabra un sentido nuevo, corporizando el verbo y, trazando, en fin, una crónica fiel de la épica estadounidense del amor como capricho y los caprichos del amor, del canalla hecho a sí mismo —¡ese acento callejero, urbano, duro, de patio y cigarrillos!— que suspira como un huérfano por el animal más bello de las pantallas de Hollywood.

El crítico musical Robert Christgau no se equivoca al situar el espacio en que se mueve Sinatra mucho más allá de verso-estribillo-puente-verso-estribillo de la inmensa mayoría de los temas del imaginario del pop y el rock. «Con cada frase, convierte el inglés en estadounidense y el estadounidense en música», escribe para intentar explicar lo que está sucediendo en In the Wee Small Hours y Frank Sinatra Sings for Only the Lonely, una ceremonia alquímica, la confesión final y trascendente de la santidad de un macarra.

Portada de "Blood on the Tracks" (Bob Dylan, 1975) y foto del cantante con su primera esposa, Sara, en 1968 (Foto: © Elliot Landy)

Portada de «Blood on the Tracks» (Bob Dylan, 1975) y foto del cantante con su primera esposa, Sara, en 1968 (Foto: © Elliot Landy)

En septiembre de 1974, cuando su mentor discográfico y descubridor, John Hammond, preguntó a Bob Dylan que tipo de material estaba grabando para el próximo disco, el cantautor, que tenía la alegórica edad de 33 años, contestó con dos palabras: «Canciones privadas».

Unos años más tarde, en una de sus escasas entrevistas —en todas ellas, además, acostumbra a mentir o acaso a ensombrecer con tintes opacos y lecturas paradójicas los muchos avatares de su personaje—, se rebotó cuando alguien le pidió detalles sobre aquellas «canciones privadas»:

He leído que (el disco) es sobre mi esposa. Me gustaría que preguntaran antes de seguir adelante publicando tonterías como ésta… Estúpidos y engañosos imbéciles (…) Nunca escribo canciones confesionales. La emoción no está implicada. Es como pensar que Laurence Olivier es Hamlet…

Mucho después, en el libro pseudoautobiográfico Crónicas, Vol. 1 —excelente en contenido, estructura y tempo narrativo pero, otra vez, lleno de embustes y quiebros—, escribió que las canciones estaban inspiradas en los relatos de Antón Chéjov. A Dylan siempre le gustó mostrarse como un tipo leído. Quizá lo sea, pero la inteligencia del oyente, la intuición de quien conoce al payaso, es más aguda que los intentos de este por despistar.

Blood on the Tracks (textualmente, Sangre en los surcos) es, diga lo que diga su autor, uno de los grandes discos de divorcio de la historia, el que recoge de la forma más textual el sentimiento inevitable de suciedad y, lo que no es sorpresa tratándose de Dylan, el autor de las canciones más agrias e hirientes del rock, el odio, la incomprensión y la autocompasión… Cada surco sangriento de la decena de temas está cantado para y contra su entonces todavía esposa, Sara Dylan (nacida Shirley Marlin Noznisky), la exmodelo de Playboy con quien se casó en secreto en 1965 y se divorció en 1977 tras un proceso judicial largo, duro, doloroso y, sobre todo, muy oneroso para el músico.

La sentencia concedió a la mujer seis millones de dólares en efectivo, la mitad del patrimonio familiar —incluida la opulenta mansión que la pareja había construido en Malibú (California)— y la mitad de los ingresos por derechos de autor generados a partir del dictamen por las canciones compuestas mientras duró el enlace. La custodia de los cuatro hijos fue aún más inclemente, no se resolvió hasta dos años después y el juez falló a favor de la madre.

