Las fotos inéditas del ‘loco’ Dennis Hopper en Taos, Nuevo México

Untitled (women eating, laughing) © Dennis Hopper

Untitled (women eating, laughing) © Dennis Hopper

No es posible saber si la utopía hippie acabó con la primera cuchillada de las mansonitas contra la tripa embarazada de Sharon Tate o con el disparo del red neck que tumba y mata a Captain America Wyatt, el personaje principal de Easy Rider, interpretado por Peter Fonda. Entre la primera escena, tan real como la sangre y sucedida en las colinas de Los Ángeles, y el estreno publico de la película que contenía la segunda, metafórica y escenificada, pasaron pocas semanas.

Todo ocurrió en el verano de 1969, cuando el diablo fue de vacaciones a California.

En la foto que abre la entrada, tomada por el director-actor de la película, Dennis Hopper (1936-2010), mientras buscaba localizaciones para el largometraje que sería el canto póstumo de una generación, el flower power no parecía estar todavía condenado a la cuneta de una carretera sureña o al delirio de una secta de niños convencidos de que aquel delincuente de poca monta con ojos hipnóticos era, «en serio, hombre», el quinto beatle.

Las dos mujeres que aparecen en la imagen tienen toda la vida por delante. Eso creen ellas.

Acaban de editar las que quizá sean las últimas imágenes inéditas de Hopper, o sea, las únicas no explotadas por la codicia de los herederos. Drugstore Camera reúne las fotos del director, tomadas con cámaras desechables y reveladas en drugstores —esa mezcla de maxiquiosco y farmacia tan abundante en los EE UU, donde tiene un sentido metafísico comprar en el mismo lugar lo que te cura y lo que te lleva directo a la diabetes— durante sus primeros meses en la zona de Taos, en el desierto de Nuevo México, un lugar seco donde la topografía parece una canción de Lydia Mendoza: Cerro del Oso, Arroyo Seco, Mosca, Cerro del Oro, Jicarita, Hernández, La Española, Cerro Vista, Cuchillo de Fernando, Sangre de Cristo, Agua Fría…

Untitled (nudes)  © Dennis Hopper

Untitled (nudes) © Dennis Hopper

Hopper siempre había estado un poco loco. Pocos meses antes se paseaba por las fiestas de Hollywood buscando cuartel y asustando a los productores:

— Van a rodar cabezas, el viejo orden va a caer y todos vosotros vais a morir, dinosaurios.

Hopper a voz en grito, proclamando que era necesario que en la meca del cine imperasen «los principios del socialismo». Lo cuenta textualmente Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes, la crónica de la pandilla de drogadictos que reinventó el cine —¿sabe la Reina Letizia que van a entregar su premio a uno de aquellos licenciosos, Francis Ford Coppola?—.

En plena bajada, cuando Hollywood parecía dispuesto a enterrar a sus hijos, llegó Fonda, pésimo actor pero gran amigo de parrandas e hijo del venerable Henry, cuya mención abrió algunas puertas, y hermano de Jane, la chica it del pop art, a quien Hopper había retratado como una dominatrix con arco, flechas y biquini.

La historia que filmarían era una parábola: dos moteros planean dar el pelotazo llevando en los tanques de sus Harley un cargamento de droga para venderlo, una vez dosificado, en el carnaval de Nueva Orleáns.

Las primeras conversaciones debieron ser filmadas. Parecen una película de los Marx:

Hopper: En esas motos no podríamos llevar marihuana suficiente para venderla y retirarnos. No se lo tragaría nadie, tiene que ser otra cosa.

Fonda: ¿Heroína?

Hopper: No, tiene connotaciones desagradables. No es una idea muy buena. ¿Por qué no cocaína?

Y fue cocaína, la «droga de los reyes», como decía Hopper, al que se la había hecho probar el promotor musical Benny Shapiro, que a su vez había sido invitado por Duke Ellington —los negros siempre han ido por delante y, si son músicos de jazz, planetas por delante—.

Fue otra de las predicciones de Easy Rider: la muerte del sentimiento campesino de la marihuana para acelerarse en los callejones blanqueados por la harina.

La coca era cool. «En aquellos días», dice Biskind, «nadie se imaginaba siquiera que la cocaína crease adicción. Como no se conseguía en la calle y, además, era muy cara, circulaba poco y en la película usaron levadura en polvo«.

Untitled (profile of rock man formation) © Dennis Hopper

Untitled (profile of rock man formation) © Dennis Hopper

Untitled (man with hat and no shirt) © Dennis Hopper

Untitled (man with hat and no shirt) © Dennis Hopper

Taos también era cool. Un lugar en el que podías escuchar a los muertos, la atmósfera tenía una textura cristalina, estaba enterrado el lascivo D.H. Lawrence y tenía su rancho fantasma la pintora del adobe Georgia O’Keefe no podía fallar como base de operaciones.

Hopper se encariñó tanto con el lugar que, una vez ingresados los muchos millones que le reportó Easy Rider, compró una casa de 22 habitaciones y se dejó una barba con la que se parecía bastante a Charles Manson. Incluso desarrolló una cierta cualidad hipnótica en la mirada.

En la mansión de paredes de adobe —vivir «pegado a la tierra», esa otra pretensión hippie—, por supuesto, organizó orgías. Eras un apestado si no las montabas.

Mientras los millonarios de Hollywood agotaban las existencias de pistolas de las armerías de la ciudad para protegerse de lo que pudiese entrar por la ventana, el niño díscolo de la industria hacía fotos livianas, tan inmaculadas como la luz del desierto.

Nunca volvió a dirigir una película soportable con la excepción de la alegoría punk Out of the Blue (1980). Tampoco como actor llamó la atención hasta que David Lynch le entregó el rol de uno de los malos más tenebrosos de la historia, el Frank Booth de Blue Velvet (1986).

Untitled (desert landscape)  © Dennis Hopper

Untitled (desert landscape) © Dennis Hopper

Untitled (car) © Dennis Hopper

Untitled (car) © Dennis Hopper

Untitled (cowboy in cemetery)  © Dennis Hopper

Untitled (cowboy in cemetery) © Dennis Hopper

Ni siquiera la luz y un lugar milagrosamente llamado Taos puede curar según qué enfermedades. El whisky y las drogas, por ejemplo. Hopper sabía bastante del asunto: desde los 12 años era alcohólico.

Mientras tomaba esta colección de fotografías en apariencia cautivas de la serenidad, estaba más loco que nunca: pegaba a la gente —rompió  la nariz a su mujer porque le acusó de pasarse—, estaba convencido de que moriría como Jesucristo, adivinaba conspiraciones en el ambiente, le gustaban las armas de fuego, tomaba pastillas eligiendo al azar, se encerraba durante días…

Su «programa artístico», como llamaba a la politoxicomanía, lo convirtió en el aún más loco Hopper y casi todos dejaron de hablarle.

Las imágenes, eso sí, son hermosas. Todos los locos, es cosa comprobada, saben cómo mirar.

Jose Ángel González

Untitled (Dennis Hopper Works of Art)  © Dennis Hopper

Untitled (Dennis Hopper Works of Art) © Dennis Hopper

Untitled (woman with baby on shoulders)  © Dennis Hopper

Untitled (woman with baby on shoulders) © Dennis Hopper

Untitled (bandaged food)  © Dennis Hopper

Untitled (bandaged food)
© Dennis Hopper

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