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‘El Beso de la Muerte’, una escultura funeraria siniestra, cálida y terrible

Es una escultura terrible, macabra, sensual. Una calavera que subyuga con su beso a un joven. Se encuentra en el cementerio de Poble Nou de Barcelona, el más antiguo de la ciudad. No está claro quién fue su autor. Quién esculpió a esta Muerte alada. La calavera toma la mejilla, la cabeza caída, sometida al rictus final de la entrega. Asistimos a un rapto amatorio. Cadáver, ángel oscuro, abrazo.

Les presento al verdadero novio de la Muerte

 

El Beso de la Muerte. Cementerio de Poble Nou. Enfo. Wikimedia Commons.

El Beso de la Muerte. Cementerio de Poble Nou. Enfo. Wikimedia Commons.

Las garras sujetan la musculatura hundida, evitan que se desplome el cuerpo aún caliente de una persona que no ha cumplido la treintena. Y todo acompañado por un poema, los versos que inspiraron esta estatua de mármol.

Más su joven corazón no puede más;
en sus venas la sangre se detiene y se hiela
y el ánimo perdido con la fe se abraza
sintiéndose caer al beso de la muerte
El poema es de Jacint Verdaguer, sacerdote y poeta catalán, maestro de los Juegos Florales. La familia Llaudet escogió en 1930 estas palabras para sellar la tumba que sepultó sus corazones. Hoy es la escultura más reconocida de este cementerio. Dicen que inspiró a Ingmar Bergman en su obra maestra El Séptimo Sello (solo dicen, forma parte de su misterio, que está lleno de habladurías y mitos…)

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Joan Brossa sigue vivo

El museo MACBA de Barcelona acaba de presentar la exposición Poesia Brossa, «una revisión de la obra completa de Joan Brossa, a partir de la oralidad, el carácter performativo y la antipoesía, que reúne 800 obras». Poemas visuales, nuevo lenguaje que el artista catalán creyó del presente, o del futuro, que suma acciones de performance, imágenes y objetos.

POESIA BROSSA Dates / Fechas / Dates: 21/09/2017 - 25/02/2018 Vista de l'exposició / Vista de la exposición / Exhibition views Foto: Miquel Coll

POESIA BROSSA. Fechas: 21/09/2017 – 25/02/2018. Vista de la exposición. © Foto: Miquel Coll

Brossa (19191998) es entendido como un poeta total. Amante de la experimentación y la fusión de los lenguajes. La ironía, la crítica, la denuncia, la asociación, la descontextualización y el rechazo a diferenciar palabra y objeto, hizo que deformara, transformara los objetos en mundos, la nada en un sueño. Para él, amante del lenguaje en su sentido absoluto, no existían las barreras entre los géneros.

Brossa sabía que el objeto más vulgar tiene la magia animista de un expresión contundente: un secreto oculto en una cerilla, un saltamontes que ejerce de poema urbano, un arte pobre cargado de significado y simbolismo.

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La artista japonesa que encontró en Barcelona a su pareja artística

'Sanpo' - Mina Hamada - Foto: cargocollective.com/minahamada

‘Sanpo’ – Mina Hamada – Foto: cargocollective.com/minahamada

Es probable que, al contemplar los acrílicos de Mina Hamada, también quieras tocarlos. Las figuras son abstractas pero bien definidas, evocan un objeto conocido y a la vez son deliciosamente extrañas. Producen una sensación parecida a la de vaciar sobre la mesa una bolsa de gominolas y disfrutar de la combinación de formas y colores antes de comerlas.

Harunohi, Selva De Mar, Spin, Hora Del Té, Natural conversation… Los títulos en japonés, castellano e inglés descubren a una artista que maneja sensibilidades muy variadas. Nació en Luisiana (EE UU), creció en Tokio —donde estudió Bellas Artes y Diseño— y desde el año 2009 vive en Barcelona.