Desde la portada, una foto manipulada y de grano reventado que muestra un perfil impasible que transmite una turbia soledad —el autor, el fotógrafo Paul Till, tenía 20 años y nunca recibió ninguna explicación o feedback sobre la elección—, sabemos qué el material va a destilar bilis. Idiot Wind parece partir de un odio innato, como si el autor estableciera una tabula rasa para no perdonar nada:

No te siento, ni siquiera puedo tocar los libros que has leído
Cada vez que entro por la puerta espero encontrar a otra persona
(…)
Nunca sabrás cuánto he sufrido y el dolor que llevo encima
Nunca sabré tampoco eso de ti, tu santidad o la clase de tu amor
Lo siento mucho

Viento idiota, colándose entre los botones de nuestras chaquetas
Colándose en las cartas que nos escribimos
Viento idiota, colándose en el polvo de nuestros estantes
Somos idiotas, chica
Ni siquiera sé cómo somos capaces de alimentarnos

Las versiones de las canciones de arriba no son las que aparecieron en Blood on the Tracks, un disco que Dylan afrontó con desgana, casi siempre borracho en las sesiones, como queriendo apurar el caliz. Pertenecen a las llamadas New York Sessions, grabadas por el músico en solitario en una habitación de hotel —pueden escucharse los botones de la manga de la camisa tropezando con las cuerdas—: es lo más cerca que ha estado nunca del infierno.

Pese a toda la basura que intercambiaron en el proceso de divorcio —quedó demostrado que Dylan era un adúltero recalcitrante y llevaba a sus jóvenes ligues a pasar la noche al domicilio familiar—, unos años más tarde la pareja hizo las paces e incluso llegaron a plantearse, en 1983, casarse de nuevo. Como en el caso de Frank y Ava, Bob y Sara siguieron siendo amigos.

"Shadows in the Night" (Bob Dylan, 2015)

«Shadows in the Night» (Bob Dylan, 2015)

Dylan acaba de editar Shadows in the Night, un disco de versiones que sólo tienen en común que todas fueron alguna vez cantadas por Sinatra. El encuentro —que los fans más extremistas de Dylan han criticado con asombro y con demasiada rapidez— parece una reunión histórica de matiz espectral pero efectiva: los dos grandes bardos estadounidenses, pese a las opiniones de los idólatras, casan con naturalidad.

El álbum, uno de los mejores de Dylan en los últimos diez años, es crepuscular y remite al ánimo de los discos de divorcio de Sinatra: instrumentación reducida —con la steel guitar jugando el mismo papel que los violines—, sentimientos a flor de piel y una modulación inesperada en la voz del cantante, que vuelve a demostrar que pese al gruñido de la edad aún es capaz de retener el fraseo ideal, la modulación justa, la emotividad.

La letra de una de las canciones, Why Try to Change Me Now resume la maldición del par de geniales cascarrabias de vidas explosivas: ¿Por qué no puedo ser más convencional? / Supongo que el convencionalismo no es para mí.

Jose Ángel González

La muerte casi paralela de dos grandes retratistas: Phil Stern y Jane Bown

Izquierda, James Dean, 1955 © Phil Stern / Derecha, Samuel Beckett, 1976 © Jane Bow

Izquierda, James Dean, 1955 © Phil Stern / Derecha, Samuel Beckett, 1976 © Jane Bow

Distanciados por más de dos décadas, los dos retratos pueden funcionar como un sumario del siglo XX. A la izquierda, a los 24 años y poco antes de morir al estrellarse al volante de un Porsche 550, los ojos de pícaro de James Dean emergen de un jersey. A su lado, la mirada de bisturí de Samuel Beckett a los setenta años.

En paralelo las fotos admiten la lectura de un rosario de dicotomías: los EE UU y Europa; el bla bla del cine y el silencio del absurdo cotidiano; las opciones de vivir deprisa entre telones de raso o hacerlo en los «aires vivificantes» del fracaso; la forma múltiple de los héroes: un muchacho tan bello como torturado y un arrugado testigo de las preguntas decisivas: «¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?»

