Micke Berg, fotógrafo sin trabajo fijo desde hace 40 años

En un soneto de Jorge Luis Borges dedicado al místico sueco Emanuel Swedenborg, el escritor argentino imagina que éste era capaz de ver lo que no ven los otros terrenales: / La ardiente geometría, el cristalino / Laberinto de Dios y el remolino / Sórdido de los goces infernales, pero sabiendo que tanto la Gloria como la Perdición no son destinos lejanos o intangibles, porque en tu alma están.

La idea del hombre como compendio o espejo del universo, del cielo y el infierno,  me sirve para hablar de un compatriota de Swedenborg, el fotógrafo Micke Berg, nacido en 1949 en el norteño villorrio de Lycksele, donde casi nada saben de la luz solar durante cuatro meses al año. Quizá de esa vida sin frontera precisa entre el día y la noche provenga la propensión de Berg, cuyo grado de conocimiento de la obra de Swedenborg desconozco, a pensar, como éste, que la soledad de cada hombre todo lo incluye y que la vida es una danza enloquecida de microcosmos personales, en cada uno de los cuales cohabitan asimismo, como enumeró Borges, «plantas, montañas, mares, continentes, minerales, árboles, flores, abrojos, peces, herramientas, ciudades y edificios».

Creo que si me pidieran el nombre de un fotógrafo vivo en el cual se resume la divinidad del ser humano, elegiría a Berg, un ind0mable individualista que, muy a su pesar, ejercita la cívica melodía de recordarnos que no somos símbolos o cifras escritos por alguien ajeno, sino contenedores de la divinidad —y también de su necesario complemento, la condenación—. Digo muy a su pesar porque Berg es uno de esos descreídos hijos de la mitad del siglo XX a quienes conozco bien porque son mis compadres generacionales: viven en la duda y la cultivan, suelen proferir apostasías y abjurar de todo, pero son inocentes y no saben conspirar y, claro, dudan (también) de sí mismos y lo hacen con tal fervor que terminan por confiar en la única región donde la duda no cabe, la santidad del alma.

Lo que sé de Micke Berg se puede redactar en unas pocas líneas: le importa un comino que le llamen documentalista o fotoperiodista; odia el invierno sueco y prefiere los países mediterráneos porque necesitas menos dinero y tienes más luz solar; utiliza máquinas digitales —aunque en el pasado prefirió las cámaras mecánicas y el revelado de cuarto oscuro— porque vive con lo puesto y «revelar e imprimir cuesta una fortuna»; cree que toda foto es una «declaración política»; lleva un blog maravilloso que, por desgracia, escribe en sueco; admira a los dos grandes de la fotografía de su país, los cándidos outsiders Anders Petersen y Christer Strömholm (es muy amigo del segundo), y —lo cual es de suma importancia para mí— le gustaron cuando correspondía y le siguen gustando, porque ahora corresponde más que nunca, los Sex Pistols y las novelas húmedas de Henry Miller

El autor de este lote de fotos radiantes como bendiciones que inserto en la entrada es un correcaminos. A los 23 años decidió lo que debería ser un derecho financiado por un fondo requisado a los banqueros, gendarmes, usureros y políticos: no tener trabajo fijo, romper la cadena de la dominación, ejercer la valiente tarea del salto de mata. Más de cuarenta años después, sigue libre de condenas contractuales y tampoco recibe trabajos en comisión, pasantías, ayudas o subvenciones, esas otras formas bastardas de contrato. «La vida no es fácil, pero puedes simplificarla. Busca un estancia barata , abstente de todo lo innecesario, ignora eso que llaman trabajo. Circula entre la gente, haz fotos de cualquiera que se mueva, pasea por las calles, los bares, viaja como puedas..:», aconseja sin dogmatismo en su página web.

También añade la necesidad de convivir con «la terrible y abrumadora conciencia de que siempre estás solo». Es decir, como demuestra en cada una de sus imágenes, entre los demás.

Ánxel Grove

 

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