El texto que en su página web describe su trabajo, menciona la «combinación de occidente y oriente», el «inconsciente», la «improvisación» y el «autoanálisis poético» como herramientas para examinar la propia identidad.

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Adiós Zaha, qué pena que no siguieras con el origami

Zaha Hadid (1950-2016) - Foto: Zaha Hadid Architects

Zaha Hadid (1950-2016) – Foto: Zaha Hadid Architects

Dicen que siendo una niña era capaz de moldear en papel cualquier pedazo de mundo, cualquier asomo de sueño, cualquier ficción imaginaria. Era un vislumbre de lo que sería su arquitectura: una corriente de flujos, un imprevisto caos… Zaha Hadid, muerta el 31 de marzo a los 65 años de un ataque al corazón, vivió convencida de que aquellos diseños de origami eran posibles como construcciones, edificables.

Los obituarios destacaron, sobre todo, que era un mujer capaz de brillar —hacerse millonaria también— en un gremio de hombres y, al mismo tiempo que ensalzaron la condición femenina, ocultaron otras certezas que no son menos relevantes.

Hija de una familia con la vida resuelta gracias a la sólida fortuna del padre, que pagaba los viajes bimensuales a Europa, la educación suiza, el tren de vida de la alta burguesía de los últimos musulmames cosmopolitas de la hoy destartalada Bagdad, Hadid trabajó sin pestañear para dictadores —ganó el concurso del magno Salón de Convenciones del Pueblo que Gadafi quería levantar en Trípoli (la primavera árabe paró el proyecto) e hizo el Heydar Aliyev Center en Azerbaiyán, bautizado en honor al estalinista gobernante del país durante 30 años en una dictadura del culto a la personalidad que parece medieval— y colaboró en la consodilación del neocapitalismo policéntrico —en Moscú, centro de altas y sospechosas finanzas, construyó el moderno complejo de oficinas Dominion Tower, cuyo nombre elimina la necesidad de críticas—…

Su tienda virtual está poblada de objetos de cariz pornográfico en este tiempo de pobreza e injusticia: un juego de ajedrez de cristal con un PVP de más de 6.000 euros, joyas de quilates con probabilidad manchados de sangre africana, mobiliario para residencias de criminales de postín y otros productos que no merecen salir de las manos de alguien que se considere creador.

Entre los casi mil proyectos de arquitectura que desarrolló desde su estudio no hay uno solo que merezca el adjetivo, ni siquiera secundario, de social. La mujer en la que se convirtió la niña que se negaba a poner límites a las formas, solamente practicaba el origami con billetes de mil dólares.

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¿Qué ves en el marco vacío de un Vermeer robado?

"The Concert" - Vermeer, 1658-1660. Foto: FBI

«The Concert» – Vermeer, 1658-1660. Foto: FBI

El 18 de marzo de 1990, seis lienzos de Rembrandt, Manet, Flinck y Vermeer, cinco dibujos de Degas, un florero y un águila napoleónica fueron sustraídos del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston por un par de ladrones que aprovecharon la beoda tranquilidad de la festividad de San Patricio y actuaron a cara cubierta pero a plena luz del día.

El golpe es llamado el mayor robo de arte de la historia: los cuadros tienen un valor incalculable desde el punto de vista artístico pero las empresas aseguradoras, que a todo saben poner precio, los tasan en 500 millones de dólares.

El FBI sigue preguntando al mundo si alguien ha visto los óleos y ofrece, en nombre del museo, una recompensa de cinco millones de dólares por cualquier pista que conduzca a la recuperación de las piezas.

Un cuarto de siglo después del robo no hay pistas sobre los cuadros robados, algunos de ellos tan notables —los ladrones sabían lo que se hacían— como El concierto, uno de los apenas entre 34 y 36 que quedan en el mundo de los pintados por Johannes Vermeer.

Desde el robo el museo mantiene los marcos vacíos como recuerdo mudo de las obras, todas compradas en su momento por la multimillonaria, musa de artistas, filántropa y descendiente en línea directa de un rey celta Isabella Stewart Gardner (1840–1924).

