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Earl Scruggs, la muerte de un músico que hablaba con los dedos

Los músicos de country and western, bluegrass y otros géneros nacidos según el implacable calendario de las cosechas del maíz y el trigo suelen ser, con algunas excepciones indignas, gente de poco verbo y convencidos de la escasa exactitud de las palabras: prefieren omitirlas y dejar que hablen las manos o murmuren los dedos.

Me gusta el linaje que señalan con su elegante y mansa actitud, tan distinta a la jactancia de los músicos de rock de cuellos estirados que se autoproclaman cónsules filosóficos o archiduques de la bonhomía por dos razones coyunturales, no renovables y bastante miserables cuando se utilizan con modales de limpieza generacional: la juventud y la belleza.

Acaba de morirse un hombre que nunca tuvo la necesidad de pronunciar una palabra o, si la tuvo, fue para dar las gracias por los dones del pueblo llano, el calor de la buena leña de encina o las elipses que trazan las faldas de las muchachas cuando bailan una polka. Earl Scruggs tenía 88 años y tocaba el banjo. Creo que no es imprescindible anotar que lo tocaba como nadie lo ha tocado nunca y como nadie lo tocará jamás, sino dejar constancia de que cualquier ser humano sobre la faz de la Tierra es capaz de entender el lenguaje de Scruggs.

Los Foggy Mountain Boys: Earl Scruggs (derecha) y Lester Flatt.

Los Foggy Mountain Boys: Earl Scruggs (derecha) y Lester Flatt.

La naturalidad con que manejaba el banjo acasó esté relacionada con la larga convivencia con el instrumento, que practicó desde que era un niño de cuatro años (justo la edad que tenía cuando murió su padre, un granjero que también tocaba el banjo y, lo cual no me parece una casualidad, tenía una pequeña librería) en las sosegadas colinas del Condado de Cleveland, en Carolina del Norte (EE UU).

La belleza y el fluido natural de las maneras de Scruggs como músico -llamarle virtuoso sería colocarle a la altura de los repelentes ejecutantes de música clásica de la muy abundante variante clasista, aquella que nace, se desarrolla y muere pensando en la partitura y el chaqué- sólo pueden entenderse como un milagro.

Dicen quienes conocen de fundamentos técnicos que Scruggs desarrolló un modo de tocar -basado en el empleo de tres dedos en vez de dos y una digitalización muy rápida- que sacudió al banjo de su condición de acompañante rítmico y logró elevarlo a la categoría de instrumento solista.

Perfeccionó el estilo acompañando en la segunda mitad de los años cuarenta al padre del bluegrass, Bill Monroe (1911-1996), un compositor y cantante sin cuya épica de la soledad y el fracaso sería imposible entender a Elvis Presley. También era un usurero que explotaba a sus músicos. Scruggs y el guitarrista Lester Flatt se cansaron de la tiranía y en 1948 montaron por su cuenta el grupo The Foggy Mountain Boys, bautizados en honor -y el homenaje tiene la consistencia de una declaración política– a los valles sombríos donde crecieron y cantaron los autores de las canciones que cantan en el cielo, The Carter Family.

Amarrado al banjo y famoso como solamente pueden serlo quienes son referencia de bondad, Scruggs nunca se escondió en las catacumbas de la fama. En octubre de 1969 fue el primer músico de country en tomar postura en contra de la Guerra del Vietnam, tocando en una manifestación masiva en Washington. Durante los años de la revuelta hippie reinterpretó canciones de Bob Dylan con Joan Baez, hizo giras para público peludo como telonero de Steppenwolf (los de Born To Be Wild y The Pusher), se mezcló con The Byrds.

Es justo pensar que Scruggs era el único hombre con corbata de aquellas jam sessions en las que se encontraban la música de los abuelos y la de los hijos. También el único que sabía montar a caballo, acunar a un nieto y manejar con propiedad una navaja de monte.