No me importan hoy los personajes sino los transmisores de sus retratos. Los fotógrafos —el estadounidense Phil Stern y la inglesa Jane Bow— han muerto en los últimos días. El primero, que no superó un ataque cardíaco, en una residencia para veteranos de guerra de Los Ángeles, a los 95 años; la segunda, a cuatro meses de cumplir 90, en su casa de campo en Hampshire sin que hayan trascendido las causas del deceso, aunque estaba muy débil tras una caída reciente.

Izquierda, Phil Stern, Foto: Los Angeles Times / Derecha, Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Izquierda, Phil Stern, Foto: Los Angeles Times / Derecha, Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Eran transcontinentales y, por tanto, opuestos en maneras, manías y formas de vida. Stern, fotógrafo militar en la II Guerra Mundial y después retratista a sueldo de los grandes estudios de Hollywood tenía simpatía, labia e instinto suficientes como para traspasar la frontera estéril de las foto fijas de los rodajes para entrar en los salones, jardines y piscinas, en suma, la intimidad de todas las grandes estrellas de la edad dorada del cine.

Sus fotos eran, en ocasiones, un poco más reveladoras de lo que deseaban las productoras: el amigo de capos mafiosos Frank Sinatra encendiendo un cigarrillo a JFK en el baile de gala posterior a la toma de posesión presidencial de 1961 es una imagen que, sabiendo lo que sabemos sobre la implicación de los bajos fondos en el magnicidio de Dallas, tiene un desenfoque que no sólo sugiere el dinamismo de una festiva borrachera, sino que parece predecir un negro destino.

De Jane Bown escribí en este blog en mayo de 2014 una entrada titulada «Jane Bown, 65 años haciendo inmensos retratos, sin estruendo y para el mismo diario» donde me referí a la humildad, la timidez y el silencio de la retratista inglesa que trabajó toda su vida para The Observer:

Se llama Jane Bown, pero no tiene tarjetas de identidad con su filiación, teléfono, cuenta de correo y demás vanidades —tampoco tiene web personal, ni un perfil de Twitter o Facebook—. Es fotógrafa, quizá la mejor del Reino Unido, pero la calificación le parece cosa de engreídos. Incluso ser llamada “fotógrafa”, opina, es una desmesura. Tiene un lema que no sólo debe aplicarse a las fotos, sino también a la vida: “Se trata de callar, de permanecer en silencio”.

Radical —nunca ha usado el color, jamás se ha visto tentada por las cámaras digitales (le basta desde hace 40 años la vieja Olympus OM-1)—, sin el glamour o la altanería que otros retratistas más jóvenes y con menos mañas esgrimen como dones de elegidos, sencilla y silenciosa, Bown ha trabajado 65 años para el mismo medio, The Observer, el dominical de The Guardian. Ahora tiene 89 y sigue en ello. Nunca ha pensado en el retiro.

Quienes la conocen la recuerdan en la agitada normalidad de la redacción esperando con la humildad de cualquier subordinado que el redactor jefe le asignase el trabajo del día. Nunca se negó a ninguno. Todos los afrontó con el mismo entusiamo.

En aquella entrada citaba también el pasmo de saber, por el entonces recién estrenado documental Looking for Light (Buscando la luz), que la fotógrafa era dueña de una doble vida:

Llevó durante décadas dos existencias paralelas: durante cinco días a la semana era la Señora Moss y vivía con su esposo y tres hijos en una casa de campo, en cuyos alrededores ningún vecino sabía que aquella mujer bajita y seriota era la fotógrafa más famosa del Reino Unido. Los otros dos días bajaba a Londres, entraba en The Observer y esperaba los encargos para la edición del domingo.

Es imposible rechazar la tristeza al hablar de la muerte de este par de fotógrafos inmensos pero sus descesos casi paralelos llevan a pensar que quizá no hubo casualidad dado el oficio que Stern y Bown compartían: hacernos llegar las estampas votivas de nuestros ídolos paganos.