La fotógrafa francesa Sophie Calle (1953) a quien gusta jugar con el cruce de historia, imágenes y ficciones posibles usó el tema para la serie ¿Qué veis?: pidió a los conservadores, vigilantes y otros empleados del museo que posaran ante los marcos vacíos y describieran los objetos desaparecidos.

La serie forma parte de la exposición de Calle Modus Vivendi, que está en cartel hasta el 7 de junio en el Centro de Imagen La Virreina del Ayuntamiento de Barcelona.

"¿Que veis? El concierto. Vermeer" © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

«¿Que veis? El concierto. Vermeer» © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

Como todas las de esta artista polémica y difícil de clasificar, las fotos de Calle no son nada del otro mundo si se analizan o sienten como meras representaciones gráficas trasladas a un papel. Son incluso vulgares. Lo interesante de la protofotógrafa —acostumbrada al comportamiento extremo: seguir a desconocidos y entrar ilegalmente en sus casas para retratar el espacio que habitan, narrar su propia ruptura sentimental a través de textos de otras personas, preguntar a ciegos cómo imaginan el mundo…— está siempre en la confluencia, en la combinación.

Ante el marco que ocupaba el Vermeer, esta joven de la que sólo vemos la melena rubia y la camisita a juego piensa, según nos transmite la fotógrafa en un cartelón colocado al lado de la imagen, sobre el Vermeer robado, lo reconstruye desde la ausencia:

En el marco vacío contemplo una mujer profundamente concentrada que toca el clavecín. Una cantante, a punto de emitir una nota, está frente a ella. Oigo la música. • Veo un viejo marco de madera sin nada dentro y detrás, un fondo marrón, un paño de terciopelo. Es todo. No hay razón alguna para que el marco esté colgado ahí. ¿Qué se supone que tengo que ver? Ese espacio vacío representa el espacio, solo espacio. • La pintura surge, más fuerte que su ausencia. Veo mejor el cuadro en el terciopelo que en la reproducción. Veo músicos: se observa un cuadro silencioso, pero se pueden oír. Una mujer toca el clavecín. Un laudista nos da la espalda. Junto a él, tangible, una mujer canta. La veo sobre todo a ella en mis sueños. Estoy tan apegada a ella que debería ser capaz de saber dónde está. • No hay mucho que ver. Un marco colgado sobre una tela marrón. Por lo visto, es un espacio solemne. Ligeramente acusador. • Veo colores. A la izquierda, la manga amarilla de la mujer, la forma trapezoide del respaldo de la silla, roja, y ese azul… Veo la suntuosa chaqueta de la cantante y un primer plano confuso, la alfombra oriental colocada sobre una mesa. Tres colores que, de alguna manera, danzan sobre la tela. Rojo, amarillo, azul: es Mondrian. • Tengo visiones de lo que se supone que está allí. Veo ‘El concierto’. Durante las visitas guiadas, lo muestro: «Aquí tenéis ‘El concierto». Pero no hay nada. Solo un espacio enmarcado que representa mi frustración. • Veo una especie de tapicería oscura un tanto siniestra. Me invita a poner lo que quiera en el marco, pero al mismo tiempo su negrura me impide imaginar algo en su interior. • Nunca he visto la obra, entonces veo las fotos tomadas en la escena del crimen. En medio de la sala, en el suelo, el marco y el cristal roto. La marca de tiza alrededor del cadáver, eso es lo que evoca ese marco. Aunque la marca no se borra nunca y tengo el cuerpo delante de los ojos todos los días. • Una imagen triste y nostálgica, texturas, matices, una luz suave que acaricia el terciopelo. Una sombra muy marcada a la derecha y, en pleno centro, horizontalmente, un rastro pálido. Veo una capa fina de polvo, sobre todo en el borde inferior derecho. El terciopelo es sobrio, sencillo, entonces me concentro en el marco, los esbozos de flores grabadas en oro, composiciones florales que parecen girasoles en los contornos. El exterior está cargado y el interior es tranquilo. Y, por una razón inexplicable, tengo la impresión de que el marco me observa. • Veo un marco que muestra una ausencia. Veo un placer negado a todos. Veo una ausencia indescriptible. Veo algo que no puedo ver. • Hoy solo veo terciopelo, pero hay mucho más que eso, por supuesto. • Como mi tarea es encontrar la obra, veo mi fracaso. Ese vacío ocupa mis pesadillas. Hay un coche y, sobre un asiento, un objeto cubierto con una bolsa de plástico. Levanto la bolsa y no es el cuadro que busco. Pero sé que un día, en plena noche, recibiré una llamada: «Vermeer ha vuelto».

