Archivo de marzo, 2014

La tragedia tras el cuadro de la nueva novela de Donna Tartt

"Het puttertje" (El jilguero) - Carel Fabritius, 1654

«Het puttertje» (El jilguero) – Carel Fabritius, 1654

El cuadro, un óleo sobre madera, supera sus delicadas dimensiones (33,5 por 22,8 cm) con la luz tangible y la equilibrada composición, más oriental que europea. Se titula Het puttertje (en holandés, El jilguero) y forma parte de la colección permanente del museo Mauritshuis —hogar también de Meisje met de parel (La joven de la perla) de Vermeer y De anatomische les van Dr Nicolaes Tulp (La lección de anatomía), de Rembrandt—. Las tres obras fueron pintados en la edad dorada, la primera mitad del siglo XVI, de la llamada escuela de Delft, una ciudad del sur de Holanda situada a medio camino entre Rotérdam y La Haya.

Es un cuadro tan misterioso, tan sencillo… Realmente tierno… Te invita a mirarlo más de cerca, ¿verdad? Después de todos esos faisanes muertos que hemos dejado atrás, aparece esta pequeña criatura viva.

"El jilguero" - Donna Tart (Lumen, 2014)

«El jilguero» – Donna Tart (Lumen, 2014)

La descripción procede de la novela El jilguero, que acaba de editar Donna Tartt (Greenwood, Misisipí, 1963), esa mujer con traje chaqueta y mirada que atemoriza como una tomografía que más o menos cada diez años nos regala mil páginas  que tienen la solvencia de Dickens, la iluminación de Stevenson y el tono metafísico de baja intensidad de Melville.

Si no han leído El secreto (1992) y Un juego de niños (2002), háganlo. Ambas son descensos de matemática tensión a los mundos abisales de la pubescencia, el autodescubrimiento, el sexo y la sangre.

Pueden seguir con la entrada, no teman, no voy a cometer la grosería de revelar nada fundamental sobre El jilguero, la tercera obra de una escritora de best sellers que, cosa rara, gusta a los escritores —no a los académicos universitarios, que siguen anclados en Joyce y Dos Passos — y que, como el Stephen King de los mejores momentos —El misterio de Salem’s Lot (1975) y El resplandor (1977)—, sobrevuela sin tiznarse las modas del mercado y las normas de la dictadura de los escritores con acné y Twitter que nos ha tocado sufrir.

Me interesa el cuadrito, que juega un papel crucial en la novela, del pájaro amarrado con una cadena a una percha —una costumbre muy extendida en Holanda en aquel tiempo, cuando se entrenaba a los inteligentes jilgueros para que bebiesen de un recipiente escondido en el interior del refugio de madera o para que llevasen en el pico granos de alimento hasta las manos de los dueños—.

Es una obra casi impresionista: el cuadro es más óptico que narrativo, el comportamiento de la luz produce un leve parpadeo, como si las nubes tamizaran con su paso los reflejos solares sobre la superficie y la imitación de las texturas no importa tanto como su calidad: podemos rozar la pared con los dedos, apreciar la densidad de las sombras y su movimiento oblicuo—. Además, está rodeada de misterio: la tabilla es demasiado delgada, hay signos de pequeños clavos en las cuatro esquinas, lo que ha sugerido a algunos historiadores a pensar que se trataba de una obra de encargo para el rótulo de algún tipo de tienda o comercio, y la firma y la fecha están pintadas en un tono levemente menos brillante que la pared, lo que casi impide verlas a no ser que el espactador se aleje unos metros del cuadro.

Carel Fabritius - "Zelfportret", ca. 1645

Carel Fabritius – «Zelfportret», ca. 1645

El autor del óleo fue Carel Frabritius (1622-1654), discípulo de Rembrandt y profesor de Vermeer. Uno de los mejores pintores de su tiempo, gozó de una gran fama en vida, pero tuvo la mala suerte, en el mismo año en que pintó El jilguero, de no ir a la concurrida feria que se celebraba el lunes 12 de octubre de 1654 en La Haya. Prefirió quedarse en su estudio en Delft porque debía terminar un retrato.

Poco antes del mediodía se registró, a una manzana de la casa del pintor, la explosión de 30 toneladas de pólvora que estaban alojadas en un antiguo convento. El cuidador del polvorín cometió algún tipo de imprudencia y la deflagración fue de tal magnitud que se escuchó a cien kilómetros de distancia. Practicamente todo el casco urbano de Delft quedó en ruinas. Murieron centenares de personas —nunca se precisó la cifra—y hubo miles de heridos.

El suceso conmovió de tal manera a la sociedad holandesa que fue bautizado como La explosión de Delft y la universidad de la ciudad empezó a impartir como materia el estudio de las explosiones y las técnicas para prevenir las accidentales. Uno de los vecinos de Fabritius, el también pintor Egbert van der Poel, enloqueció con la tragedia y durante el resto de su vida sólo pinto, como explica Donna Tart en su novela, un mismo tema:

Distintas versiones de las mismas tierras yermas humeantes: casas calcinadas en ruinas, un molino con las aspas destrozadas, cuervos volando en círculos en cielos ennegrecidos por el humo.