José Ángel González

El adiós a la música de Robert Wyatt, último ángel guardián

"‘Different Every Time" - Robert Wyatt

«‘Different Every Time» – Robert Wyatt

La despedida de un amigo es siempre una mala noticia. La despedida de un ángel de la guardia es una maldita tragedia. Si el ángel de la guardia es quien maneja el orden del jardín la despedida te rompe el alma. Te quedas durante un momento sin aliento, luego dejas de sentirte tú mismo y, como si el día se entintase de noche, deseas irte a la cama para no ver a nadie, para que nadie te vea.

Veo mis canciones como un jardín salvaje. Soy un jardinero que está enamorado de la belleza orgánica de lo que se trae entre manos.

El músico Robert Wyatt se declaraba labrador de jardines embrollados en una entrevista que le hizo para El País en 2007 el gran periodista Íker Seisdedos, capaz, según alguien me reveló por entonces, del acto de amor de viajar en coche hasta Louth, un pueblo del norte de Inglaterra —estación de tren más cercana a 45 kilómetros— donde nació el extravagante poeta Tennyson, quien dejó notas que convendría pegar al pecho como imanes sentimentales: «es mejor haber amado y perdido que jamás haber amado»; «la felicidad no consiste en realizar nuestros ideales, sino en idealizar lo que realizamos»; «hay más fe en una honrada duda, creedme, que en la mitad de las creencias».

En Louth tienen su casa un par de veteranos hippies que, estoy seguro, admitirían los consejos del poeta: Wyatt y su esposa, la pintora, ilustradora, musa y enfermera Alfreda Alfie Benge:

De no haber existido ella, me habría dedicado a beber hasta morir escuchando a Thelonious Monk (…) Soy un cocinero terrible, no soy capaz de vestirme solo, ni puedo administrar mi dinero. En nuestro contrato, a mí me toca hacer discos.

Acabo de leer en la revista Uncut que Wyatt se retira, que no hará más música, que el doble disco Different Every Time, anunciado para el 17 de noviembre por la discográfica Domino Records, tiene el carácter de un epitafio.

Los maquinistas de tren se retiran a los 65, yo tengo 69. Prefiero decir que lo dejo, es una palabra más exacta que retirarse. Cincuenta años en la silla de montar es suficiente (…) Hay orgullo en dejarlo. No quiero seguir.

El volumen de despedida es en realidad una recopilación: el primer disco, Ex Machina, está concebido como un grandes éxitos cronológico, y el segundo, titulado Bening Dictatorships (Dictadores benignos) con un humor muy reconocible, se dedicada a congregar las colaboraciones desprejuiciadas de Wyatt con otros músicos: Hot Chip (We’re Looking For A Lot Of Love), Cristina Donà (Goccia), Anja Garbarek (The Diver), Nick Mason (Siam), Björk (Submarine)…

Para cerrar todos los candados y fundir las llaves, Wyatt, un tipo hablador pero con ciertas reservas hacia los periodistas metomentodo, ha dado su consentimiento a una biografía autorizada, titulada también Different Every Time, firmada por Marcus O’Dair, columnista musical de The Guardian. En el libro está todo: los años patafísicos de Soft Machine [vídeo de una actuación en 1968 en Francia, 25 minutos], la demente gira por los EE UU como teloneros de Jimi Hendrix, la expulsión del grupo por ser demasiado canalla («somos ingleses, no expresamos sentimientos, seguramente toda la conversación se redujo a: ‘Que te follen, tío»), los discos de la unidad democrática Matching Mole y la caída, el uno de junio de 1973, durante una fiesta y en estado de semicomatosa ebriedad, desde un cuarto piso, con el resultado de seis meses de sedantes, un año de hospital, paraplejia y silla de ruedas de por vida.

