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Los judíos a los que Leica ayudó a escapar del nazismo

Ur Leica, 1914

Ur Leica, 1914

Quizá sea una desmesura opinar que esta cámara, un prototipo de marzo 1914, cambió el mundo. Quizá sea una mera constatación añadir que cambió la forma en la que percibimos el mundo.

Desde hace cien años y a partir del modelo inicial, las Leica —a veces nombrar una marca es invocar a una deidad y pide una reverencia— han compuesto la historia de la mirada pública. Un miliciano muerto en el Jarama, un soviet colgando la hoz y el martillo en la cúpula del poder nazi, un beso público para celebrar el fin de la barbarie, tres temibles guardias civiles en la España franquista, James Dean y su cigarrillo bajo la lluvia de Times Square, el retrato del Ché que alguna vez decoró tu cuarto, el puño imbatible de Ali, la niña Phan Thị Kim Phúc abrasada por el napalm… Todas esas fotos, y muchas otras tan generosas, despiadadas y puras como ellas, fueron tomadas con una Leica.

Publicidad de la óptica Leitz

Publicidad de la óptica Leitz

Fabricada en la ciudad imperial alemana de Wetzlar, la primera cámara de la historia en cargar película de 135 milímetros fue inventada por el técnico de microcopios y amante de la fotografía Oskar Barnack (1879-1936). Como otros grandes inventos de la humanidad, la Leica —compacta, ligera y autosuficiente— nació de la necesidad de un hombre enfermo por paliar sus carencias: Barnack sufría un asma grave, no tenía fuelle pulmonar suficiente para transportar los pesados equipos de gran formato y se propuso fabricar una cámara portátil y de negativos pequeños.

En cuanto tuvo listo el primer prototipo, convenció a su patrón, el empresario Ernest Leitz, dueño de un taller de óptica, de que quizá fuese un buen negocio intentar introducir la cámara en el creciente mundo de los aficionados. Así nacieron las Leica (acrónimo de las tres primeras letras del apellido del empresario y el añadido ca, por cámara). Empezaron a venderse en 1925 con una lente de una claridad lumínica nunca antes conocida —el Elmar de 50 mm y 3.5, tan mítico como la cámara— y fueron un éxito instantáneo, sobre todo entre los reporteros.

En 1932, cuando lanzaron el primer modelo con visor telemétrico, la Leica ya eran una leyenda. Para entonces la fábrica de Wetzlar estaba en manos de Ernst Leitz II, hijo del fundador, que había muerto en 1920. Casi al mismo tiempo, en Alemania se consolidaba el nazismo que llevaría al poder a Adolf Hitler.

Ernst Leitz

Ernst Leitz II

Hombre de profundas convicciones luteranas y patrón a la vieja usanza, paternal y cercano a su trabajadores, Leitz II militaba en la socialdemocracia, era concejal de Wetzlar y aplicaba en las relaciones laborales una política avanzada: 8 horas de trabajo al día, seguro médico y plan de jubilación para la plantilla, entre la que había muchas personas de origen judío.

Desde que los nazis comenzaron a predicar el antisemitismo, el empresario decidió iniciar un plan silencioso de traslado de operarios judíos al extranjero, sobre todo a Nueva York, donde Leica había abierto una sucursal en la Quinta Avenida para vender cámaras en el mercado estadounidense.

Leitz logró que entre cien y 300 personas obtuviesen pasaportes y visas de entrada en los EE UU. Algunas eran trabajadores de la fábrica, pero otros eran simples vecinos de Wetzlar que recibían un curso acelerado de introducción en el catálogo y las prestaciones de las cámaras para que pudieran sostener la razón que motivaba su traslado: integrrarse en el cuerpo de vendedores de Leica en Nueva York

Con la factoría intervenida por los nazis por su importancia estratégica en la fabricación de lentes de precisión, Leitz siguió ejecutando en silencio aquel goteo de salvación de vidas humanas hasta el comienzo de la II Guerra Mundial. La Gestapo se olió algo y detuvo al gerente de la fábrica y a una de las hijas de Leitz, pero éste logró aplacar las sospechas haciéndose militante del nacionalsocialismo al que odiaba profundamente.