Egbert van der Poel - "Delft Explosion of 1654", ca. 1654

Egbert van der Poel – «Delft Explosion of 1654», ca. 1654

Al maestro de la luz Carel Fabritius se le derrumbó la casa encima y, aunque fue sacado con vida de entre los escombros, murió en cuestión de minutos.Tenía 33 años y con la destrucción del estudio se perdieron casi todas sus obras. Sólo se conservan docena y media y parte de ellas eran ejercicios juveniles que realizó bajo la tutela de Rembrandt. Destaca una visión de Delft en la que pintó la escena casi tridimensionalmente, convirtiendo la perspectiva en esférica, como si el pintor mirase a través de un objetivo de ojo de pez.

Nadie sabe los detalles de la historia de El Jilguero, la obra magna del superdotado joven que, según testimonios de la época, había enseñado a Vermeer cómo manejar la luz para que fuese perceptible y tuviese densidad. Los historiadores han logrado situar la tabla en 1861 en manos de un tal chevalier Joseph-Guillaume-Jean Camberlyn, quien la legó a sus descendientes. En 1896 fue comprada en una subasta en París por 6.200 francos con la mediación de un marchante que actuaba como intermediario de la colección real holandesa.

La novela de Donna Tart comienza con una explosión terrorista en un museo en el que exponen El Jilguero. La escritora sostiene que no sabía que el autor del cuadro sobre el que gira la acción del libro había muerto tras otra deflagración. Quizá el curioso pajarillo pintado por Fabritrius sepa si es verdad o se trata de un ardid de novelista. No importa demasiado: el cuadro y la novela merecen ser visitados.

Ánxel Grove

Las esculturas ‘dibujadas’ de Frank Plant

'The Memory Collectors' - Frank Plant

‘The Memory Collectors’ – Frank Plant

El grupo de turistas ofuscados en sacar fotos, el hombre sentado con desgana y con los pies metidos en una piscina infantil; el lenguaje corporal de tres parejas que parecen estar en una clase de baile. Vistas de frente, las obras parecen dibujos esquemáticos hechos con un bolígrafo o un rotulador de punta fina.

Detalle de 'The Memory Collectors' durante su creación

Detalle de ‘The Memory Collectors’ durante su creación

Frank Plant suelda el metal como si utilizara tinta, define sus obras como «dibujos en acero» o «hierrogríficos» y adapta con naturalidad la escultura a las dos dimensiones. La línea precisa y limpia es producto de un esfuerzo físico que castiga las manos, pero el resultado final sobre la pared blanca disfraza por completo la dureza del material.

El estadounidense —afincado en Barcelona desde 1999— captura en sus piezas objetos y situaciones entre lo rutinario y lo provocativo, sus obras pueden representar a una familia en la playa una tarde de domingo y también hacer una reflexión sobre la privacidad en Internet con un grupo de hombre representando a macrocorporaciones como Google, Apple o Facebook esgrimiento pancartas en las que se lee el mensaje «sabemos lo que estás pensando».

Interesado en «encontrar y examinar las maneras sutiles de comunicación de y entre los humanos«, las cabezas de los personajes que representa son siluetas y no hay detalles de la cara, pero aún así el jenguaje corporal de las figuras basta para  dejar clara su actitud.

Las parejas que no tienen claros los pasos de baile, la flojera veraniega de las terrazas, la sacrificada tarea del butanero, la actitud de un grupo de gente vestida que mira de refilón o ignora intencionadamente a una chica en biquini… Plant transforma sus observaciones sociales en puzzles de acero que sobre la pared parecen la viñeta de un cómic.

Helena Celdrán

'The tourist' - Frank Plant

'People Being People' - Frank Plant

'We Know What You're Thinking' - Frank Plant

'Meanwhile on the Peninsula' - Frank Plant

'Us and Them' - Frank Plant

'Us and Them' (detail) - Frank Plant

'Learning to Dance' - Frank Plant

'Braver Newer World' - Frank Plant

'When They Come Looking for their Money' - Frank Plant

‘Selfies’ desgarradores como crímenes

Lee Friendlander - Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander – Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander conduciendo un automóvil alquilado: lo hizo durante meses, retratando siempre con el parabrisas o las ventanas como marcos añadidos a la realidad externa, temible y fría. En la imagen se muestra como un ser martirizado por el insomnio, cegado por la llamada arrolladora del asfalto: es el conductor con quien no desearías cruzarte en contra dirección. El autorretrato podría llevar aparejada una adenda informativa —la dolorosa artritis reumatoide del fotógrafo, la capacidad perdida para moverse libremente por el mundo y retratar mientras caminas, el peso doloroso de la cámara, una carga que duele como un amor tóxico—, pero todo es verborrea y la imagen basta.

Diane Arbus - Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus – Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus y su primer hijo, Doon. La fotógrafa, que tenía 22 años y aún no era legendaria, abraza al niño con una delicadeza torpe en la toma de la izquierda. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo. Los ojos de Arbus duelen de tanto miedo como acumulan. «No puedo hacer fotos porque quiero retratar el mal», diría en uno de los muchos momentos de angustia depresiva de su carrera. El temprano doble autorretrato contiene la misma declaración pero en un flashback infernal y se hace premonición: uno sabe que esa mujer acabará cortándose las venas, no sin antes tragar un buen puñado de barbitúricos para filtrar el dolor final.