Aunque suene chocante, yo no contemplo aquel accidente como algo malo. Fue un nuevo comienzo. Puesto que mi vida es mejor después que aquello, mucho mejor, de hecho, no lo veo como una tragedia. Es sólo un cambio. Y en mi caso, a pesar de las dificultades obvias, soy una persona más feliz. La gente que no se ha roto nunca la espalda piensa: qué terrible vivir así. Pero es algo que sucede. ¡Bang! y a otra cosa. Parecido a un animal salvaje cuando está en la jungla. Llega un helicóptero, le atrapa con una red, y al poco está en una reserva en Tanzania. Y piensa: cojones, dónde están mis amigos, mis árboles… y al final se da cuenta de que está en un lugar más seguro. Si fuese religioso, diría que fue un don. Esto me recuerda la mejor mala crítica sobre mi trabajo que nunca leí. «Como mucho nos temíamos, Wyatt se cayó aquel día sobre su cabeza».

En 2008 intenté condensar lo que siento hacia este músico que me ha guiado como un gurú —y sigo sin creer en los gurús— en un artículito que publique en 20 minutos [PDF]. Lo repito porque nada más se me ocurre añadir:

Se llama Robert Wyatt y tiene edad para ser tu abuelo. La discográfica Domino, hogar mercantil de nuevos y aparatosos trovadores (Franz Ferdinand, Artic Monkeys, The Kills), se ha hecho con la dispersa obra de Wyatt y solventa el agravio de su descatalogación con la reedición de toda su discografía como solista (9 álbumes).

Hippie de primera generación, Wyatt fundó en 1966 el grupo pivotal del rock progresivo británico, The Soft Machine y, cuando le expulsaron por canalla, montó Matching Mole, la banda central del sonido de Canterbury, lo más brillante que el Reino Unido ha dado al rock desde los Beatles. Ha tocado con Jimi Hendrix, Syd Barrett y Brian Eno pero viste ropa comprada en tiendas de beneficencia. Björk y Paul Weller le adoran pero él prefiere a Nat King Cole y Thelonious Monk.

Sabe volar y sumergirse pero es parapléjico desde 1973, cuando una borrachera absoluta le hizo caer de un cuarto piso durante una fiesta que organizaba Pink Floyd. Hasta entonces había sido el batería más loco del Reino Unido. Por consejo de su colega de parranda Keith Moon (también batería conThe Who, también alcohólico, muerto en 1978), utilizaba el combustible más eficaz para la destrucción: un trago de tequila y otro de whisky en un bucle eterno.

Tras la convalecencia y la parálisis, como si el accidente fuese una epifanía, Wyatt se convirtió en otra persona. Estremece escucharle resumir la mutación: “¡bang! y a otra cosa”. De no ser por la flojera física provocada por la curda, hubiese muerto.

Desde 1974, siempre de la mano de su mujer, la pintora Alfreda Benge, ejerce de artesano ensimismado. Es capaz de licuar el jazz o achicharrar el pop. Han llamado a su música ‘jazz confesional’ y ‘folk visionario’, pero ambas expresiones son puro lenguaje. La palabra genial, tantas veces utilizada como gratuita etiqueta, tiene con Wyatt la calidad seminal de adjetivo calificativo.

Con él no son válidos los estándares ni los caprichos: cantó baladas obreristas durante el señorío deleznable de Margaret Thatcher y ahora se avergüenza de ser inglés y cantar en el idioma que se ha convertido en “el latín” de los rituales del fracaso social y la explotación. Gracias a Wyatt muchos esnobs saben de la existencia de Pablo Milanés, Víctor Jara y Violeta Parra. Hasta la caída del Muro de Berlín militó en el Partido Comunista. Los marxistas, dice, le enseñaron a leer mientras otros aprendían como robar a sus semejantes.