En 1994 participó en un disco de ayuda a la organización  Red Hot, dedicada al apoyo a los enfermo de sida. En 2001 editaron Earl Scruggs and Friends, donde rinden homenaje al reinventor del banjo una tropa de deudores (John Fogerty, Elton John, Sting, Johnny Cash, Don Henley, Billy Bob Thornton…).

Scruggs murió el miércoles de la semana pasada en un hospital de la única ciudad posible para un músico de bluegrass, Nashville. Me permito sospechar que su mayor orgullo no estaba relacionado con la música que nos entregó desde que era un niño campesino, hace más de ocho décadas, sino con las sonrisas y los juegos bulliciosos de sus cinco nietos y cinco bisnietos.

Ánxel Grove

John Fahey: el guitarrista-alien

Hace unos días, escribiendo una pieza sobre los cuarenta años de Layla, la canción de Derek and the Dominos, recordé una cita de Louis Amstrong:

Hay que amar para poder tocar.

No albergo ninguna duda: los intépretes de Layla amaban. Algunos (Eric Clapton), a la mujer de un amigo; otros (Duane Allman), al recuerdo de un magnolio en el jardín de los abuelos. Todos, al cálido abrazo de la heroína.

Hay tantos avatares del amor como espejos, ríos o delirios.

Recordé otra versión de Layla. La de John Fahey.

Hay que ser muy valiente o muy temerario para intentar revivir una canción tan encerrada como un tesoro en un museo nacional. A nadie le prestan la llave, la combinación dorada, para abrir algunas celdas.

Fahey reunía las condiciones: tenía la destreza de los aventureros y estaba como una cabra. Era un alien.

John Fahey (1939-2001)

John Fahey (1939-2001)

Vean la foto: un scholar estadounidense. Vernáculo, aseado, con varios carnets de bibliotecas en la chaqueta de mezclilla.

Nativo de Washington pero criado en Takoma-Maryland (1939), fue un niño infeliz blanco. La tristeza nunca dejó de ser su único regazo. El vientre de algunos es una fuente sucia.

Una noche de 1954 escuchó en la radio a Bill Monroe, uno de los padres del bluegrass. Un señor con traje y sombrero, pero con la piel de serpiente y las manos de río de los vecinos de Appalachia.

Años más tarde Fahey describiría el impacto de la pedrada de Monroe en un libro que deberían almacenar en la sección de poesía, How Bluegrass Music Destroyed My Life (Cómo la música bluegrass destruyó mi vida):

No había escuchado nunca bluegrass.
Yo era una niño querido. Tenía amigos. Uno más en la pandilla.
Estábamos juntos todo el día. Nos separaban para asuntos artificiales como la escuela.
Esa clase de asuntos.
Estábamos terriblemente solos. Éramos excesivamente sociales. Éramos agresivamente sociales.
Compulsivamente sociales.
Sí.
No podíamos luchar contra eso.
Divorcios. Sobre todo, divorcios.
Algunos de nuestros padres eran criminales. A veces los encerraban y no los veíamos durante una temporada.
No teníamos a nadie para aconsejarnos. Para entendernos. Para compadecernos. Para
AYUDARNOS.
Algunos de nuestros padres estaban enfermos o en el paro. Esa clase de asuntos.
Pero sobre todo divorcios.
(…)
Y aquella noche escuché a Bill Monroe.
¡Dios!
No estás a salvo en ninguna parte.
No del bluegrass.
No.
Era un sonido horrible, enloquecido. Me volví loco, perdí la chaveta. Era lo más repugnante que había escuchado nunca. Era un ataque terrorista revolucionario a mi sistema nervioso a través de la estética.
Era más negro que el disco más negro que había escuchado.
Me mutiló. Me tiró del sofá. Tenía la boca abierta y los ojos expandidos. Me encontré a mí mismo.
Nada fue lo mismo desde entonces.
He enloquecido.

"Blind Joe Death" (1964)

"Blind Joe Death" (1964)

En 1959, a los 20 añitos, Fahey había grabado el primero de sus varias docenas de discos.