Pieter Hugo - Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town

Pieter Hugo – Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town, 2012

Pieter Hugo se retrata con su primogénita, Sophia. Nacido en Ciudad del Cabo en 1976 y todavía vecino de Sudáfrica, una de las naciones más violentas del mundo, el fotógrafo se había dedicado poco antes de la foto a concluir una serie para intentar responder a una gran duda: ¿vale la pena seguir en el país y atreverse a criar a un hijo en un ambiente tan marcado por «las fracturas y la esquizofrenia»?. El autorretrato de padre e hija desnudos no es una imagen dichosa. Las pieles vulnerables y la sensación de incomodidad desvelan un porvenir quebradizo y contienen alguna que otra brutalidad estadística: 50 muertes violentas al día, más de 60.000 asaltos sexuales al año (Sudáfrica encabeza el ranking mundial), una pobreza rampante y creciente violencia xenófoba contra los emigrantes y refugiados de los países vecinos—.

¿Por qué me asustan y desquician las tres fotos? Porque son autorretratos y están tomadas, precisamente, por el mejor de los matarifes: el fotógrafo que decide someterse a la posesión —y toda posesión es muerte— de despellejarse. El aurorretato sólo vale la pena si la víctima es también un asesino, el asesino de sí mismo.

La fotografía es poco segura o no es, insinuaba Roland Barthes en el ensayo La cámara lúcida. La afirmación lleva pareja la idea de que cada foto provoca un desorden de emociones y, si realmente se trata de una foto intensa —tan intensa que permite cerrar los ojos al espectador y mantener el sentimiento—, el fotógrafo ha desafiado «las leyes de lo probable, de lo posible y de lo interesante” sin perder en el camino la capacidad de sorprender.

Creo que las tres fotos de arriba cumplen: evitan la indiferencia y moldean un lenguaje que podría tener la forma de un grito animal a partir de un objeto inerte —una imagen sobre un papel—. A todas se les puede aplicar la norma según la cual un retrato sólo vale la pena, como afirmaba Henri Cartier-Bresson, si la cámara está situada «entre la piel y la camisa del retratado».

Sobre el pavimento, tejiendo autoemulaciones en las cristaleras de los comercios, jugando a la evidencia con los espejos… La sombra de Vivian Maier, niñera a tiempo casi completo y fotógrafa en los resquicios, abandonando para nadie —si la fotografía es satisfactoria para el fotógrafo, ¿a quién más debe importar?— 40.000 negativos que fueron descubiertos muchas décadas después en el desconcierto polvoriento de un guardamuebles.

En la «inmaculada misión de fotografiar el mundo como abrazándolo, sin más comentario que el contacto», como escribí en otra entrada de este blog, ella misma una sombra como la del pavimento, la fotógrafa-niñera se autorretrató a menudo, joven, despierta y armada siempre con la inseparable cámara Rolleiflex de medio formato, ejerciendo otro de los canócicos guiños de muchos selfies: el fotógrafo se expone con el arma del delito, quiere sugerir qué calibre es el más letal.

Si toda fotografía es terrorífica porque nos permite apropiarnos de la vulnerabilidada ajena —el «asesinato suave» del que hablaba Susan Sontang—, tal vez los autorretratos sean lo más cerca que un fotógrafo puede estar de su propia muerte. En estos tiempos en que la desvergüenza es entendida como una de las formas del sentido del humor y el atrevimiento se ha convertido en un valor seguro —cierto atrevimiento, debe anotarse, porque casi nadie se atreve a la intrepidez de los valientes: afirmar que todos somos culpables del mal olor, que la pestilencia es colectiva—, el autorretato, el selfie, as they say, se ha convertido en paleolítico, primario, condenadamente imbécil.

«El estilo de una persona es el espejo que muestra su propio retrato», afirmaba Goethe. La frase es complementaria con otra de Oscar Wilde: «Todo retrato con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo». ¿Qué dice de nosotros el puzzle universal que podría componerse con las piezas de los millones de selfies que desbordan el éter binario e intangible de las redes socialesel 91% de los adolescentes suben actualmente autorretratos a sus perfiles, cuando el porcentaje era del 79% en 2006? Que estamos más solos que nunca, quizá. Que nuestro sentido del pudor es el mismo que el de una gallina ponedora, podría añadirse dado el cerril resultado de las e-convocatorias mundiales para compartir selfies.

No me pidan que busque algo en el autorretrato que las hermanas Obama se están haciendo en el selfie muy difundido, compartido y comentado —con el smartphone de cámara frontal, por supuesto—. Sólo veo autohumillación y convicción —lo contrario a la necesaria inseguridad fotográfica que predicaba Barthes—.

Sasha y Malia Obama se hacen un 'selfie', 2012

Sasha y Malia Obama se hacen un ‘selfie’, 2012

Hace unos días escribí sobre Robert Cornelius, el autor, hace 175 años, del primer autorretrato del que se tiene constancia. Repito unas líneas de la entrada. «No entiendo (…) cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano».