Ni siquiera tras el final de la guerra, el empresario dejó que sus hijos contasen lo que había hecho ni quiso jactarse de su intervención, que salió a la luz en 2007 en un libro escrito por un rabino que contó la historia y localizó a alguno de los supervivientes salvados por Leica, la cámara que no sólo nos regaló la mirada del siglo XX sino que lo hizo desde el lado correcto de la historia.

Ánxel Grove

Los ‘trabajos forzados’ de los escritores

Fernando Pessoa

Fernando Pessoa

Fernando Pessoa, uno de los mejores escritores del siglo XX, combatió con discreción y silencio el peso de la vida. Ganaba unos pesos traduciendo correspondencia empresarial para empresas navieras y los gastaba en el aguardiente inspirador que consumía en soledad en melancólicas cafeterías y tabernas de Lisboa mientras escribía poemas con la voz de las veinte identidades que habitaban bajo el fieltro fatigado de su sombrero.

Franz Kafka, el primer escritor moderno, acaso el único que merece ser considerado moderno, tuvo entre 1908 y 1922 un empleo donde le entregaban un sueldo que, según el mismo afirmaba, le alcanzaba para «pagar el pan». Era redactor de informes en el Instituto de Seguros de Accidentes Laborales para el Reino de Bohemia. Componía precisos memorandos—¡podemos imaginar cuan precisos!— para que la compañía pagase o dejase de pagar indemnizaciones a trabajadores heridos en el puesto de trabajo. A la salida corría a casa de sus padres, cenaba frugalmente un apio y una zanahoria —era vegetariano— y dedicaba la noche entera a iluminar los caprichos de la tinta sobre el papel con las candelas de su mirada esquizoide. A veces sentía remordimientos por entregarse a una vida laboral adocenante, pero en ocasiones se mostraba indulgente y afirmaba que el trabajo libera al hombre «del sueño que lo deslumbra».

Arthur Rimbaud, sublime autor de poemas de febril adolescencia que siguen capturando fanáticos, renegó de la literatura para perderse en el África oriental de las hienas y los caníbales y hacer fortuna traficando con armas y marfil y tal vez con esclavos. Siguió escribiendo hasta la muerte prematura, pero solamente cartas familiares y comerciales entre cuyas líneas apenas asoma la locura de quien fuera un niño demonio.

"Trabajos forzados"- Daria Galeteria (Impedimenta)

"Trabajos forzados"- Daria Galeteria (Impedimenta, 2012)

Sí, señores. Los escritores trabajan en algo más que inventar historias que nos permiten seguir viviendo. Lo hacen para sobrevivir, pagar vicios, postergar la pobreza, abrir las puertas del tiempo, ganarle horas a la muerte… Otros trabajan para olvidar que la literatura es el verdadero trabajo.

Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores, que publica la editorial Impedimenta, es una guía de las formas de supervivencia que encontraron, por opción personal, casualidad u obligación, algunos de los escritores más conocidos de los últimos siglos. La autora, Daria Galateria (Roma-Italia, 1950), ha compuesto uno de esos manuales complementarios que se leen de buen grado y descubren a la personas tangibles tras los inmateriales libros que nos conmueven.

En el prólogo del ensayo, Galatera precisa lo que es fácil de sospechar: casi todos los escritores, poetas o ensayistas, sea cual sea su trabajo forzoso, se quejan de que la escritura es «la tarea más agotadora de todas».

Aprovechando la edición del libro, que se termina de un tirón y del que sales con una necesidad apremiante de ponerte a leer lo que escribían estos hombres en las horas libres que les dejaba el trabajo, vamos a dedicar un Cotilleando a… los otros oficios de unos cuantos escritores.