"La tormenta en el mar de Galilea", Rembrandt, 1633. Foto: FBI

«La tormenta en el mar de Galilea», Rembrandt, 1633. Foto: FBI

Rembrandt van Rijn pintó la única marina de su fecunda trayectoría en 1633. La tormenta en el mar de Galilea muestra a Jesús obrando el milagro de calmar las aguas ante el descreimiento de sus discípulos, que habían desconfiado de su poder ante la borrasca y las olas que anegaban la barca y la acercaban a la zozobra. El Evangelio de Marcos cuenta el momento con matiz de guión cinematográfico:

Él, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!». El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?». Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?».

"¿Que veis? La tormenta del mar de Galilea. Rembrandt" © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

«¿Que veis? La tormenta del mar de Galilea. Rembrandt» © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

Frente al marco vacío del cuadro, otro de los sustraidos del museo de Boston por los ladrones, Calle retrata a otra mujer. Esta es su visión:

No soy una especialista en arte, pero se trata de un Rembrandt, está escrito sobre el marco. Y el Rembrandt parece una especie de papel pintado. • Veo una tapicería que no debería ver y que no estaba prevista en la exposición. Veo lo que sucede detrás del telón. Veo los bastidores y nada más que los bastidores. • Veo una inscripción en el marco, Rembrandt. Es una ausencia. Es un misterio. Es un espacio triste y vacío. La extraña yuxtaposición parece una alegoría: aquí hay un Rembrandt, pero no hay nada. El emperador está desnudo. Por el nombre, el aspecto desgastado del marco, la apariencia apagada y gris del paño que evoca un ataúd, una tumba, uno piensa en una instalación. Pero, como sé lo que sucedió, lo que veo es la historia de un robo. • Veo algo que no hubiera visto si usted no me lo hubiera mostrado. A pesar de lo sobrecargado de la sala no me había dado cuenta que la ubicación estaba desocupada. Me esperaba una ausencia visible. Es demasiado discreta en el ‘horror vacui’ del museo. • Veo ‘La tormenta en el mar de Galilea’, ahí, frente a mí. Porque la pintura pertenece a esa pared y solo a esa pared. • Veo un pedazo de tela que cuelga. Veo una luz tornasolada, pliegues, ondulaciones en el tejido. Veo las sombras que la luz crea en el tafetán. • Veo un marco que me ayuda a imaginar la imagen. Es una marina. Veo los gestos frenéticos de Cristo y de los apóstoles. Un barco sacudido por los remolinos de un mar tormentoso. Todavía tengo la ilusión de contemplar un Rembrandt. • No veo nada o, más bien, veo un marco que rodea un vacío adamascado, pero esencialmente nada. Entonces, ¿por qué está enmarcado? • Veo un marco que, con los años, se va encogiendo. Resulta difícil para mí visualizar esa espectacular pintura en su interior. Como si ya no pudiese contenerla. También veo las tiras de tela que quedaron, porque la recortaron con violencia. Tengo una reacción visceral ante el marco, porque lo que salta a la vista es esa crueldad. • Veo un marco dorado con una moldura interior que se asemeja a una gigantesca hilera de perlas. Supongo que lo colgaron para que resaltara el fondo, para destacar la tapicería. A primera vista, parece papel pintado, descolorido en la parte superior, pero cuando se examina aparece la delicadeza artística. Si lo observo como un objeto, me concentro en la seda. Ese verde salvia, un color tan hermoso, tan suntuoso y rico, que sueño con envolverme en ese paño de seda enorme y opulento. • Veo plantas, flores, distintas variedades de orquídeas. Tal vez Cymbidium amarillas. Camelias. Rosas. Veo camelias blancas y rosas rojas. Si me alejo un poco, puedo distinguir una mariposa, incluso dos… a cada lado del panel, en la cuarta parte superior. • Veo un marco vacío que encierra un vacío. Es gris, borroso, como neblina, como si no estuviéramos ahí. Una nada indescriptible. • Veo un espacio sagrado. El marco solamente puede contener ‘La tormenta en el mar de Galilea’ de Rembrandt. Nada más. Aunque Rembrandt resucitara para ejecutar una nueva pieza, no tendría su lugar aquí. ‘La tormenta’, es todo. Solo ‘La tormenta’.