Antes de dejarles otros cuantos autorretratos más desgarradores que crímenes, copio otra frase de Barthes que aconsejería leer a cualquiera antes de atreverse con un selfie: «La fotografía permite cerrar los ojos, los abrimos y sigue ahí (…), por eso debe ser silenciosa. En la foto no hay un fuera de campo, lo que ocurre solo ocurre dentro». Por favor, autores de selfies, dejen de gritarme al oído.

Ánxel Grove

 

Un sencillo corto de terror que ya es un fenómeno de Internet

En las menciones especiales del concurso de cortometrajes de terror Who’s there? (¿Quién anda ahí?), que acaba de celebrar su primera edición, premiado como el mejor director aparece David F. Sandberg (Suecia, 1981) con Lights Out (Luces fuera). El autor confía en la efectividad de la situación cotidiana —una mujer, antes de acostarse, apaga progresivamente las luces de su casa— y utiliza con habilidad uno de los temores más primarios del ser humano, el miedo a la oscuridad, para grabar sin apenas presupuesto una historia que en 2 minutos y 41 segundos aterra al espectador.

La productora de cine británica Bloody Cuts ha animado a cineastas de todo el mundo a participar en el concurso. Las condiciones de los organizadores eran pocas, pero claras: el corto no podía durar más de 3 minutos, el presupuesto no debía exceder los 1.000 dólares (725 euros) y tenía que ser una obra original producida expresamente para el certamen y que guardara relación con la frase «¿quién anda ahí?». Formaron parte del jurado el director de cine Joe Dante, el guionista y director Marcus Dunstan, el guionista Patrick Melton, la productora y coguionista de Terminator (James Cameron, 1984) Gale Anne Hurd

David Sandberg y su mujer Lota Losten en el "misterioso" pasillo de su casa, donde se grabó el corto

David Sandberg y su mujer Lota Losten en el «misterioso» pasillo de su casa, donde se grabó el corto

Los tres grandes premios fueron para Play Time, de Ryan Thompson (una pesadilla que comienza con una tele encendiéndose sola y mostrando imágenes perturbadoras en blanco y negro); A…, de Peter Czikrai (de toque lynchiano y con trasfondo satánico) e Invectum de Adam-Gabriel Belley y Francis Fortin, un corto que apuesta más por la ciencia ficción que por el terror clásico.

Más visto que las tres propuestas ganadoras, la de Sandberg (que no recibió más que una mención) tiene 1.414.630 vistas en YouTube y en Vimeo ha llegado ya a los 5.300.000. Incluso hay una lista de reproducción de vídeos en YouTube que recopila las reacciones de quienes la ven por primera vez. El autor admite estar «estupefacto por la respuesta» de los internautas ante el humilde corto protagonizado por su mujer Lotta Losten.

El germen de Lights Out se ve con claridad en obras anteriores de Sandberg, en particular en Cam Closer, protagonizada también por Losten y grabado en la misma casa, una historia de poco más de dos minutos en la que buena parte del desarrollo tiene que ver con la pantalla de un smartphone. Esta última pieza sin embargo se ha convertido en viral, ha despertado el deseo de los internautas de compartir el vídeo y lo que han experimentado al verlo.

En su página web personal, Losten (ante el aluvión de visionados del corto) decidió hace unos días recopilar algunos de los comentarios que más le han llamado la atención en las redes sociales. Del «yo hubiera dejado la casa después de ver eso en mi pasillo» al «lo he parado a los 56 segundos hace ya media hora y no sé qué hacer» pasando por el que opina que Lights Out es la película más terrorífica del concurso; la colección de opiniones reafirma la teoría de que el miedo más profundo es el que nos transporta a la intimidad de la situación cotidiana, de repente alterada por un suceso que no tiene explicación.

Helena Celdrán

La hija ciencióloga de Stanley Kubrick reaparece en Twitter

Vivian Kubrick, 1986

Vivian Kubrick, 1986

La resplandeciente muchacha de la foto, tomada en algún momento de 1986 en un set de grabación de cine en la campiña inglesa, tenía entonces 26 años. Cargaba una cámara de cine Aaton de 16 mm («se adapta a ti como si llevaras un gato subido en el hombro», decía la publicidad) con una grabadora Nagra para recoger sonido amarrada con cinta. La sonrisa delata que era feliz —le habían encargado el making off de la película— y el desorden de la melena y las ojeras, que se lo estaba tomando muy en serio. La foto la hizo Matthew Modine, uno de los actores del largometraje en el que estaban inmersos: la inolvidable La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987), una de las más duras parábolas sobre la insensatez homicida de la guerra de Vietnam.

Vivian Kubrick, nacida en Los Ángeles (EE UU) en 1960 e hija más joven del director que inflamaba de gloria, sabiduría y mentalidad crítica todo aquello que tocaba, había heredado del padre el poder innato de crear imágenes. En El resplandor (1980), acaso la mejor película de terror de la historia, Vivian, recién salida de la adolescencia, se había encargado del making off y había creado un documental de media hora que dejó encantados a todos —incluido papá, no precisamente tolerante con el trabajo ajeno— y fue añadido como material extra en muchas ediciones en vídeo y DVD de la película.