Firmó con un seudónimo que secundaríamos todos los melancólicos: Blind Joe Death (Joe Muerte, el Ciego). Sólo prensaron 95 copias. Él en persona vendía ejemplares en mano a los automovilistas que repostaban en la gasolinera donde trabajaba. Nada mejor que el olor a nafta para saber que debes largarte de aquí.

Al tiempo, escribió una tesis universitaria sobre Charley Patton, a quien todavía entonces nadie otorgaba el reconocimiento de fuente sucia de la que emergió toda la música.

Porque nada más que una guitarra y diez dedos separan a algunos hombres de su destino, grabó discos instrumentales en la majestuosa clandestinidad de quienes aman.

Fahey ejerció muchos y variopintos idilios: con villancicos, material funerario, polkas matrimoniales, cantos de montañeses tristes como lobos, elegías de divorcios y bautizos…

Actuaba en universidades, centros culturales, pequeños tugurios de humo y público con anteojos. Los hippies ni siquiera le hacían caso: estaban demasiado ocupados en balancear el sari.

Según la calidad y la cantidad del alcohol consumido, los conciertos eran desastrosos o actos de fe.

"The Dance of Death and Other Plantation Favourites" (1964)

"The Dance of Death and Other Plantation Favourites" (1964)

Desde los coches de quienes le recogían en autoestop lanzaba viejos discos desde los puentes. No necesitaba escuchar nada más y había decidido que la mejor patria para la música es un río.

Desde mediados de la década de los setenta y durante unos veinte años, Fahey malvivió, vendiendo poco a poco su colección de acetatos clásicos, ejemplares casi únicos de blues y bluegrass a 78 rpm, para poder comprar una botella más.

El último acto de expiación fue la entrega a la usura de las casas de empeño de su guitarra, la mejor acústica steel de la historia.

Sufría el virus de la fatiga crónica (Epstein-Barr, según la nomenclatura médica) y diabetes y, en 1991, fue operado de un bypass. Vivía en un motel. Había perdido el virtuosismo de sus diez dedos.

"The Voice of the Turtle" (1968)

"The Voice of the Turtle" (1968)

Regresó en los años noventa. Lo redescubrieron los post-punks, tan locos como él. Jim O’Rourke -el guitarrista y productor que ha trabajado con Sonic Youth, Wilco, Joanna Newsom y tantos otros- le promocionó con desinterés y simpatía. No podía entender como Fahey sufría el abandono mientras tanto mediocre era elevado a los altares.

El renacimiento impulsó un final más o menos feliz. Fahey volvió a dar conciertos, fundó en 1996 la discográfica Revenant e hizo discos tan memorables como Red Cross (2001), donde toca la guitarra eléctrica, juega a la disonancia, cruza el blues del sur con las ragas indias, improvisa a partir de líneas de Bela Bartok, toca con el instrumento desafinado y encuentra la música en el espacio abierto.

"Red Cross" (2001)

"Red Cross" (2001)

En febrero de ese año, unos días antes de cumplir 62, murió en un hospital tras una operación a corazón abierto.

Muy poco conocido en España -por eso le busco refugio en la sección Top Secret-, Fahey supo amar para tocar. Amó hasta la demencia.

Hay muchas e inmediatas posibilidades de escucharle y verle. Dejo unos cuantos vínculos de vídeos para los curiosos:

On the Sunny Side of the Ocean | Wine and Roses | Poor Boy | Dance of the Invisible Inhabitants of Bladensburg | In Christh There Is No East and West | Candy Man | How Green Was My Valley | Lion | Summertime

En una de sus escasas visitas a Europa, dos años antes de morir, Fahey estaba anunciado para tocar en el estirado Queen Elizabeth Hall del Southbank Center de Londres. Había mucha gente con anteojos en el público.

Fahey recordó una canción de Bill Monroe en 1954 y un río en el que se hundían discos en 1968.

Afinó, sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, se sonó los mocos, interpretó un tema y dió por terminada la actuación diciendo:

– Creo que es hora de volver a casa.

De eso se trata. Esa clase de asuntos.

Ánxel Grove