Dado el gusto de Calle por merodear en el terreno donde la ficción y la realidad conviven, no me extrañaría que estas bellas descripciones de cuadros que no están —descripciones, por ende, en negativo, construidas desde la falta de, el vacío— procedan de la fotógrafa y no de las personas que nos dan la espalda. Me importa poco. Los embustes con arte son de recibo.

Jose Ángel González

¿Cómo es posible que Oriol Maspons haya muerto sin ganar el Premio Nacional de Fotografía?

Oriol Maspons (1928-2013) Foto: Colita

Oriol Maspons (1928-2013) Foto: Colita

«Los fotógrafos de entonces nos colgamos de la oreja de la cultura y nos fue muy bien». El enunciado, que Oriol Maspons pronunció en 2008 durante la inaguración de una de sus últimas exposiciones, tiene sabor a paradoja.

El mejor fotógrafo español del siglo XX, murió hace unos días, a los 84 años, sin que su obra y docencia vital hayan sido reconocidas por quienes se dicen administradores de la cultura y deben ser, por exigencias del cargo público que ocupan, responsables de reconocer a quienes han entregado su vida al arte, es decir, a los demás ciudadanos.

Desde 1994 el Ministerio de Cultura otorga cada año el Premio Nacional de Fotografía —desgajado del Premio Nacional de Artes Plásticas para conceder a las fotos, tardía pero justamente, categoría artística—. El premio, dotado con 30.000 euros, es una forma, dice el ministerio, de «reconocimiento de la sociedad a las personas como recompensa a la meritoria labor de los galardonados, que con su creación artística contribuyen al enriquecimiento del patrimonio cultural de España«.

Maspóns dejó el mundo sin que su nombre figure en una lista de premiados poblada de medianías y arribistas. Es un contrasentido y duele saber que el viejo maestro, como comentó ayer su hijo Álex en el funeral en Barcelona, se haya largado anhelando el reconocimiento de la máxima institución cultural del país.

La muerte de Maspons es también el final de un modo de vida y un estilo, no tanto fotográfico como espiritual. Escasamente competitivo («ganaba lo suficiente y no ahorraba nada»), bastante hippie y canalla («me metí en esto para ligar»), alejado de toda ínfula —cuando le preguntaban qué «proyecto» era su favorito decía que «eso de los proyectos sólo se aplica a los arquitectos»— y carente de prejuicios («no he visto nunca nada como una chica negra montada a caballo: hace poco intenté hacer la foto pero me cobraban 300.000 pelas y no encontré espónsor»), fue lo suficientemente valiente como para dejar un empleo como agente de seguros y establecerse como fotógrafo en Barcelona en el durísimo tiempo de carbón de 1956.

Desde entonces fue el gran ojo público de una España sometida pero contradictoria donde los poblados gitanos de Granada se yuxtaponían con la vida loca de la Barcelona afiebrada de la izquierda divina y las siluetas del yugo y las flechas sembradas por los caminos quedaban licuadas por la llegada del turismo y sus luminosas novedades.