Para La chaqueta metálica, cuyo making off no cuajó, Vivian firmó parte de la banda sonora original, compuesta en un sintetizador Fairlight CMI, una de las primeras máquinas digitales de sampling. Se llegó a editar un single para promocionar la película, I Wanne Be Your Drill Instructor, que incorpora la cadencia de los eslóganes de entrenamiento del temible sargento de marines Hartman, interpretado por R. Lee Ermey, que escribió buena parte de sus diálogos porque sabía lo que hacía mejor que cualquier guionista: había sido instructor de cadetes durante la guerra de Vietnam.

Vivian Kubrick y el perro Stanley en un set de "La chaqueta metálica", 1986

Vivian Kubrick y el perro Stanley en un set de «La chaqueta metálica», 1986

La prometedora carrera de la hija de Kubrick se desvaneció cuando ella rompió relaciones con la familia al ser abducida, según ha contado la viuda del director, por la Iglesia de la Cienciología. Ocurrió mientras el padre rodaba Eyes Wide Shut (1999), la película póstuma que dejó practicamente acabada antes de que un ataque de corazón le matase a los 70 años.

Kubrick estaba tan destrozado por la ruptura con Vivian que le había escrito una carta de cuarenta páginas pidiéndole que regresara. La hija volvió para el funeral, pero acompañada por una mujer que parecía su sombra y no la dejaba sola ni un momento, lo que fue entendido por la familia como una ceremonia de desconexión y ruptura de cualquier lazo familiar tramada por los cienciólogos.

En las últimas semanas Viviane Kubrick ha vuelto al mundo. A través de la cuenta de Twitter @ViKu1111 ha publicado fotos de su niñez y los trabajos con su padre. «En recuerdo de mi papá, al que amé con toda mi alma y corazón», dice en uno de los mensajes. Los Kubrick han entendido el gesto como un deseo de acercamiento tras quince años de desaparición, pero nada se sabe con certeza excepto lo que muestran las fotografías.

En las imágenes puede adivinarse la viveza de una niña que creció al lado de un genio y la precocidad que Vivian demostró en un campo de acción muy similar al del padre. Alguien podría sostener que lo tuvo fácil porque, mientras otros críos iban al parque, ella jugaba en los rodajes de 2001: una odisea del espacio (1968) o La naranja mecánica (1971).

Las escasas crónicas que pueden localizarse sobre la hija favorita del cineasta la dibujan también como una persona de ideales ferreos. Cuando Steven Spielberg estrenó En busca del arca perdida (1981), Vivian, animalista sin resquicios, le escribió una carta de reprimenda por lo mal que Indiana Jones trataba a las serpientes en la película.

Ánxel Grove

La ‘torre orquesta’, el ‘piano de gatos’… Instrumentos que nunca existieron

Caricatura  de la 'Torre orquesta' propuesta por Adolphe Sax en 1850

Caricatura de la ‘Torre orquesta’ propuesta por Adolphe Sax en 1850

El «órgano de vapor» de William Mason era producto de la fascinación por la Revolución Industrial en Inglaterra. El inventor se basaba en las escrituras en latín del monje benedictino Guillermo de Malmesbury tituladas Gesta regum Anglorum (1125).

El religioso mencionaba la existencia de un órgano en una iglesia de la ciudad francesa de Reims y detallaba el funcionamiento del ingenio, creado por otro monje benedictino: «Por la violencia del agua caliente, el aire que sale llena la cavidad del instrumento por completo».

En 1795, Mason interpretó el «agua caliente» como vapor y vio la posibilidad de modernizar la idea con los avances tecnológicos del momento. No está claro a qué se refería Guillermo de Malmesbury, tal vez a un sistema hidraulico, pero la iniciativa de Mason era inviable tal y como la presentaba.

El 'piano de gatos' en una ilustración de 1883

El ‘piano de gatos’ en una ilustración de 1883

La historia es una de las muchas que reúne el Museum of Imaginary Musical Instruments (Museo de instrumentos musicales imaginarios), una página que recopila de modo serio e informativo documentación y fotos sobre instrumentos que nunca se hicieron realidad o se quedaron en un proyecto fallido.

«Existentes como diagramas, dibujos o descripciones escritas; estos aparatos nunca emitieron un sonido», dicen sus fundadores los estadounidenses Deirdre Loughridge (profesora auxiliar de Música en la Universidad californiana de Berkeley) y Thomas Patteson (profesor en la Facultad de Estudios Musicales en el Curtis Institute of Music de Filadelfia).

El "clavicémbalo ocular", instrumento fallido diseñado en 1743

El «clavicémbalo ocular», instrumento fallido diseñado en 1743

«Los inventos no sólo surgen de la necesidad, como asegura el tópico, sino también del irreprimible impulso por jugar, experimentar (…). Por la naturaleza fluida y amorfa de la música, la pregunta sobre qué constituye un instrumento está siempre abierta», dicen Loughridge y Patteson, que no tienen reparos en admitir que utilizan el término instrumento «en un sentido deliberadamente amplio» para referirse a «cualquier aparato empleado para interpretar, componer, escuchar o de algún modo relacionarse al sonido musical».

