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¿Por qué rompieron Miles Davis y John Coltrane?

John Coltrane (izquierda) y Miles Davis , 1960

John Coltrane (izquierda) y Miles Davis , 1960

En una esquina, el trompetista Miles Davis, capaz de reventar más veces que nadie la historia de la música —están contabilizadas al menos cuatro—. Sexy, escabroso, domador del silencio. Negro pero con posibles: hijo de un dentista. Durante muchos años tocó de espaldas al público. Cuando le preguntaron por qué, dijo: “Nadie se molesta por ver la espalda del director de una orquesta sinfónica”.

En la otra, John Coltrane, explorador estelar con el saxo tenor, hijo de padres sin blanca. Se apuntó en la Armada el mismo día que la bomba atómica cayó sobre Hiroshima. Decidió llamar a las puertas del cielo de una manera tajante: con la estridencia. No soplaba el saxo: lo pervertía. Cuando tocaba, buscaba a dios, pero lo hacía con ferocidad, porque el creador sólo escucha a quienes gritan.

Discos del quinteto de Miles Davis

Discos del quinteto de Miles Davis con John Coltrane

Ambos nacieron en 1926, se dejaron entumecer por la frialdad de la heroína y tocaron juntos entre 1955 y 1960.  La historia de los ochos discos en los que se mezclaron apuntala el dogma del respeto mútuo y el tránsito conjunto por senderos sin rumbo, porque en el jazz nada es definitivo y toda forma contiene su contrario, el vacío. El jazz no es taxativo como el rock, siempre basado en afirmaciones y estructuras sólidas. El jazz es volátil y, en ocasiones, informe: plantea siempre más preguntas que respuestas.

Los discos del primer Quinteto de Miles Davis —que a veces se ampliaba a sexteto— forman un cuerpo sagrado que culmina con Kind of Blue (1959). Los participantes, no siempre los mismos pero con Miles de oficiante estable y Trane de contrapunto, hicieron del jazz algo flotante y elástico, de discreta y apasionada elegancia.

Anuncian ahora la edición de un cuádruple disco con las últimas actuciones de Miles y Trane juntos. All of You: The Last Tour 1960 contiene grabaciones de una gira por Suecia, Alemania y Suiza. Según algunos es la prueba de que la alquimia se había agotado y los dos genios estaban a punto de divorcio. Se lllega a sugerir que ya no se soportaban.

Escuchen y juzguen esta versión de So What grabada el 22 de marzo de 1960 en Estocolmo.

Entre los códigos de tiempo 00:30 y 03:40,  la trompeta de Miles hace el solo, perfecto, de una eficacia doliente: una lección magistral del jazz modal que el quinteto había inventado y perfeccionado mezclando tonos brillantes y apagados. Luego entra el tenor de Trane, que avanza en principio por el mismo camino que había iniciado el líder del quinteto pero bien pronto se dispara y termina, en torno al 6:40, en una borrachera rapidísima y chirriante. Es como si el saxofonista estuviese tocando para sí mismo, ajeno a los demás músicos, un hereje flotando en el aullido multiforme y abierto del free jazz.

Dicen que la paradoja se daba cada noche y en cada tema: Trane en un planeta y Davis y los demás en otro. El público reaccionó mal y algunos críticos peor. Los adjetivos «horrorosos», «aburridos», «absurdos» e incluso «obscenos» fueron aplicados a los solos del saxofonista, al que llegaron a acusar de tocar mal para precipitar que Davis le expulsara.

Al terminar la gira y regresar a los EE UU ocurrió el desenlace: Trane y Davis rompieron para siempre. Sin gran discordia pero de forma tajante: jamás tocarían juntos de nuevo.

Algunos de los discos de John Coltrane grabados en los últimos cuatro años de su vida

Algunos de los discos de John Coltrane grabados en los últimos cuatro años de su vida

Aunque ya había grabado tres discos como solista antes de pasar por el quinteto, Trane nunca se había atrevido a componer música. Era inseguro y necesitaba un asidero espiritual que la ayudase a salir de la dependencia a la heroína, que casi lo había matado en 1957 de una sobredosis. También bebía demasiado y, al contrario que Miles, capaz de drenar la toxicidad y convertirla en aliada, cargaba con un cuerpo muy castigado. En 1960, cuando dijo adiós al quinteto, tenía 34 años. Moriría poco después de cumplir 40.

