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Visualiza a cien millones de grandes barcos ocupando océanos y mares

Cada año surcan los mares del mundo en todas direcciones y según datos oficiales más de cien millones de contenedores normalizados, cada uno cargado con unos 21.600 kilos. Son las caravanas flotantes del comercio planetario. La cantidad de mercancía trasladada de un lugar a otro anualmente es demasiado grande para imaginarla con facilidad: equivale al peso de 5.837 rascacielos como el Empire State. Al puerto holandés de Róterdam llegan 25.000 contenedores cada día. Los responsables del recinto, que pasa por ser el más sofisticado del mundo en materia de inspección, no tienen reparo en admitir que sólo pueden revisar, y no siempre con detalle, mil de los contenedores, menos del cinco por ciento. El resto simplemente entra.

“Un barco portacontenedores puede llevar armas, cigarrillos, las últimas novedades de DVD pirateados, drogas, medicinas ilegales, tecnología, tomates…, cualquier mercancía, desde lo seriamente ilegal hasta lo meramente mundano”, dice Carolyn Nordstrom, profesora de la Universidad de Norte Dame (EE UU) y autora de Global Outlaws (Bandoleros globales), un acercamiento antropológico a la inevitable porosidad de un mundo en el que “resulta imposible hacer negocios sin hacerlos ilegalmente”, porque “lo familiar se ha globalizado y el delito también” y en cualquier lugar hay alguien dispuesto a hacer la vista gorda o sacar tajada. “Lo legal, lo ilegal y lo cotidiano se han cruzado. La gente confía en la economía informal más que en la formal”.

Los dos párrafos anteriores pertenecen al reportaje Crimen, sociedad anónima, que escribí para El Mensual de 20 minutos en octubre de 2015. Recuerdo que las opiniones de la profesora Nordstrom sobre la porosidad del mundo globalizado y neoliberal, además de ponerme los pelos de punta, me hicieron concebir los océanos, mares, lagos, ríos y canales de la Tierra como un espacio sin ley surcado por barcos mercantes cargados de mercancias tan inocuas como alimentos, hasta seres humanos esclavizados.

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El italiano de 83 años que fabrica barcos alados


A los 83 años sigue cultivando la ilusión de ver volar a las frágiles y hermosas naves que invaden su despacho. Pesan entre 20 y 50 gramos, están hechas con finas piezas de madera de balsa (la más ligera que se conoce) y papel ultrafino y efectúan un elegante vuelo con gomas elásticas especialmente encargadas a Japón.

Luigi Prina (Milán, 1930), arquitecto desde hace 56 años, siempre fue un apasionado de la literatura y de la aeronáutica. En una entrevista cuenta que cuando tenía 16 años ganó un premio nacional de aeromodelismo y que cuando fue a recoger el trofeo le preguntaron por qué no había ido su padre a buscarlo, pensando que la refinada obra era producto del esfuerzo de un adulto. Cuando contestó que él era el ganador, los organizadores se sintieron molestos por haber premiado a un adolescente.

Luigi Prina - © 2013 Gianluca Giannone

Luigi Prina – © 2013 Gianluca Giannone

Sus embarcaciones voladoras tienen un halo de invento renacentista y la mayoría están relacionadas con un mito o una imagen literaria. Prina se ha inspirado en Argo —la nave de Jasón y los Argonautas—, la nave con la que Ulises consigue llegar a Ítaca, la embarcación en la que el héroe troyano Eneas efectúa sus largos viajes, los experimentos aeronáuticos iniciados por Leonardo da Vinci, la siniestra leyenda del holandés errante…

No fue hasta hace 20 años cuando fabricó su primer barco alado. De galeones a veleros y barquichuelas de pescadores, desde entonces ha hecho 200. La inspiración le llegó en una de sus conversaciones con el pintor y poeta veneciano Eugenio Tomiolo (1911-2003), aficionado a la construcción de pequeñas embarcaciones.

Prina apostó con él a que conseguiría hacer volar las réplicas y creó un primer modelo. El vuelo inaugural fue en el estudio de Tomiolo, que había pintado un cielo azul con nubes en el techo. «Cuando lo vi algunos años después, lo primero que me dijo fue ‘¿Sabes que esas nubes se movían?’, dice en una corta pero hermosa entrevista en vídeo grabada por el fotógrafo italiano Gianluca Giannone para la página web Blinking City.

Helena Celdrán