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Un artista español hizo el «desnudo más atrevido jamás pintado»

"Salome" - Federico Beltrán Masses - Foto: TEFAF

«Salomé» – Federico Beltrán Masses – Foto: TEFAF

En 1929 un pintor español montó un escándalo en Londres al exponer el cuadro Salomé, donde la bíblica bailarina que, según tres de los evangelistas, consiguió que decapitaran a Juan el Bautista, se muestra en una explícita postura de entrega carnal o quizá de desesperada turbación cuando le entregan la cabeza del profeta del que estaba encelada.

Pese a que el pubis y la vulva de la modelo fueron deshechadas desechadas por el pintor con pacatería, los más conservadores de los críticos ingleses no escatimaron imprecaciones. «Es el desnudo más atrevido jamás pintado», escribió uno de ellos, acusando al artista de mostrar a una mujer desnuda «en una postura que ni el menor de los artistas hubiera intentado ilustrar».

El óleo, datado en 1919, fue pintado por Federico Beltrán Masses (1885-1949), nacido en Cuba en una familia española con suficiente holgura económica, como para que el hijo se lanzara a la gran vida, aprendiera no sólo el arte de la pintura, sino el de ser un animal de salones y alcobas y cultivara la amistad de algunas de las primeras estrellas de Hollywood —Chaplin, Valentino, la divina Joan Crawford, la todavía más ardiente Pola Negri…—.

Beltrán Masses también frecuentaba a otros seres humanos menos encantadores, como el villano mediático William Randolph Hearst que inspiró el Ciudadano Kane de Orson Welles y, en una jugada que no debió agradar demasiado a los Beltrán, orquestó la Guerra de Cuba al convencer a la opinión pública mediante patrañas y con la ayuda de otro intocable del gremio de la prensa, Joseph Pulitzer, de que el enfrentamiento bélico de los EE UU contra España era una cuestión de honor —figura en los anales el telegrama de Hearst a uno de sus enviados especiales que se quejaba de la tranquilidad en la isla y pedía permiso para regresar a casa: «Por favor, manténgase allí. Usted proporcione las imágenes y yo proporcionaré la guerra«—.

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Las primeras pin-up llegaron de Viena

Esta docena de fotos, todas de mujeres desnudas o semidesnudas, todas tomadas en el vacío artificial de un estudio donde la sensualidad y la fiereza pueden combinarse en privado, son de las décadas de los años veinte y treinta del siglo XX, acaso el último momento sexy del continente europeo: las conciencias estaban limpias, los millones de cadáveres de la I Guerra Mundial ya habían sido retirados de la vista del público o servían, a unas pocas paladas de tierra de profundidad, de abono para el terreno que sembrarían con un número aún mayor de cadáveres las políticas diabólicas de los fascios alemán, italiano y español. Entre ambas guerras Centroeuropa se tomaba un respiro iluminado con champán y sexo y, si hacía falta mitigar el frenesí, ralentizado con morfina.

Los retratos fueron tomados en Viena, la blanca hasta el melindre capital de Austria. En la ciudad, engalanada de dorada creatividad por el grupo Wiener WerkstätteKlimt, Schiele, Kokoschka y otros futuros reyes del póster en los living de Occidente—, las estrellas se reflejaban en la cúpula de la sede de los estetas del secesionismo, un pabellón que los locales llamaban, sospecho que sin ser del todo conscientes del ridículo y el tufo a sopa de codillo, el Repollo de Oro. En la puerta de entrada, en letras, cómo no, de oro, podía leerse un lema: Der Zeit ihre Kunst, der Kunst ihre Freiheit (A cada tiempo su arte, y a cada arte su libertad).

La ciudad era una demasía y por el eje Viena-Berlín transitaban las ideas, el arte y el buen vivir. Era posible encontrar a Sigmund Freud y Otto Bauer tomando un café con canela en la Kärntner Straße  y volver a encontrarlos unas horas más tarde bailando en un salón con más brillo que un anuncio de friegasuelos un Wiener Walze, esa forma bastarda de polca que los austriacos han convertido en danza nacional.

El Atelier Manassé, con sede central en Viena y una sucursal en Berlín, fue la cuna de nacimiento de las primeras pin-up, esas muchachas sonrientes y con poca o ninguna ropa cuya invención se atribuyen falsamente los estadounidenses. Desde 1922 a 1938 del estudio fotográfico salieron miles de fotografías de mujeres sonrientes que contribuían al nuevo lenguaje de la época rompiendo tabús y aceptando lo sensual, la sugerencia y el erotismo. Estaban, como dirían en los EE UU dos décadas más tarde, «más buenas que un pastel de queso», pero necesitas permiso de algunas golosinas para que hinques el diente.

El estudio era gestionado por un matrimonio de húngaros establecidos en la rutilante Viena de los años veinte —Olga Solarics (1896-1969) y Adorja’n von Wlassics (1893-1946)—. Quizá les animó a viajar a Austria Dora Kallmus (1881-1963), una de las primeras fotógrafas en un oficio que entonces era de hombres y propietaria, desde 1907, de otro estudio legendario, Madame D’Ora. Si este estaba ligado a la intelectualidad y, como consecuencia, rompía pocas convenciones con retratos glamourosos pero castos de bailarines, actores y artistas, en Manassé querían presentar el desnudo femenino como una reacción contra los postulados de la moralidad.