En siete exposiciones online (recopilaciones de instrumentos que se relacionan de una u otra manera) catalogan ideas megalómanas como las «torres orquesta» del belga Adolphe Sax (inventor del saxofón), caricaturizadas en los periódicos de 1850 y consistentes en cuatro enormes estructuras que formarían una gigantesca plataforma sonora. El inexistente pero aún así ilustrado «piano de gatos» o el «orgasmatron» de Barbarella (basado en un proyecto de Wilhelm Reich, que creía en la posibilidad de capturar la energía sexual para crear sonidos) están entre los artefactos más estrafalarios del ambicioso catálogo del museo virtual.

Helena Celdrán

Robert Cornelius, el hombre que hace 175 años hizo el primer ‘selfie’

El primer autorretrato fotográfico de la historia (Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C.)

El primer autorretrato fotográfico de la historia (Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C.)

Hay cierta altanería en la pose imperturbable del bien parecido treintañero del daguerrotipo: la mirada esquiva levemente la dirección del objetivo, los brazos están cruzados sobre el pecho y la melena desatinada anuncia rebeldía, determinación y acaso un cierto cansancio por las fallidas tentativas previas. La sugerencia que emana de la imagen es la de un espejo frío.

Robert Cornelius, el modelo y autor del autorretrato, tiene 30 años. No es consciente, ni le importa, de que está fijando en la superficie de plata que actúa como receptora de la imagen el primer selfie del que se tiene conocimiento. Ocurrió, estimados e-hedonistas de la verdad digital, hace 175 años, entre octubre y noviembre de 1938 1838.

Fascinado por la química y la metalurgia, Cornelius heredó de la estirpe holandesa de la que procedía el don de la curiosidad y su necesaria compañera, la paciencia. Cuando se enteró de que unos meses antes el francés Louis Daguerre, tambien químico, había anunciado, tras una década de desarrollo, la invención del daguerrotipo, la primera técnica fotográfica, Cornelius se hizo con una caja oscura, fabricó dos o tres lentes, pulió placas de plata hasta convertirlas en espejos perfectos y se dispuso a jugar a la experimentación.

Anuncio de la empresa de los Cornelius

Anuncio de la empresa de los Cornelius

Aquella tarde mandaban los grises del casi naciente invierno en Filadelfia, donde los Cornelius vivían y regentaban Cornelius & Co. (más tarde Cornelius & Baker), una compañía dedicada a la fabricación de lámparas y candelabros. El joven fotógrafo decidió salir a la calle para aprovechar la iluminación natural. Se ha calculado que debió mantener la pose durante al menos cinco minutos ante la caja que le sirvió de cámara. Nada era rápido entonces y retratarse era una confesión que merecía cierto tiempo.

El autorretrato de Corneluis, que guarda con celo y orgullo la Biblioteca del Congreso de los EE UU, no es el primer daguerrotipo conocido —mérito que se lleva el del L’Atelier de l’artiste, un bodegón de Daguerre de 1837—, pero sí, la pieza fundacional de uno de los géneros más cultivados y fructíferos de la fotografía: el disparo contra uno mismo, la autoviolación, el autorretrato.

Asisto con cierta sensación que bascula entre la rabia y la vergüenza ajena a la difusión creciente de estrógenos de los selfies —lo siento, pero me niego a añadir la almohadilla que, por tácito ordeno y mando del orden vigente, debes colocar si deseas aumentar tu huella social—. No entiendo dónde está la gracia, qué se busca (¿aceptación?, ¿aprobación?, ¿automasturbación emocional?…) y cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano.

Robert Cornelius

Robert Cornelius

El progenitor del autorretrato hizo unas cincuenta fotos más de amigos y familiares —se conservan muy pocas— antes de cansarse y decidir ejercer en otros campos la imaginación que le sobraba.

En 1843 patentó una lámapara de queroseno y más tarde un método para encender los candelabros de gas con chispas eléctricas. La empresa familiar se convirtió en la más importante de los EE UU en el sector hasta que, en torno a 1860, empezaraon a comercializar quemadores mucho más baratos.

El autor del primer selfie de la historia se retiró cinco años más tarde. Podía permitirse el lujo de no trabajar merced a las ganancias acumuladas.

Cornelius murió en 1893, a los 84. Unos años antes había permitido que le hicieran un retrato, digamos, oficioso. Esta vez, a diferencia del autorretrato, los ojos sostienen la mirada de la cámara. Los crespones de la melena, aunque blanqueados por los años, siguen lanzados hacia lo lejos.

Se me debe conceder el derecho a pensar que la ironía de la media sonrisa de Cornelius en esta última foto también apunta al futuro, hacia la ridiculez global que han alcanzado los selfies fotográficos que, sin tener conciencia de ellos, inventó hace 175 años.

Ánxel Grove

‘Mini Museum’, un gabinete portátil de curiosidades que triunfa en la Red

Mini Museum

Es un gabinete de curiosidades reducido al mínimo posible, una placa de resina transparente, en apariencia anodina, que encierra en su interior pequeños fragmentos ordenados y catalogados.