Quizá era consciente de que el tiempo apremiaba y no le quedaba demasiado para buscar aquello que buscaba, fuese lo que fuese: empezó a componer con furor, arañando como inspiración en cualquier forma de creencia espiritual («creo en todas las religiones», decía); renegó de cada verdad para acercarse a las cinco notas esenciales de las ragas de la India; intentó domar las «fuerzas emocionales»  contenidas en cada soplo; estaba convencido de que la música era medicinal tal como afirmaban los chamanes africanos; leyó el Corán, la Biblia, textos de budismo zen y cábala con la misma ecuánime sinceridad; grabó una pieza de 29 minutos basada en la sílaba sagrada Om y las enseñanzas del Bhagavad Gita y el Bardo Thodol

Consiguió lo que nadie antes había soñado, que el jazz pudiese tener una cualidad sacramental: A Love Supreme (1964) es el equivalente negro a una misa de Bach.

"Stellar Regions"

«Stellar Regions»

Casi todo lo que grabó antes de que el cáncer de hígado lo matase —el último concierto lo ofició, parece lógico que así fuese, en una iglesia humilde— estaba basado en el convencimiento de que la música universalis no es un concepto alquímico sino una verdad tangible a la que es posible acceder con determinados sonidos. Nadie entendió demasiado aquella forma de rezo y los críticos tardaron en asimilar los viajes de fiebre de Trane, estelar, dolido, suplicante, atonal, dirigido hacia habitantes de esferas diferentes a la terrenal… Nada le importaba cuando tocaba: cuando estás a solas y hablas con múltiples dioses debes inventar un idioma, una jerga acumulativa que sólo tú y ellos entenderéis.

La mejor constancia de los diálogos de Coltrane con todos los avatares de la divinidad apareció 27 años después de la muerte del músico. Lo encontró, se nos dijo, su viuda, Alice Coltrane (1937-2o07) mientras ponía orden en las cajas y archivadores donde Trane guardaba sus cosas. Editado en 1995, Stellar Regions, había sido grabado cinco meses antes de la muerte del artista. Intenten escucharlo con las luces apagadas y suban el volumen. Les convencerá de la posibilidad cierta de los viajes astrales del alma.

Miles Davis, que siguió dinamitando clichés hasta 1991, cuando un fallo cardiorrespiratorio lo tumbó a los 65 años, nunca habló de Trane o de las razones de la ruptura. Lo más cercano a una explicación la ofreció en unas escuetas declaraciones durante la última gira del quinteto, en 1960. Tras la actuación, en la que Trane había vuelto a tocar por su cuenta y de manera disonante, un periodista preguntó a Miles:

— ¿No te parece que Coltrane va demasiado lejos?

El mejor músico de jazz de la historia respondió:

— No. Soy yo quien no soy capaz de llegar tan lejos como él.

Jose Ángel González

Algunos tesoros semiescondidos de The Black Keys

Discografía de los Black Keys (2002-2014)

Discografía de los Black Keys (2002-2014)

Pese a que no alcanzaron los dudosos galones de la aceptación masiva hasta 2010 cuando su sexto álbum, el siempre socorrido para animar todo tipo verbenas y colmar palacios de deportes Brothers —donde las trifulcas personales de los dos llaves negras, las domésticas con sus parejas, los consiguientes divorcios, el alcoholismo, la rugosa producción del mago Danger Mouse, la grabación en un galpón con poder de sagrario (los estudios Muscle Schoals de Alabama, puestos a funcionar para la ocasión tras 30 años de parón) y, sobre todo, la docena y pico de soberbias canciones nacidas del blues 100% fuzz y la psicodelia de garaje cocinaron un brebaje tóxico—, The Black Keys no son unos niñatos recién llegados a la fiesta sin invitación.

En 2002

En 2002

Dan Auerbach, el guitarrista-cantante-compositor-aquí-mando-yo, tiene 34 años, y su colega Peter Carney, batería-compositor-lo-que-tú-digas-Dan, uno menos. La historia es de fábula: amigos desde la infancia, nacidos en Akron (Ohio) —ese lugar donde algo deben añadir al agua del sistema municipal de abastecimiento que fomenta el rock y la demencia (200.00 habitantes y, entre ellos, Devo, Chrissie Hynde, David Allan Coe y The Black Keys)—.

Hijos de familias acomodadas (los padres del primero son una profesora de francés y un marchante antigüedades y los del segundo, periodistas), montaron el dúo en 2001. Es fácil imaginar el panorama natal: el garaje paterno, los watios ensordeciendo al vecindario suburbano, la luz de la cerveza como faro y el humo de la marihuana trenzando volutas espaciales. Los «pringados del instituto», como ellos mismos se definen recordando aquel tiempo, eran los reyes del mundo allí dentro.