Olga Wlassics, Viena, 1933. Foto: Anton Josef Trčka

Olga Wlassics, Viena, 1933. Foto: Anton Josef Trčka

La pareja, sobre todo Solarics, una mujer decidida y valiente, se dedicó al retrato con carga erótica para inmortalizar la fluida belleza de la nueva mujer. Las fotos de Manassé muestran a jóvenes confiadas en su sexualidad y apoyan, como prolongación estética, la lucha social de las mujeres por redefinir su posición en el mundo moderno.

Con una producción asombrosa y desentendidos del esnobismo de la fotografía en aquellos tiempos en que sólo los pudientes tenían acceso al equipo y el material, la pareja estaba demasiado ocupada en ganarse la vida —vendían fotos a nacientes revistas ilustradas y a artistas de cine, vodevil o cabaret para anunciar espectáculos— como para detenerse en consideraciones artísticas.

Quizá esa despreocupación relacionada con las circunstancias explique la frescura de la mayoría de las imágenes. El conflicto de conceptos con que podemos analizar hoy las fotos —la ruptura con los roles tradicionales, la ausencia de cinismo, la representación de la mujer como un ser humano con derecho a todas las emociones y en todas sus formas— no preocupaba a Solarics y Von Wlassics.

Una pequeña parte de las fotos del estudio, sin embargo, presenta alegorías y montajes de humor absurdo donde los fotógrafos manipulan la realidad, jugando, sobre todo, con retoques, superposiciones y modificaciones de escalas: una muchacha minúscula encerrada en una jaula es alimentada con un terrón de azúcar por un hombre, otra es atacada por un gigantesco escarabajo, una tercera permanece encerrada en una botella de cristal…

En otro grupo de fotos es posible apreciar que en Manassé estaban al tanto de lo que sucedía en el terreno de las vanguardias: como los surrealistas, emplean máscaras y muñecos, espejos y otro instrumental de buceo en las aguas profundas del inconsciente.

La fotografía pionera y sin compromisos de vasallaje artístico de esta pareja osados —trabajaron para agencias de publicidad, rompiendo la tendencia de que los anuncios fuesen acompañados de ilustraciones dibujadas— no ha recibido el trato que merece. Dado su voraz ritmo de trabajo y el poco cuidado que ponían en el cuidado y clasificación de los negativos o las copias originales únicas —como ya quedó dicho: la fotografía era para ellos subsistencia y no contenía los afanes de permanencia del arte—, no existe un archivo catalogado de la inmensa obra que legaron al mundo.

Quien requiera más detalles sobre el Atelier Manassé debe entregarse a la búsqueda de fotos en Internet —todas están libres de derechos porque ni siquiera en los réditos futuros pensaron los autores— o hacerse con la única monografía en libro sobre la pareja y su trabajo, Divas and Lovers: The Erotic Art of Studio Manasse (Divas y amantes: el arte erótico del Estudio Manassé), de la historiadora Monika Faber.

La colección de asombros que retrataron sin aspavientos ni búsqueda de recompensas postreras Olga Solarics y Adorja’n von Wlassics me recuerda una cita del gran escritor de los locos 20, Francis Scott Fitzgerald, sobre los alegres y finalmente desventurados habitantes de entreguerras: «Una generación nueva, que se dedica más que la última a temer a la pobreza y a adorar el éxito; crece para encontrar muertos a todos los dioses, tiene hechas todas las guerras y debilitadas todas las creencias del hombre».

Ánxel Grove

August Sander y Diane Arbus, fotos intercambiables

Cuatro fotos de August Sander, de entre 1920 y 1937

Cuatro fotos de August Sander, de entre 1920 y 1930

Chica de circo, Capitán de las SS, Bohemio, Desempleado. He ahí los títulos de cada una de las cuatro fotos de la izquierda.

Al fotógrafo no le importaban la filiación, la edad, el lugar, ninguna de esas marcas de agua registrales con las que nacemos o nos imponen la vida, el destino, la malaventura y el prójimo.

August Sander (1876-1964) tenía un sueño quimérico: catalogar a la raza humana según el efecto de la luz y el aire sobre el selbst, en el que como buen germánico creía por comodidad antes que por razonamiento.

«Sabemos que las personas están formadas por la luz y el aire, por sus rasgos heredados y por sus acciones. A través de su apariencia podemos deducir el trabajo que hace alguien y el que deja de hacer. Podemos leer en su rostro si es feliz o atormentado», escribió el fotógrafo en uno de sus escasos encuentros con la tinta.

Hijo, como Jesucristo, de un carpintero, Sander pretendió, también como el Mesías de los judíos, juzgar a todos los seres humanos bajo un mismo código.