El Mini Museum reúne trozos de cáscara de huevo de dinosaurio, de meteorito, restos de una palmera encontrada en la Antártida, el Muro de Berlín, un cerebro humano, el Everest, arena de Waikiki… El creador del invento, el estadounidense Hans Fex, lo define como «una colección portátil de curiosidades en la que todo es auténtico» capaz de «llevarte en un viaje al aprendizaje y la exploración»: «Es una herramienta educativa portátil, una inteligente y poco común forma de romper el hielo y una maravillosa pieza de arte histórico».

Hans Fex en la elaboración del Minimuseum

Hans Fex en la elaboración del Minimuseum

Tiene 44 años y asegura que lleva 35 trabajando en el proyecto. En un vídeo de la plataforma de microfinanciación Kickstarter (a la que acudió para poder convertir su idea en un producto disponible a gran escala) cuenta que durante buena parte de su vida ha reunido especímenes recolectándolos o comprándolos a través de especialistas con los que contactó tras hablar con «comisarios de museos, investigadores científicos e historiadores universitarios». Ellos le ayudaron a elaborar una lista con los elementos que debían formar parte de la exposición permanente.

Fue el padre de Fex el gran inspirador del minimuseo. El Doctor Jörgen Fex (1924-2006) —investigador científico y uno de los directores del estadounidense Instituto Nacional de la Salud— volvía en 1977 de un viaje a Malta con algunos especímenes conservados en resina epoxídica. Aunque Fex hijo sólo tenía entonces 7 años, comenzó a fraguar en ese momento la idea de tener una gran colección en un espacio manejable y preservarla con ayuda de ese «precioso» material que su padre le había descubierto.

Mini Museum

«El universo es asombroso. Quería recordárselo a la gente», dice el diseñador, convencido de que es necesario preservar la curiosidad que todos atesoramos de niños. El primer elemento del compendio es un trozo de condrita carbonosa, un meteorito rocoso que representa «la materia más antigua» que conservamos del Universo y data de unos de 4.550 millones de años. Le siguen muestras de roca lunar, heces fosilizadas de dinosaurio, tierra de los terrenos del castillo de Vlad Tepes (inspirador de Drácula) en Rumanía, carbón del Titanic, un trozo de cráneo humano…

Ha creado tres tipos de minimuseos de tres tamaños diferentes: el más pequeño contiene 11 muestras, el mediano cuenta con 22 y el más grande, con 33. Todos incluyen un librito con fotos e información sobre la autenticidad, la procedencia y los pormenores de cada trozo minúsculo e incluso algunas anécdotas de lo que supuso recolectarlos o conseguirlos.

El éxito en Kickstarter ha sido apabullante: de los 38.000 dólares (27.300 euros) que pedía, a dos días de terminar el plazo para financiar el proyecto, ha recaudado 1.224.574 dólares (casi 880.000 euros). Fex —que produce cada minimuseo de manera artesanal, uno a uno— se ve desbordado por los más de 3.000 ejemplares que tiene que manufacturar ahora.

Helena Celdrán

Un adiós demasiado veloz para Alain Resnais

Se me ocurren algunas razones para explicar la sordina o el desinterés con que fue tratada por los medios la reciente muerte, a los 91 años, de Alain Resnais, uno de últimos cineastas a los que podías llamar artista sin caer el disparate o la incongruencia fanática: era dispar en el sentido formulado por Eisntein («es extraño: ser conocido universalmente y al mismo tiempo sentirse solo»), hacía películas atonales que nada tienen que ver con el furioso ruido que manda en el cine de las últimas décadas, introducía esquemas literarios que tampoco se llevan (capa sobre capa: la muerte, el sexo y la afasia obligada por la ineptitud del lenguaje como forma de comunicación) y estaba convencido de que el presente y el pasado coexisten y, por tanto, es absurda la noción de flashback. Era, en suma, un cineasta de películas difíciles. «Sé que son complicadas, pero no lo hago a propósito, me salen así», decía con humor.

Los obituarios del fallecimiento fueron, por resumir el desatino en un sólo adjetivo, escuetos. Incluso en medios de referencia como The Guardian y The New York Times abundaba el lugar común: el incorformismo, la ruptura de convenciones, la influencia de Resnais sobre los jóvenes de la nouvelle vague…, dejando el análisis reducido a la enumeración de los muchos premios que cosechó el fallecido. El siempre indecoroso teletipo de la agencia EFE, dado que el muerto formaba parte de la tribu de los raros, se sacudía el bulto hablando de una carrera «abrumadora», es decir, vamos a dejarlo así que el abuelo era demasiado complejo para la media de nuestros subscriptores —exagero, la razón última es: hace años que despedimos a los redactores expertos en cine, música y literatura, pero cubrimos cualquier expediente con una nota de microempleado—.