Algunos de los discos de Robert Wyatt

Algunos de los discos de Robert Wyatt

Rock Bottom (1974), Ruth Is Stranger Than Richard (1975), Nothing Can Stop Us (1981), Old Rottenhat (1985), Dondeestán (1991),  Shleep (1997), Cuckooland (2003), Comicopera (2007)… No son discos, son moralidad. Es música testamentaria de un hombre, no por casualidad educado en el marxismo, que, además de la melancolía y el alcoholismo, tiene un gran enemigo: «Gran parte de mi problema es decir siempre la verdad».

La discografía de Wyatt desde la silla de ruedas es la que elegiría salvar en caso de incendio, la que regalaría a mis hijos como única herencia, la que desearía escuchar en mi lecho de muerte, la que emplearía como arma de ataque antes de una noche de furor sexual, la que me acerca a los bosques donde cada rama es sagrada, la que me convence de que ha valido la pena estar aquí sin rendirse, la que remitiría como arte postal a todos los desgraciados, la fuente de la eterna juventud, la única declaración política necesaria —la que siempre sostuvo que sí, claro que sí, podemos, siempre que antes dinamiten los cuarteles del poder—, el tratado más lúdico sobre qué y cómo sentimos los deprimidos, la deseperanza que sostiene la ilusión, la certidumbre de que Víctor Jara y Duke Ellington beben del mismo manantial…

Robert Wyatt lo deja. Me desangro en la evidencia: no es este un tipejo que juegue a la rentabilidad del me-voy-pero-regreso. Sólo me consuela pensar que nunca le veré como a otros —por ahí anda Leonard Cohen en un grotesco kickstarter non stop—. Sé que tuve y tengo a Wyatt y que, cómo él mismo dice:

Lo mejor es dejar el escenario cinco minutos antes, nunca cinco minutos después.

Entiendo que las secuelas de las más agradables heridas no han de ser presenciales —como prueba les dejo una ristra de vídeos de Wyatt— pero no puedo evitar la orfandad: me despojan de mi último ángel guardián.

Ánxel Grove

 

Jane Bown, 65 años haciendo inmensos retratos, sin estruendo y para el mismo diario

Jane Bown - Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Se llama Jane Bown, pero no tiene tarjetas de identidad con su filiación, teléfono, cuenta de correo y demás vanidades —tampoco tiene web personal, ni un perfil de Twitter o Facebook—. Es fotógrafa, quizá la mejor del Reino Unido, pero la calificación le parece cosa de engreídos. Incluso ser llamada «fotógrafa», opina, es una desmesura. Tiene un lema que no sólo debe aplicarse a las fotos, sino también a la vida: «Se trata de callar, de permanecer en silencio».

Radical —nunca ha usado el color, jamás se ha visto tentada por las cámaras digitales (le basta desde hace 40 años la vieja Olympus OM-1)—, sin el glamour o la altanería que otros retratistas más jóvenes y con menos mañas esgrimen como dones de elegidos, sencilla y silenciosa, Bown ha trabajado 65 años para el mismo medio, The Observer, el dominical de The Guardian. Ahora tiene 89 y sigue en ello. Nunca ha pensado en el retiro.

Quienes la conocen la recuerdan en la agitada normalidad de la redacción esperando con la humildad de cualquier subordinado que el redactor jefe le asignase el trabajo del día. Nunca se negó a ninguno. Todos los afrontó con el mismo entusiamo.

Nacida en la clase baja de Dorset, dejada por los padres en manos de unos familiares de la madre soltera que podían alimentar a la cría, aficionada a la fotografía desde la preadolescencia, sólo pudo comprar una cámara decente con el préstamo que le hizo una de sus tías. No necesitó adiestramiento: por instinto y sensibilidad sabe que cada retrato ha de ser esencial, restando antes que sumando, esperando la chispa de la comunicación y la desnudez integral del alma del modelo.