Maspons hizo retratos de estudio que todavía parecen tomados ayer; reportajes neorrealistas; cubiertas de libros; fotos documentales en la edad de oro, con frecuencia menospreciada —todavía se lleva mal el maridaje de la carne con el periodismo—, de la revista Interviú del postfranquismo, y fusiló con intención inteligente y socarrona a las «chicas pijas» de los sesenta —los títulos son una bofetada a la insoportable corrección contemporánea: Ex pijas venidas a menos, Pollita refrescándose, Cachas mocetona normanda desayunando, Experta maniquí francesa haciendo el gato en un tejado...—.

Para quienes necesiten de apuntes curriculares conviene anotar que fue el primer fotógrafo español al que compró obras, en 1958, el MoMA de Nueva York.

En un encuentro digital en 2006 con los lectores del diario El País, alguien pidió consejo a Maspons sobre la posibilidad de estudiar fotografía en un momento en el empezaban a  pintar bastos. «Yo también me decepcionaría un poco con la foto tal y como está», respondió. «Han desaparecido las grandes revistas y las portadas de novelas y libros… Con Internet, los directores de arte prefieren robar las fotografías. La fotografía ha pasado un poco de moda, igual que los fotógrafos. Los nuevos, tendrán que abrir camino, porque ha desaparecido el hábitat en el que nos movíamos, igual que hay animales, como la rana, que desaparecen por que no encuentran donde croar… Nosotros tampoco sabemos donde croar».

Que este docente de la mirada que repartió dignidad, ganas de broma y, sobre todo, maravillosas imágenes —buenas fotos, esa es la simple ecuación— durante más de medio siglo haya muerto sin ser reconocido por el Ministerio de Cultura, por cuya gestión han pasado con similar ceguera seudo socialistas y seudo demócratas, define bien a las claras dónde está el límite entre la política y la vida.

Pese a que contradigo el anhelo de un muerto, prefiero a Maspons no consagrado por esas peligrosas bendiciones. La cultura que se colgó de la oreja, la que predicaba la libertad y el goce de la vida, es demasiado peligrosa para el Premio Nacional de Fotografía.

Ánxel Grove

‘Manos’, arte callejero que reflexiona sobre el ‘ahogo’ al ciudadano

Las manos del proyecto 'Hands'

Las manos del proyecto ‘Hands’

El vídeo que presenta el proyecto comienza con una síntesis escalofriante de la situación socieconómica de España en los últimos años. Las imágenes de telediarios nacionales y extranjeros, las cifras de paro, las protestas reprimidas, las declaraciones del presidente del Gobierno… Luego aparecen ellas, las manos, sin un cuerpo que las complete y sujetando amenazantes sogas, intentando con una palanca forzar la reja de un negocio o buscando monedas en las cabinas telefónicas.

El arte callejero de Hands es una humilde expresión del ahogo de los ciudadanos, una colección de manos blancas que aparecen surgiendo de manera ilógica de las paredes y de las aceras de las calles de Barcelona. Una —situada en la pared lateral del entrante en el que hay un cajero automático— tiene los dedos flexionados como imitando una pistola y apunta a los usuarios; otra, muy cerca del suelo, permanece con la palma extendida y sobre un letrero de cartón escrito a mano en el que se lee «Help Spain».

Los autores —Mateu Targa, Octavi Serra, Daniel Llugany y Pau García— se dedican a las artes visuales y la iniciativa les permite utilizar la creatividad para hacer un comentario social sobre la situación española actual, expresar en la calle la creciente preocupación de los peatones que la transitan.

Masculinas, realistas y hechas de escayola, cada pieza tiene en un extremo un pegamento que se ablanda con el calor. Su aplicación es tan sencilla como acercar la sustancia a un mechero y presionar contra la pared.

Helena Celdrán