No voy a proseguir con los detalles de la historia. The Black Keys me gustaron desde el primer disco y siempre los antepuse, en la infértil encuesta sobre cuál es el mejor dúo del rock and roll contemporáneo, a The White Stripes, que me parecían en exceso pendientes de la pose arty de portada de dominical y de enamorar a los modernos con el corte del vestuario. Donde los primeros ofrecían sudor, los segundos ponían diseño y el rock siempre ha preferido a la gente que se deja la piel antes que a la gente preocupada por las pieles.

Ahora que sale a la venta Turn Blue, el octavo álbum de Auerbach y Carney, con Danger Mouse otra vez a los mandos —sólo he escuchado el single Fever— me parece un buen momento para recordar algunas obras semiescondidas de la pareja.

"Chulahoma: The Songs of Junior Kimbrough", 2006

«Chulahoma: The Songs of Junior Kimbrough», 2006

Chulahoma: The Songs of Junior Kimbrough
The Black Keys, 2006
Siete versiones en extremo respetuosas, casi siguiendo el canon del blues más profundo, en un extended play editado en 2006 como homenaje a uno de los grandes héroes del dúo, Junior Kimbrough (1930-1998), un bluesman canalla y de vida torrencial: cuando murió, a los 67 años, tenía 36 hijos de varias mujeres y regentaba el tugurio Junior’s Place, en Chulahoma, una localidad rural del norte de Misisipi con una importancia musical no acorde con su tamaño —el local lo regentaron algunos de los muchos herederos del propietario pero ardió hasta los cimientos en un incendio en 2000—.

Los Black Keys ya habían versionado canciones de Kimbrough, cuyo estilo sincopado y profundo (no muy diferente al de John Lee Hooker) es una notable influencia en el sonido del dúo, en discos anteriores —Do the Rump en el primer álbum y Everywhere I Go en el segundoy en 2005 participaron en el homenaje Sunday Nights: The Songs of Junior Kimbrough con My Mind is Ramblin.

Grabado en directo en el local de ensayo de la banda, un sótano de Akron, fue el último disco que publicaron con su primera discográfica, la independiente Fat Possum Records, muy poco antes de firmar con la major Nonesuch que les llevó a la fama universal.

"Keep It Hid", 2009

«Keep It Hid», 2009

Keep It Hid
Dan Auerbach, 2009

El primer y único disco en solitario del inquieto Auerbach es una consecuencia de una muy mala racha. El guitarrista no se hablaba con Carney porque no soportaba a la esposa de éste («la odié desde el primer momento, no quería tener nada que ver con ella») y la estabilidad del grupo estaba en peligro.

Auerbach decidió poner distancia para tratar de enfriar las diferencias, montó un estudio propio en Akron y lo estrenó grabando esta magnífica colección de canciones, que son, al tiempo, similares en estructura a las de The Black Keys pero diferentes. La falta de la pegada terrorífica del batería es aprovechada con inteligencia por el guitarrista-cantante para dar espacio a los temas, moverlos con menos ímpetu y abrir el abanico de estilos hacia el pop y la psicodelia.

Cuando Carney se enteró de la grabación, de la que no fue avisado, pilló un mosqueo de mil demonios y, como consecuencia, decidió montar también un proyecto paralelo.

"Feel Good Together", 2009

«Feel Good Together», 2009

Feel Good Together
Drummer, 2009

Con mucha ironía y cierta mala baba, Carney respondió a su colega montando el grupo Drummer (en inglés, bateria) juntando a cinco intérpretes del instrumento de otras tantas bandas de Akron. Él decidió tocar el bajo.

El disco que editaron pocos meses después del de Auerbach —con una vitríolica referencia en el título, Sentirse bien juntos no oculta que los implicados dominan las formas de crear y mantener ritmos: las canciones son pegadizas por lo métrico de su estructura.

Esas mismas virtudes lastran el álbum con cierta torpeza mecánica, solamente rota en un par de temas: Mature Fantasy, una balada muy sobria y tensa, y Every Nineteen Minutes, que tiene cadencia épica.

Después de algunas actuaciones, la banda se separó tal como había nacido, en un guiño, y Carney y Auerbach, una vez divorciado el primero —que durante el proceso se entregó a la diletancia alcohólica y engordó más de quince kilos en pocos meses— hicieron las paces.

"Blakroc", 2009

«Blakroc», 2009

Blakroc
(The Black Keys
y 11 invitados), 2009

Si tuviera que colocarme en la tesitura de elegir un sólo disco de The Black Keys, sería éste. Más allá de que las canciones me parezcan sublimes, Blakroc demuestra que el dúo es permeable y no comulga con el integrismo de quienes denigran al hip-hop sin conocimiento de causa y, al tiempo, es una prueba de que el rap conlleva el mismo espíritu de éxtasis físico y ardor que el rock.