Ante la lente de Bown han estado todos los notables. En este caso la frase no es un formulismo: la Reina Isabel —su alteza le encargó por decisión personal la foto oficial de su 80º cumpleaños—, Orson Welles, Samuel Beckett (el tipo esquivo hasta la paranoia de quien logró el milagro de captar la mirada más aguda del siglo XX), P. J. Harvey, John Lennon, Truman Capote, Björk, Henri Cartier-Bresson, Nelson Mandela, Margaret Thatcher… Es inútil proseguir con el listado. Este párrafo se iniciaba acudiendo a la palabra todos. Ese todos abraza lo infinito.

Acaban de estrenar un documental sobre la vida y la obra inmensa de Bown —una de las fotógrafas más olvidadas cuando se redactan listas, rankings y otras bastardías clasificatorias que necesitamos para no sé qué—. El título podría adivinarse sin esfuerzo, Looking for Light (Buscando la luz). El metraje incluye recuerdos de una difícil infancia, la extraordinaria relación simbiótica con The Observer y muchos testimonios de agradecimiento de los retratados (la siempre fotogénica Björk asegura que nunca la habían fotografiado bien hasta que conoció a Bown).

La más sopresiva, pero no chocante revelación del documental, codirigido por Luke Dodd y Michael Whyte, es saber, por primera vez, que Bown llevó durante décadas dos existencias paralelas: durante cinco días a la semana era la Señora Moss y vivía con su esposo y tres hijos en una casa de campo, en cuyos alrededores ningún vecino sabía que aquella mujer bajita y seriota era la fotógrafa más famosa del Reino Unido. Los otros dos días bajaba a Londres, entraba en The Observer y esperaba los encargos para la edición del domingo.

Quienes la han visto trabajar —todavía lo hace, aunque cada vez le cuesta más sobrellevar la carga de los casi 90 años— dicen que se mueve sin estruendo y con rapidez pasmosa. Su sesión ideal de retratos dura diez minutos porque entiende que le bastan para conectarse con el retratado, sea John Lennon o la Reina de Inglaterra. Mientras aprieta el disparador de la Olympus OM-1 no pronuncia una palabra, no da indicación alguna. «Los fotógrafos», dice una de las mejores retratistas de los últimos 65 años, «nunca deben ser vistos ni escuchados».

Ánxel Grove

Björk, de lo moderno a la modernez

Björk en una toma alternativa de la portada de 'Debut'

Björk en una toma alternativa de la portada de 'Debut'

Debut (1993), Post (1995), Homogenic (1997) y Vespertine (2001). Sólo por esos discos Björk merece no ser abofeteada por lo que está haciendo ahora. Los cuatro trabajos rebosan personalidad, experiencia, renovación y talento. Condensan la compleja estructura creativa de la islandesa y a la vez suenan sencillos y frescos.

El último disco de esta lista –Vespertine– es una declaración de amor a Matthew Barney, un artista conceptual del que la cantante se prendó. Es extenuante como un amor obsesivo, sincero en la felicidad y en el dolor de haber encontrado algo que parece eterno. Siguen juntos y han tenido una hija: Isadora, nacida en 2002. La vida de la pareja es doméstica, estable y silenciosa.

Después de Vespertine, Björk parece haber creído que es algo más que una artista pop. Empezó sus devaneos con la modernez (que no lo moderno) y la experimentación artificiosa con Medúlla (2004), un disco flojo en la sobreabundancia de técnica. La cosa sólo empeoró con Volta (2007).

Björk en la gira de 'Vespertine', con un vestido diseñado por Alexander McQueen

Björk en la gira de 'Vespertine', con un vestido diseñado por Alexander McQueen

En septiembre volverá con Biophilia, un proyecto que parece agrandar las ínfulas imparables de alguien que rebosa talento, pero se ha perdido en el camino. Para presentar el disco Björk iniciará un tour con montones de músicos, cacharrería retrofuturista, un coro de 24 mujeres islandesas… De momento ya ha inaugurado su show el 30 de junio en el Festival Internacional de Manchester.

