Regresan los setenta, la década de la que nadie salió ileso

Cubiertas de 'Ciudad en llamas' y 'Reyes de Alejandría, y, en el centro, póster de 'Vinyl'

Cubiertas de ‘Ciudad en llamas’ y ‘Reyes de Alejandría, y, en el centro, póster de ‘Vinyl’

La década de los años setenta fue la última de la que emanó el presentimiento constante de que todo estaba a punto de estallar, la creencia, como decía la canción, de que cualquier esfuerzo era inútil porque nadie saldría vivo del mundo y la opción más adecuada, quizá la única, era entregarse al torrente de la locura y arder en el magma de la disipación. Uno de los personajes del escritor Garth Risk Hallberg condensa la sensación en una imagen olfativa: «huelo a sangre de niño».

El autor de una de las novelas del año, Ciudad en llamas, no vivió el tiempo que narra —nació en 1979—, pero ha conseguido en su debut literario la crónica más detallada y pulsátil de los Bad Old Days, como llaman los neoyorquinos a los tiempos de la heroína, el desorden y el rock and roll. El libro, que en castellano ha sido editado por Random House [los fragmentos iniciales de cada bloque de la novela se pueden leer en estos vínculos: 1, 2, 3 y 4], viene precedido de los adjetivos promocionales de «nuevo clásico» y el autor recibió un adelanto de dos millones de dólares, el mayor nunca pagado por una ópera prima.

Ninguna de ambas circunstancias manchadas por la moda debe llamar a engaño: la novela es una fábula tétrica de un millar de páginas que se dejan leer con la adictiva naturalidad de un tóxico. Si el lector anhela una máquina del tiempo para conocer el lugar y el momento donde sucedió todo y de modo simultáneo, esta es su oportunidad.

La vida en este enjambre fruncía la noche; / el beso de la muerte, el abrazo de la vida. La luz implosionando en el interior de los objetos y los seres vivos —sobre todo en las venas ávidas, siempre en busca de más combustible—, cantada mejor que nadie por los cuatro yonquis ilustrados del grupo Television,  está en el fundamento de Ciudad en llamas.

La novela presenta una compleja trama de acciones solapadas que terminan convergiendo en una cadena de desastres, pecados y hielo negro que Hallberg narra con ojo de periodista y tono audaz, en ocasiones lastrado por un impostamiento que, si bien no empaña la narrativa, hace demasiado evidente que el escritor padece el síndrome del primer libro, cuando la ambición inhibe al autor y le impide editar la prosa con virtud depurativa.

Menos voltaica, más fetichista, más adeducada para los arabescos psicodélicos de Traffic, la novela-vivencia Reyes de Alejandría, del mallorquín José Carlos Llop, transcurre en torno a los primeros años setenta en Palma, Barcelona y París, ciudad desde la que un escritor reconstruye la memoria personal con la argamasa de las canciones como materia primordial.

Los setenta de Llop, que podría ser el padre de Hallberg, son más hippies, más mediterráneos, más astrales… «Se vivía dentro de la música porque no se quería vivir fuera», afirma en primera persona el vocero de una confesion que es lo contrario al ajuste de cuentas pero está empapada por la melancolía de lo que pudo ser y nunca fue:

Donde hay poesía no hay dinero y donde hay dinero no hay poesía, y el dinero, pero sobre todo el tiempo que convirtió la juventud en madurez, puso fin a un mundo en el que aún todo era posible, un mundo en el que aquellos efímeros reyes de Alejandría habíamos sido nosotros.

Editada por el sello Alfaguara [aquí se puede leer un fragmento] y con una acaso demasiado reveladora foto de Bob Dylan en la cubierta —¿quién desea leer un libro con un retrato del mejor narrador del siglo XX en vez de escuchar de nuevo sus canciones?—, Reyes de Alejandría conmueve por la relación de Llop con la música, un territorio de libertad en la mohosa realidad del franquismo.

En esta milagrosa sincronía de flashbacks, la más lograda instantánea de los setenta llega como teleserie. Vinyl, de la HBO —que ya ha emitido los diez capítulos de la primera temporada y acaba de firmar por una segunda— es tan explosiva como merece la época y contiene las dosis necesarias, siempre extensas, de drogas y rock and roll.

La serie está producida por dos tipos a los que no se puede acusar ni de novatos ni de faltos de implicación, Martin Scorsese y Mick Jagger, y gira en torno a uno de los mejores actores del momento, Bobby Cannavale, que interpreta al empresario discográfico Richie Finestra, un italoneoyorquino con tanto olfato para detectar el genio musical como voracidad compulsiva para entregarse a los instintos primarios.

Si el retorno a los setenta es un nuevo pasaje hacia la nostalgia diseñado en los despachos del entretenimiento colectivo, Vinyl —inserto abajo la brutal cabecera y un making off— rompe el molde y confirma, como sostiene uno de los personajes de Ciudad en llamas, que hablamos del último momento de la historia de la humanidad en que la membrana entre lo real y lo cognitivo adelgazó con tanto peligro que nadie salió ileso del dolor y el gozo.

Jose Ángel González

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