El veloz adiós al autor de Hiroshima mon amour (1959), El año pasado en Marienbad (1961), Muriel (1963), Te amo, te amo (1968), Providence (1977) y otras varias docenas de películas que podrían ser contempladas como una placa de rayos equis que diagnosticaba la maldad y la deseperada tristeza del siglo XX es más chocante en España, país adorado por el cineasta y por cuya tragedia histórica se sentía conmovido. En 1966 firmó, con guión de Jorge Semprún, La guerra ha terminado, uno de sus escasos films lineales, sobre la peripecia de Diego (Yves Montand), un dirigente del Partido Comunista de España encargado de una misión clandestina en el Madrid franquista, y en 1950 había codirigió, el cortometraje Guernica, una fúnebre alegoría sobre el bombardeo a la población vasca montada con imágenes especulares del cuadro de Picasso y del ataque de los aviones de la Legión Cóndor nazi sobre la población civil.

Quizá el fondo interrogativo de los grandes largometrajes-acertijo de Resnais y la belleza que deja sin aliento de cada uno de los planos que componía —como los tres que abren esta entrada, todos de El año pasado en Marienbad, la obra maestra sobre la irracionalidad inútil de los códigos sociales—, hayan relegado los cortos que dirigió desde que era un joven antinazi en el París ocupado —con gran valentía se jugó la vida escondiendo al periodista judío Frédéric de Towarnicki, que más tarde sería guionista de alguna de las películas del cineasta—.

El más hermoso —la condición del más descarnado es para Noche y niebla (1955), un documental crudísimo sobre los campos de concentración— es, en mi opinión, Toute la mémoire du monde (1956), que el canal de YouTube de Criterion acaba de colgar, en una versión restaurada, en memoria de Resnais. El corto, un viaje a las entrañas de la Bibliothèque Nationale francesa, es el poema visual más emotivo de Resnais y un canto a la libertad extrema de las bibliotecas, uno de los pocos terrenos donde la utopía sigue siendo posible.

Ánxel Grove

Un microscopio profesional que cuesta menos de 40 céntimos

'Foldscope' - Foldscope Team

«Era un gran reto pensar en el mejor instrumento posible, pero que fuera casi gratis. Ese era nuestro punto de partida», cuenta el joven Manu Prakash, profesor adjunto de bioingeniería en la Universidad de Stanford (California – EE UU).

Foldscope es un microscopio basado en los principios del origami. El revolucionario aparato supone la democratización definitiva de una herramienta que puede salvar vidas. Se imprimie sobre papel  y el coste de fabricación está entre 0,45 a 0,55 dólares (0,32 y 0,39 euros), no llega a los 10 gramos de peso, cabe en un bolsillo y sin embargo es capaz de alcanzar los 2.000 aumentos con una sub-micro resolución de 800 nanómetros (0,0008 milímetros).

Piezas del Foldscope  (Foto: Foldscope Team)

Piezas del Foldscope – (Foto: Foldscope Team)

El equipo de investigación PrakashLab (dirigido por Prakash) estudia dentro del Departamento de la Facultad de Medicina de Stanford iniciativas para «democratizar la ciencia con el desarrollo de herramientas científicas que puedan estar a la altura de problemas relacionados con la salud mundial y la educación científica». Foldscope es una brillante pieza de diseño que le da la vuelta a los métodos industriales de fabricación de los caros aparatos simplificándolos en piezas que se pueden imprimir en una misma hoja y después doblar y ensamblar con facilidad.

En una conferencia TED, Prakash habla de la posibilidad de que el invento pueda salvar vidas en países azotados por enfermedades fácilmente prevenibles con sencillas pruebas médicas hechas a tiempo. El científico se refiere en particular a la malaria, que causa la muerte de millones y pone en riesgo la vida de miles de millones al año.

«Cuando la contraes existe ese discurso simplista de «olvida el diagnóstico, toma las pastillas» (…), pero el problema es que hay muchas cepas diferentes, medicaciones diferentes… y podrías incluso empeorar el problema (…). Los que llegan con un caso avanzado ni siquiera son diagnosticados». En un vídeo explicativo del proyecto, Prakash cuenta que la solución era distribuir una herramienta casi gratuita para realizar una sencilla prueba que de otra manera el enfermo puede estar meses esperando.

Muestras vistas a través del Foldscope - (Foto: Foldscope Team)

Muestras vistas a través del Foldscope – (Foto: Foldscope Team)

En la lámina no hay instrucciones en ninguna lengua, sólo un código de colores que debe seguirse para doblar las piezas. Más parecido a un marcapáginas que a un microscopio al uso, el invento sorprende cuando se le introduce un clásico soporte de muestras utilizado de manera universal y demuestra que es capaz de proyectar sobre una pared una amplificación perfecta.

El Foldscope ni siquiera necesita electricidad para funcionar, sólo una pila de botón que va ya adjunta a una de las piezas del papel. Sus creadores se jactan de que es sumergible y de que funciona incluso después de «caer de un edificio de tres pisos» o tras pisarlo repetidas veces.

Tras desarrollar y fabricar el producto, ahora buscan a 10.000 voluntarios para probarlo. Especifican que necesitan a gente de toda condición que aplique el invento en su entorno. Los interesados pueden ponerse en contacto con el equipo en signup@foldscope.com.

Helena Celdrán

Corte transversal del Foldscope con un deglose del coste de las piezas (Foldsope Team)

Corte transversal del Foldscope con un deglose del coste de las piezas (Foldsope Team)

Foldscope-ASSEMBLED-1-working - Foldscope Team