Maxim Gorky

Maxim Gorky

1. El mendigo. Maxim Gorki, bolchevique, amigo de Lenin y Stalin y autor de novelas socializantes y educativas como La madre (1907), combatió la pobreza extrema y los viles maltratos hogareños —su abuelo, su madre y sus hermanos le daban palizas que lo llevaron al vestíbulo de la muerte— haciendo de todo. De niño recogía trapos y clavos para revenderlos (sus compañeros le llamaban «el mendigo») y cazaba pájaros para llevarlos al mercado; a los 11 años, le echaron de casa y se empleó en una zapatería; a los 12, fue pinche de cocina y luego fogonero en un vapor que recorría el Volga; en la adolescencia, formó parte de una pandilla de ladrones de leña; para pagar la universidad, se empleó de estibador y en una fábrica de galletas… Trabajaba catorce horas al día y tenía tiempo y ganas para asistir a las reuniones clandestinas de los revolucionarios que soñaban con una «república de trabajadores». A los 19 años ya le vigilaba la policía zarista y decidió perderse recorriendo Rusia. Fue pescador, vendimiador, trabajó en salinas, pescador, obrero de carreteras… No es extraño su nombre literario —el de nacimiento era Alekséi Maksímovich Péshkov—: gorki significa amargo en ruso. Cuando ya había alcanzado la fama  se empleó como redactor en un diario. Cuando le encargaron dos artículos al día rechazó el puesto porque le parecía demasiado trabajo, como estar «en galeras».

Jack London

Jack London

2. Niño explotado. Ladrón de ostras, cazador de focas, marinero dedicado al tráfico de opio, porteador de carga durante la fiebre del oro de Alaska… El personaje aventurero y pintoresco que nos viene a la memoria al hablar de Jack London, tiene su envés en su otra condición, la de trabajador industrial desde niño en fábricas de conservas —diez horas al día, de lunes a domingo—, carbonerías —un dólar por un turno de ocho horas—, lavanderías… Nacido en un hogar pobre y sin suerte, London tuvo que llevar dinero a casa desde los 10 años, pero se las arreglaba para dedicar todo el tiempo que le sobraba en la biblioteca, de cuya sala de lectura salía preso de una gran agitación nerviosa por las emociones que encerraban los libros. Con los años llegó a ser el escritor mejor pagado de su tiempo, pero los esfuerzos de la niñez y la adolescencia le pasaron factura: padeció de un intenso dolor crónico de espalda, brazos y manos durante el resto de su vida.

Sidonie-Gabrielle Colette

Sidonie-Gabrielle Colette

3. Contra el terror a envejecer. Sidonie-Gabrielle Colette, la autora de cincuenta novelas, colecciones de cuentos y libros de memorias, intentó hacer fortuna montando una línea de cosméticos en 1932, en plena Gran Depresión. La iniciativa fue del amante de la escritora, Maurice Goudeket, que convenció a la exestrella del Moulin Rouge y subversiva bon vivant liberada de que debía sacar provecho económico de su imagen pública —Colette tenía entonces sesenta años y sus buenos tiempos como sex symbol quedaban lejos—. No le hizo falta insistir: pese a que ella afirmaba ser, sobre todo, «una escritora», la publicidad la seguía volviendo loca. «Un escritor hará publicidad si se siente capaz, si siente pasión por lo nuevo, si tiene capacidad de comunicar y un vocabulario lo bastante rico», había declarado dos años antes para justificar sus participación en una campaña de anuncios de los cigarrillos Lucky Strike. Con las cremas y potingues, dijo, quería «renovar el contacto con las personas normales» y salvar a las mujeres «de la pérdida del placer y del terror a envejecer». Convenció para que entrasen en el negocio a una heredera de la fortuna de las máquinas de coser Singer, un bajá oriental y un miembro de la saga de banqueros Dreyfus y compró un local en el centro de París que decoraron con estricto y elegante estilo art déco. Ella misma se encargó en la inauguración de maquillar a algunas de las asistentes. «Encuentro bellísimas a las mujeres cuando emergen bajo mis dedos de escritora. Sé lo que hay que poner en la cara de una mujer tan aterrorizada, tan llena de esperanza, en su declive», explicó, aunque algunos diarios hablaron de que los colores rosa canalla y azulón del maquillaje era propio de «mujeres de la calle». El negoció quebró en dos años, Maurice Goudeket se dedicó a la venta de lavadoras y Colette siguió escribiendo.