Björk Gudmundsdóttir es todo lo extraña que quieres que sea. Una artista en el sentido más puro de la palabra, una persona capaz de crear un mundo propio, una visión personal de la realidad, con su obra. Su talento musical no es sólo fruto de un don, sino del trabajo insaciable de alguien que nunca ha abandonado lo que se ha propuesto.

Su regreso, aunque sea de fuegos de artificio, es una buena razón para dedicar un Cotilleando a… a uno de los símbolos nacionales de Islandia:

1. Desde la niñez hasta la adolescencia estudió en una escuela de música, después formó parte de varios grupos punk (ninguno de ellos duró demasiado) y fue cantante de los Sugarcubes, un grupo pop islandés que alcanzó gran popularidad en Reino Unido a finales de los años ochenta.

2. Cuando la banda se disolvió en 1992, Björk estaba decidida a lanzarse, a grabar unas canciones que le ardían por dentro y buscaban desesperadas una salida.

Presentando en Manchester su próximo disco, 'Biophilia'

Presentando en Manchester su próximo disco, 'Biophilia'

Publicó Debut, un disco que no es ni mucho menos un estreno como artista, pero sí el estreno de una vida artística. Fue disco de platino en Reino Unido y EE.UU. Lanzó cuatro singles: Human Behaviour, Venus As A Boy, Big Time Sensuality y Violently Happy. Compuso todas las letras de las canciones a partir de textos que pasó 10 años escribiendo en un diario.

3. Nació el 21 de noviembre de 1965 en Reikiavik, la capital de Islandia. Sus padres se casaron en la adolescencia y se separaron cuando ella tenía tres años. La madre, Hildur, siempre fue una activista hippie. Su padre, práctico y conservador, preside el sindicato de los trabajadores de la electricidad de Islandia.

4. En preescolar, le gustaba más ayudar a los cuidadores y profesores que jugar con sus compañeros.

Los Sugarcubes

Los Sugarcubes

5. Dio a luz a su hijo Sindri a los 19 años. El padre es Thor Eldon, guitarrista de los Sugarcubes. Se divorciaron tras un año de matrimonio.

6. Su primera atuación musical fue en un show escolar a los ocho años. Interpretó I love to love, un hit de la cantante de música disco Tina Charles.

La retrasmitieron por la radio: fue la antesala de Björk (1977), un album de canciones infantiles, versiones pop y un tema compuesto a medias con su padrastro. La niña se hizo bastante popular en Islandia.

7. Grabó una canción con el guitarrista flamenco Raimundo Amador. So broken se editó como single de regaló sólo con la primera edición española de Homogenic.

8. En 1996 Ricardo López, un estadounidense de 21 años que vivía en Miami grabó durante 18 horas un diario en el que confeccionaba un paquete dirigido a la vivienda de Björk en Londres. Contenía ácido con la intención de desfigurar el rostro de la cantante.

Björk de niña

Björk de niña

López estaba furioso porque ella mantenía una relación sentimental «interracial» con el músico negro Goldie. Al final de la grabación, Ricardo López se suicida mientras suena I miss you.

La policía de Florida, cuando encontró el cadaver descompuesto y se enteró del envío, avisó a las autoridades inglesas y el paquete nunca alcanzó su objetivo.

9. La voz de Björk cubre tres octavas. Técnicamente es una soprano, aunque la persona que se encarga de entrenar su voz la clasifica como una «robusto soprano», es decir, que tiene un timbre de soprano, pero puede hacer que los sonidos resuenen en el pecho

10. En el año 2000 björk protagonizó Bailar en la Oscuridad, un drama dirigido por el danés Lars Von Trier. Los conflictos entre ambos egos fueron constantes y ella terminó diciendo que no volvería a hacer una película. La artista  resume en una frase la experiencia: «Fue como si Napoleón intentara dirigir a Pipi Calzaslargas».

Helena Celdrán