‘San Serapio’, un cuadro de tela y luz

Francisco de Zurbarán - 'San Serapio', 1628 (Hartford, CT, Wadsworth Atheneum Museum of Art. The Ella Gallup Sumner and Mary Catlin Sumner Collection)

Francisco de Zurbarán – ‘San Serapio’, 1628 (Hartford,
CT, Wadsworth Atheneum Museum of Art.
The Ella Gallup Sumner and Mary Catlin Sumner Collection)

Los cuadros tienen fauces y garras, un poder animal para marcarte y examinar luego las heridas con su propia capacidad diagnóstica. Te indagan como tomografías, desnudándote de un modo más sorprendente aún —como si no fuese suficiente el pasmo de que unos pegotes de pintura sobre un lienzo fuesen el mejor doctor—, sabiendo que son artilugios de otros siglos, de tiempos que ni siquiera aplicando el detectivismo histórico más competente puedes entender del todo.

Por ejemplo, San Serapio, pintado por Francisco de Zurbarán en algún momento de 1628, cuando el maestro tenía entre 39 y 40 años y trabajaba por encargo de los monjes de Nuestra Señora de la Merced Calzada de la ciudad de Sevilla.

El cuadro representa el cadáver colgante del inglés Peter Serapion, que había llegado a España como cruzado para ayudar a expulsar a los árabes y terminó entrando en los mercedarios, la orden que a los votos de pobreza, obediencia y castidad añadía un cuarto:  «redención o sangre», que les comprometía a dar su vida a cambio del rescate de los cautivos en peligro de perder su fe.

Los superiores de Serapio le encargaron viajar a África en misión evangélica en 1240. Capturado por piratas sarracenos y tras una tortura que hemos de sospechar larga e inclemente, Serapio fue atado a un árbol y decapitado en algún paraje de lo que hoy llamamos Argelia. Un cuello de infiel, una espada bien afilada, el pleito por el verdadero nombre de dios… Parece una crónica de actualidad contemporánea: también la historia es un animal sometido al trajín de la repetición.

Una tesis menos atávica, menos salafista y acaso más real, apunta que el mercedario regresaba a la patria natal y que los piratas no profesaban el credo de Alá, sino el de los dioses paganos de los moors, el desierto de los australes. De acuerdo con esta versión, los secuestradores eran escoceses que reclamaron un rescate a Sevilla y nerviosos porque no era satisfecho liquidaron a Serapio, desmembrando el cuerpo atado por las cuatro extremidades a otras tantas caballerías azuzadas hacia destinos opuestos.

Fuese cual fuese el capítulo final, el papa Benedicto XIII canonizó a Serapio, que entró en el martirologio católico en 1728.

El cuadro de Zurbarán, destinado a la capilla De Profundis del sótano funerario del convento sevillano, mide 120 por 103 centímetros. Las tres cuartas partes de la superficie están ocupadas por tela y luz.

En la mancha del hábito del religioso, una toga que, según establecía la regla mercedaria, había de ser «blanca, de materia sencilla, compuesta de túnica, cinturón, escapulario, capilla y escudo», podría yo vivir mejor que en la mejor de las moradas. En los tres pliegues de la capa que caen con una mágica verticalidad, como aristas que sostienen a los huesos rotos y la carne macilenta, encuentro un sueño de refugio, una redentora morada contra todos los degüellos.

El cuadro, que desde hace más de medio siglo (1964) no se ha expuesto en España, regresa ahora para la exposición Zurbarán: una nueva mirada —en el madrileño Museo Thyssen desde el 9 de junio—. Aunque no estaré allí —a veces el mucho deseo no es divisa suficiente para pagar un billete de viaje y estar donde debieras—, desearía confrontarme al martir y a la profunda y silenciosa moralidad que irradia.

'San Serapio' (detalle)

‘San Serapio’ (detalle)

¿Por qué deseo encarar al San Serapio de Zurbarán, el pintor de sepulcros y martirios?

En el catálogo sobre la exposición que dedicó al pintor el MET de Nueva York [se puede bajar gratis en un PDF de casi 47 megas, en inglés, o admite la lectura vía web] esta es la descripción del rostro de Serapio:

La cabeza de la víctima, como la de Cristo en la cruz, cae sobre un hombro. La cara, con el pelo despeinado, la frente hinchada, los ojos cerrados y la boca entreabierta, se trata con veracidad cruel. Sin gota de sangre [el pintor] tiñe esta armonía de blanco, con sólo dos puntos de carmín en el párpado y el labio. Clavado en el pecho, en el centro de la imagen, en grana, blanco y oro, el escudo de la Orden Mercedaria.

Conozco otra descripción complementaria. La formula el holandés-pero-casi-español Cees Nooteboom en un libro que todo habitante de la península ibérica debiera llevar en su zurrón, El desvío a Santiago:

Lo que el pintor oculta es el vientre vaciado, las entrañas desaparecidas (…) Si ahora vuelves a acercarte de nuevo al vestido, te marearás. Es un truco infantil, pero sin embargo… Tapa una gran parte de esa pintura y mira qué te queda. Quita sólo las manos y la cabeza y ya lo tienes, como dije arriba: un monumento. Sigue bajando hasta debajo de la cintura: así queda, la palabra lo expresa, una abstracción en la que tu ojo puede perderse. Ahora las pequeñas líneas transversales, tan finas como vasos capilares, se hacen visibles: granitos, rajitas, iniciativas de rojo, de gris, y colores aún más oscuros, allí donde ves el abismo cuando vuelves a apartarte, el abismo de lo que, si la representación es todavía ella misma, se desenmascara como un pliegue. Quisiera tener una lupa ahora.