Raymond Chandler

Raymond Chandler

4. Contable alcohólico. Los padres fundadores de la novela negra, Raymond Chandler y Dashiell Hammett, tardaron en poder ganarse la vida con las tremendas novelas que ahora se estudian en las universidades. El primero, según cuenta Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores, llegó a acumular 36 decepcionantes trabajos —desde recogedor de albaricoques hasta encordador de raquetas de tenis—. Su vocación, pese al carácter temperamental y cínico de su gran héroe de ficción Sam Spade, era la contabilidad. Durante dos décadas, Chandler trabajó (y cumplió) en el departamento de cuentas de Dabney Oil Syndicate, la segunda petrolera de Los Ángeles tras Shell durante el boom del oro negro en California. Llegó a ser subdirector de la compañía escalando posiciones gracias a una cadena de sucesos que parecen extraidos de la trama de una de sus novelas: un jefe de contable fue encarcelado por fuga de capitales y el sucesor murió de un ataque cardíaco sobre la mesa de la oficina. En 1932 a Chandler lo prejubilaron por alcoholismo con una paga más que genrosa para evitar el escándalo. Para llenar el tiempo libre se matriculó en un taller de literatura y devoró todas las novelas pulp que encontraba. Le gustaba especialmente Dashiell Hammet y decidió imitarlo.

Charles Bukowski

Charles Bukowski

5. El buen cartero Chinaski.  El mala baba Charles Bukowski, tantas veces presentado como profeta de la transgresión —sobre todo por él mismo, que gustaba de falsear su biografía para añadirle dramatismo a su cartas a las editoriales—, fue un responsable cartero durante 14 años por un 1,82 dólares la hora. Intentaron despedirlo en 1969 por un episodio de absentismo, pero prometió que no se volvería a repetir y anularon el expediente. Solía quejarse de que el trabajo le había causado dolores crónicos de espalda, pero la experiencia le valió para, Cartero, donde aparece el alter ego Henry Chinaski. Fue una de sus primeras narraciones para el editor John Martin, que le prometió, a cambio de que siguiera escribiendo, cien dólares al mes de por vida (35 para el alquiler, 20 para comida, 15 para cerveza y cigarrillos, más el teléfono y el gas). A los 49 años, Bukowski dejó el servicio postal.

Louis-Ferdinand Céline

Louis-Ferdinand Céline

6. Peligroso Ford. En julio de 1923, Louis-Ferdinand Céline recibió su primer destino como médico: le enviaron a un pueblo de las Árdenas francesas. Un año más tarde le concedieron una beca de la Fundación Rockefeller para trabajar como responsable de los programas mundiales de higiene de la Sociedad de Naciones, el embrión de la ONU. Viajó durante tres años por EE UU, Canadá, Cuba,  Holanda, Italia y Senegal, pero terminó convencido de que «la medicina burguesa está muerta», se empleó en un ambulatorio popular y se enfrascó en la redacción de la novela nihilista y antibélica Viaje al fin de la noche, que publicaron en 1932. Tras la II Guerra Mundial le declararon «desgracia nacional» en Francia por su colaboracionismo con los nazis y el antisemitismo de algunas obras menores.  La autora de Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores recuerda que durante su gira por los EE UU, el entonces joven médico había visitado las factorías automovilístucas de Henry Ford,  el multimillonario antisemita que publicaba en sus diarios artículos titulados Como los judíos controlan la venta de alcohol o El jazz es un invento de los judíos.

Ánxel Grove