August Sander, 1922

August Sander, 1922

Estaba en ello, componiendo una obra universal de dimensión extraordinaria, Antlitz der Zeit (El rostro de nuestro tiempo), cuando los nazis, que hicieron de la aberración una forma de gobierno,  juzgaron al fotógrafo como «aberrante» y «degenerado», retiraron sus libros de los puestos de venta e incautaron parte de sus negativos en 1936.

Los aliados, a quienes importaba la cultura tanto como a los nazis, destruyeron otra parte de los archivos en uno de sus indiscriminados bombardeos sobre la población civil alemana.

Las fotos que sobrevivieron a ambas formas de devastación son suficientes para que Sander, como las prédicas de Cristo, haya multiplicado su poder.

Acaba de celebrarse en en la galería Edwynn Houk, en Zurich (Suiza), la exposición Diane Arbus & August Sander, que demuestra cómo la mirada de un fotógrafo de los años veinte y treinta se reencarnó en la torturada Arbus (1923-1971), que ni siquiera había nacido cuando el alemán empezó a retratar.

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

También se comprueba una segunda verdad: Arbus ha sido mitificada por el encanto de su fragilidad, la pendencia de su ánimo y, less but not least, un irremediable suicidio con barbitúricos, circunstancia turbia que vende bastante bien.

La primera vez que Sander se cruzó en el camino de su copista fue en 1960, cuando cayó en las manos nerviosas de Arbus, siempre ocupadas con la coreografía compulsiva contra la angustia a la que sometía a algún cigarrillo, un ejemplar de la revista suiza DU. Aquellos retratos frontales, desprendidos de todo artificio, cambiaron la obra de la estadounidense. Es más, la cambiaron a ella.

Durante toda la década de los años sesenta, Arbus compendió, en un inventario muy parecido al que pretendió Sander para Antlitz der Zeit, fotos de enanos, enfermos mentales, gigantes, tragadores de sables, travestidos, niños peligrosos, naturistas urbanos, gloriosas damas ajadas, reinas de dudosa belleza , parejas con el pasado cargado de tristeza y el futuro de tragedia y todo aquel freak que residiese en el vientre de Moloch de Nueva York.

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

Es como si el encuentro -nunca consumado físicamente- entre el alemán y la estadounidense hubiese sido la espoleta para que la segunda implosionase en pos de una búsqueda sistemática del sentido-otro de la vida, como si el wild side del underground neoyorquino fuese la sombra proyectada desde el pasado por la luz y el aire livianos de la República de Weimar en la que Sander soñó con poder catalogar al género humano.

Los organizadores de la exposición Diane Arbus & August Sander sólo difunden entre los medios de comunicación algunas fotografías del segundo. Los derechos de las de Arbus son tan celosa y malignamente custodiados y gestionados por su hija Doon que la galería tiene rigurosamente prohibida la entrega de imágenes a la prensa.

Así las cosas, y aún a costa de que la señora Arbus junior o sus sagaces abogados localicen esta entrada y me demanden, me he tomado la libertad de buscar unas cuantas de las fotos que hizo su madre (en el convencimiento de que la fotógrafa las consideraría, como yo, patrimonio de todos) y emparejarlas con otras de Sander.

A la izquierda, foto de Sander de la víctima de un bombardeo. A su lado, una de Arbus

A la izquierda, foto de Sander de la víctima de un bombardeo. A su lado, una de Arbus

El resultado rompe las reglas matemáticas del tiempo y, como en un milagro asociativo, agranda el sentido especular de retratos tomados con cuarenta años de distancia en momentos y ambientes en apariencia dispares, casi refractarios: el prólogo de la II Guerra Mundial y el gas ziklon B zyklon B de Bayer en Alemania y la bonanza económica de la era del baby boom y la cultura del suburbio y el cóctel Manhattan en los EE UU.

No hay compensación dialéctica. No se trata de que una y otra foto, como tanguistas al rojo, se busquen para completarse en el mismo fuego. Es que ambas fotos ¡son la misma!

Por mucho que Sander sea más objetivo, se esconda con mayor timidez, y que Arbus busque -con una inocencia, por cierto, muy propia del liberalismo yanqui- la autoproyección a través de sus modelos, el emparejamiento culmina en una alegoría mutua.

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

La voz historicista diría que Sander se aproxima sociológicamente, dándonos la oportunidad de ver a la persona tras su arquetipo (el taxista, el minero, los estibadores, el funcionario…), mientras que Arbus ve en cada persona una manifestación de un individuo excepcional, aunque en última instancia todo el ceremonial se reduce al intento de autorretratarse en cada lost soul.

Prefiero pensar que, merced a un insondable pliegue espacio-temporal, August Sander, el manso paseante solitario de las praderías de Westerwald, era tan degenerado como los nazis opinaban, y que Diane Arbus, la terca, neurótica, perseguidora de freaks e insegura vecina de la refinada Wesbeth Home for the Arts para artistas en crisis, era una persona dulce que sólo buscaba su lugar en un tradicional camino alemán en el que tres corteses y endomingados estudiantes le darían los buenos días.

Ánxel Grove