Jacques Sonck, fotógrafo de ‘outsiders’

© Jacques Sonck

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El gran fotógrafo alemán August Sander (1876-1964) pretendió componer un muestrario tipológico de los hombres del siglo XX. Como si se tratara de un heresiarca dispuesto a contradecir la labor del creador de la vida —sea quien sea—, clasificó a las personas y las catalogó con la paciencia burocrática de todo alemán: el campesino (Der Bauer), el artesano (Der Handwerker), la mujer (Die Frau), los trabajadores cualificados (Die Stände) —en los que adivinaba el primer eslabón de la vida cívica: del abogado al miembro del parlamento, del soldado al banquero—, los intelectuales, artistas, músicos y poetas (Die Künstler) y la gran ciudad (Die Großstadt)…

El ciclo termina, decidió el genial y peligroso Sander (al que, de modo contradictorio, no persiguieron los nazis, grandes catalogadores) con los locos, gitanos, mendigos, moribundos y muertos (Letzte Menschen).

Un siglo después, el belga Jacques Sonck (1949) parece decidido a añadir un prototipo al discutible aunque asombroso compendio del maestro. Sonck, cuyo libro más conocido se titula no casualmente Arquetipos, lleva casi cuarenta años empeñado en la tarea de retratar a los seres que de manera irremediable, como decía Kipling, «terminan pareciéndose a su sombra».

© Jacques Sonck

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Pese a la sonrisa, la picardía o la pose de indolencia, los seres humanos que elige Sonck están bajo una tormenta, dentro de un corral emocional o fuera de la convención: son outsiders o lisiados, casi  freaks como los reunidos por otra gran discípula de Sander, Diane Arbus, que siguió la senda del alemán en una carrera especular que linda con el copismo. La extraña pareja se convierte en trío con el añadido del belga, un buscador de personas diezmadas.

Funcionario de la administración cultural pública belga, Sonck adopta otra vida tras agotar la jornada laboral: vaga por los adoquines marchitos de Amberes y, con la potestad de la mirada, elige a los malditos. Que los retratos sean posados y no casuales, que el designado haya obedecido las órdenes del fotógrafo, añade la pizca de morbo que ubica las fotos en el terreno de lo moralmente discutible, es decir, de lo interesante. Ni un gramo de piedad.

Solitarios, excéntricos, abandonados, deformes, anacrónicos… Sonck los busca, selecciona y ordena. Le imagino pidiendo un gesto más ausente, una sonrisa idiota, un descalabro más notable, un miedo de verdugo.

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«Sabemos que las personas están formadas por la luz y el aire, por sus rasgos heredados y por sus acciones. A través de su apariencia podemos deducir el trabajo que hace alguien y el que deja de hacer. Podemos leer en su rostro si es feliz o atormentado», escribió Sander.

Sin melancolía, sin indulgencia, Sonck sigue el dictado del maestro. Sin ninguna pretensión de ridiculizar pero sin compasión.

Ánxel Grove

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