Sabemos, según dice el contrato en castellano viejo pero preciso que el «pintor de ymaginería« Zurbarán cobró de los mercedarios sevillanos «16.500 reales o 1.500 ducados» por más de una veintena de cuadros que debía entregar entre 1628 y 1629. El mismo papel establece que el convento debía aportar al maestro y sus ayudantes comida, bebida, alojamiento, camas y todas las necesidades relacionadas con la pintura —lienzos, colores, aceites y demás— durante la duración del encargo.

'San Serapio' (detalle)

‘San Serapio’ (detalle)

También nos queda la firma, en una tela o papel clavado al lienzo, un aquí estoy también yo confesado con cierta picardía por el pintor.

Nooteboom otra vez:

Ahora el pintor escribe su nombre en un papelillo arrugado y lo clava en la pared. Hay una grieta en el papelillo (…), como si quisiera señalar con estas grietecillas mínimas una imperfección. Lo ves, ese santo está martirizado, la apática mano izquierda es la de un muerto, la empalizada de su ropa se mantiene en alto sólo porque sus manos están colgadas: el muerto es el maniquí.

La historia cronológica del óleo es tan densa como el tenebrismo de la obra —pero, ojo, teñido de blanco— y tan evidente como su falta de sangre: en 1832 fue comprado por Richard Ford, un inglesito vivales que anduvo por los conventos españoles haciendo meritorios dibujos, cultivando hispanidad y, sobre todo, comprando por perras chicas cuadros que le hicieron millonario. A los cuatro años, en 1833, vendió el Zurbarán en subasta a Sir Montague John Cholmeley, un barón y político liberal de Lincolnshire; éste, en 1947, lo entregó a los prestigiosos marchantes Koetser, y el óleo terminó en 1951 en la colección permanente del Wadsworth Atheneum, de Hartford, la capital de uno de los estados más pijos de los EE UU, Conneticut. No suelen dejarlo salir.

Monjes de Zurbarán, blancos cartujos que, en la penumbra, se deslizan silenciosos sobre las losas de los muertos, murmurando padrenuestros y avemarias infinitos…

El parnasiano Théophile Gautier creyó adivinar en las túnicas pintadas con empuje cercano al éxtasis por Zurbarán la verdad esencial de un país muy lejano y poblado por la muerte o la cercanía inminente de la muerte. Me parece que hay algo más en la pasión por los enigmas de la luz y los tejidos: sobre todo el intento de provocar, como dice Nooteboom, «un incendio en blanco y negro» y formular una fe de vida desde la sombra y la ceguera de un paisaje acerado.

¿Pero por qué Zurbarán? ¿Por qué esa singular obsesión con mártires, monjes, crucificados, santos? ¿Quién se interesa todavía por esa España anterior que ahora parece impulsarse lejos de nosotros a velocidad de vértigo, que parece estar más cerca del mundo de Dante que del nuestro?

(…)

Conozco la región en donde nació Zurbarán, en donde vivió y trabajó. Es de Fuente de Cantos. Hay bastantes cantos en esa zona chamuscada y llana entre Mérida, Badajoz y Sevilla. Los romanos han dejado allí sus monumentos, el paisaje es duro, clásico, sobrio, los lugares son manchas de blanco que hacen daño a la vista. Ves a la gente venir desde la lejanía, enmarcada en esa luz que define a los hombres como imágenes, las dimensiones del paisaje dan a cada paso algo solemne. Todas esas cosas han penetrado en sus ojos, su entorno como primer maestro.

Zurbarán, derrotado por el barroco, murió pobre y olvidado en Madrid, ciudad que te envilece o te consagra. Hasta hace bien poco siguieron encontrando nuevos cuadros salidos de sus manos incansables. No se le quiso, y, por ende, no se le estudio, como a Velázquez, con tanta pasión y tanto dinero público entregado en subvenciones, le acusaron de ser un caravaggista menor, Goya —que pintó, incapaz de la sugerencia, regueros de sangre y barbarie con aplicación de periodista— se lo merendó de un bocado…

Ahora, como pasó con El Greco hace nada, le adivinan precursor de la metafísica e incluso, eso dicen en el Thyssen, del «cubismo».

Si pudiera desviarme, como Nooteboom recomienda ante todo camino trazado por los demás, iría a ver el San Serapio, a encontrarme reflejado en el vacío de tela y luz de su traje de martir. En esa niebla podría desvanecerme, esas aristas necesito para seguir en pie, para mantener viva la fe en el poder de las ymaginerías.

Jose Ángel González

Francisco de Zurbarán - 'Aparición de San Pedro a San Pedro Nolasco', 1629, Museo del Prado, Madrid

Francisco de Zurbarán – ‘Aparición de San Pedro a San Pedro Nolasco’, 1629, Museo del Prado, Madrid

Francisco de Zurbarán - 'San Francisco de Asís según la visión del Papa Niocolas V', c. 1640

Francisco de Zurbarán – ‘San Francisco de Asís según la visión del Papa Niocolas V’, c. 1640

Francisco de Zurbarán - 'San Francisco meditando', c. 161 - National Gallery

Francisco de Zurbarán – ‘San Francisco meditando’, c. 161 – The National Gallery

Francisco de Zurbarán - 'San Francisco en meditación', 1639, Londres, The National Gallery

Francisco de Zurbarán – ‘San Francisco en meditación’,
1639, Londres, The National Gallery

1 comentario

  1. Dice ser Antonio Larrosa

    No cabe duda que S. Serapio lo pasó muy mal en su último día

    Clica sobre mi nombre

    01 junio 2015 | 08:11

Los comentarios están cerrados.