Con once músicos y cantantes de hip-hop —entre ellos Raekwon, RZA y el fallecido Ol’ Dirty Bastard (los tres de Wu-Tang Clan), Jim Jones y NOE (de ByrdGang), Mos Def, Nicole Wray, Pharoahe Monch, Ludacris y Q-Tip (de A Tribe Called Quest)—, esta obra abierta quita el aliento por su descarada frescura, nacida y gestada en el estudio durante sesiones abiertas, nocturnas y alimentadas con todo tipo de sustancias donde se mezclaron la efervescencia del rhythm & blues con el nuevo soul callejero.

El ambiente colaborativo y chispeante fue grabado en un documental que puede verse aquí. Dejo abajo los vídeos de algunas de las canciones de esta explosión atómica en la que advierto la reunión probable de Elvis Presley y Otis Redding.

Ánxel Grove

Demasiadas lágrimas inmerecidas por Amy, muy pocas por J Dilla

"A la mierda los alimentos. La música ya no es la misma. Te añoramos, RIP Dilla"

"A la mierda los alimentos. La música ya no es la misma. Te añoramos, RIP Dilla"

Subscribo el mensaje que sostiene en la cartulina el homeless de mirada intensa. Es uno de los escasos dogmas bajo los cuales estamparía mi rúbrica, caligrafiada, si fuese necesario, con sangre.

La música no es la misma desde que no está entre nosotros James Dewitt Yancey, alias Jay Dee y/o J Dilla.

Queda la tremenda obra, lo sé: abierta, valiente, de mente simple, corazón complejo y ánimo de tugurio, juguete y víbora escondida en el juguete, la granja de los dioses, el ladrido de un perro ciego y las pezuñas del mismo perro… Pero no es consuelo: falta la sorpresa.

Esta sección del blog, Top Secret, está dedicada a creadores poco conocidos, escasamente difundidos, ninguneados por el mainstream o víctimas de las dentelladas del lobo hambriento de la vulgaridad.

¿Merece J Dilla aparecer aquí? La respuesta es doble. No, desde luego, si avistamos la influencia y la calidad de su gran música. Sí, por desgracia, si sufrimos las veleidades mediáticas de estos días hacia la patética y desgraciada Amy Winehouse, cuyo legado se reduce  a dos buenas melodías (muy mal producidas: nunca hubo un Dilla en su vida) y un sinnúmero de apariciones en las secciones de afamados viciosos de los media.

J Dilla, James Yancey, Jay Dee (1974-2006)

J Dilla, James Yancey, Jay Dee (1974-2006)

Contra tanto exagerado redoble, desmemoria, ignorancia, levanto la bandera de un joven muerto al que casi nadie recordó hace cinco años en la miserable prensa generalista española cuando de obituarios de músicos se trata.

J Dilla murió el 10 de febrero de 2006. Tenía 32 años. Los consumió de manera entregada, inflamada, hermosa.

Falleció en un hospital de Los Angeles. Sufría lupus y una rarísima enfermedad de la sangre, púrpura trombocitopénica trombótica.

Era un freak plasmático, con el cuerpo y los fluidos peleados entre sí. Durante los últimos meses estaba tan delgado como un cable y sufrío varios colapsos hepáticos.

Aunque apenas conservaba el ocho por ciento de su capacidad pulmonar, se negó a ser conectado a un respirador mecánico. Nunca utilizó el dolor como justificación para la mediocridad. Nunca exhibió la enfermedad como la entronizada pelele trágica Amy.

Dilla dió una orden taxativa a los quince médicos que le atendían. Era una declaración digna de ser estampada en cada uno de nuestros corazones:

«Nada de tubos».

En la habitación esterilizada había mucho trasto ajeno a la medicina paliativa, puro material trascendente y luminoso: giradiscos, auriculares, un sampler, una caja de ritmos, una computadora y la materia prima sagrada, el verdadero recuento de leucocitos de J Dilla: montones y montones de discos.

Me consuela la imagen. El cuarto de un moribundo atestado con todas las formas del verbo ser conjugadas en placas de acetato de vinilo: sencillos y flexi discs de siete pulgadas; extended plays de siete, diez y doce; maxi singles de 12 y, los reyes del baile, long plays.

El hospital era el escenario de un retorno, un loop existencial.

El niño J Dilla

El niño J Dilla

Treinta y tantos años antes, en el sótano de la casa paterna de McDougall con East Nevada, en el gueto de Conant Gardens, en el Eastside de la intolerable Detroit, el niño J Dilla jugaba con una pletina de casete, grabando y regrabando los discos de la colección familiar (la madre cantaba ópera, el padre era bajista de jazz) y los que empezó a comprar con sus ahorros. Iba a la tienda, probaba y elegía. Nunca puso puertas al campo: el estilo era lo de menos, sólo importaba el beat.

Lo demás es leyenda: la tutela de Joseph Amp Fiddler, en cuyo estudio siguió enredando aunque con aparatos un poco más complejos; la producción convulsa y underground –bajo seudónimo, sin ego– para los mejores (A Tribe Called Quest, De La Soul, Pharcyde, Busta Rhymes…); las sesiones de 6 de la tarde a 6 de la madrugada en el sótano de McDougall con East Nevada para enseñar gratis a los niños que venían empujando –entre ellos uno que se llamaba Marshall Bruce Mathers–; la tormenta creativa de finales de los años noventa y siguientes, trabajando con Talib Kweli y el gran Common; la sociedad con Madlib

J Dilla: Behind the Beat (foto: Raph Rashid)

J Dilla: Behind the Beat (foto: Raph Rashid)

Siempre al margen, siempre jugando, con poco o ningún interés por los contratos, el satén de la fama y los paseos por las alfombras. Colgando en Internet sus discos y mezclas al alcance de cualquiera, colaborando por el gusto de colaborar, sin preocuparse de papeles y formalidades.

Cuando murió (con decenas de discos, centeneras de canciones, incontables mezclas y producciones) no tenía nada o casi nada. Su familia todavía está pagando los gastos médicos.

Nunca dejó de hacer música. En el hospital, su madre le tenía que dar masajes en los dedos para evitar dolorosos los punzantes calambres de J Dilla cuando hacía mezclas.

No sé qué me pasa con J Dilla. No soy negro, no debería sentir el apetito, no debería erizarme con las crónicas de esquina y auxilio social, no debería advertir la sacudida religiosa del ritmo inclemente…

No hay caricias en la música que dejó: un ronco y quebrado gemido lo mancha todo, sorpresas rítmicas insólitas, desvergüenza, rotura de códigos, sexualidad, una inmensa belleza, un salmo de piel, un cristal roto, la sal del trueno y la huella de la sed, la carne rezando, el tacto en la cara y el llanto en los pies, funk de caballos relinchando y soul de pañuelo empapado por la fiebre…

J Dilla, al mando

J Dilla, al mando

Pese a su progresiva trivialización y sumisión al reinado del satén y las producciones de alto coste, sostengo que el hip-hop es el género musical más importante de nuestros tiempos, el más valiente y sincero, el más arriesgado, el más licencioso, la oración de esta época de harapos morales.

Sé con certeza que si estuviésemos en 1955, Elvis Presley cantaría rap como remedio contra la palidez.

¿Cuántas veces he escuchado de mis amigos la sarta habitual de advertencias sobre los raperos: “demasiado jactanciosos”, “demasiado ególatras”, “demasiado vanidosos”…? ¿Cuántas veces me han intentado llevar al lugar común de los calibres balísticos, las cadenas de oro y los automóviles, casi siempre enunciados por quienes admiten idénticas veleidades en las rock stars de vidas licenciosas, hedonistas y de culto a la dominación de la masa en el estadio hitleriano? ¿Por qué los roquistas solamente son capaces de citar los nombres de Eminem y Kanye West si les pregunto a qué músicos de hip-hop han escuchado?

¿Racismo? Algo de eso hay. Constatación: en el best-seller El ruido eterno, donde abunda el sesudo análisis sobre medianías como Radiohead, el gurú trendy Alex Ross limita las referencias al hip-hop a media página de las casi 800 del libro. Lo hace para deducir que el estilo tiene su base en el minimalismo repetitivo de Steve Reich. Me gustaría estar presente para ser testigo de la agresión si alguna vez Ross expone su tesis de esnob con doctorado  en un gueto de Detroit.

J Dilla - "Donuts" (2006)

J Dilla - "Donuts" (2006)

Tres días antes de la muerte, Jay Dee celebró su último cumpleaños terminando los dos temas finales de Donuts (se reedita ahora en vinilo y con una cubierta diferente), un disco-testamento que justifica una vida y salva unas cuantas más, un disco sagrado y trepanante (“le puso ese título porque los donuts le encantaban, una semana antes de morir me pidió que le comprase una caja”, dice Mamá Yancey).

El disco es un tesoro de 31 piezas mezcladas por un niño. ¿En el sótano, en el hospital?, ¿qué importa?

Las lágrimas que no merece Amy las derramo cada vez que J Dilla entra en mi vida.

Ánxel Grove