Archivo de octubre, 2013

Fotos que hablan

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

© «Talking Pictures» – Ransom Riggs

Fotos que no pueden entenderse sin dar la vuelta al papel, fotos que contienen un grito en el reverso, una anotación que no sólo les arrebata parte del anonimato, sino que te eriza el alma y te impide mantener la distancia o quedarte en los detalles.

La anotación a bolígrafo completa nuestra mirada a la joven risueña, con sombrero a la mode y vestido plisado: se llamaba Dorothy, vivía en Chicago, murió a los 15 años de leucemia.

Cubierta de "Talking Pictures"

Cubierta de «Talking Pictures»

El libro Talking Pictures (Fotos que hablan), editado por HarperCollins, es la historia de una obsesión. El autor, Ransom Riggs, colecciona fotos desde que era adolescente. Las compra en mercadillos, rastros, ventas de garaje y otras formas de esa red microcomercial en la que entran los objetos olvidados y, sin motivo aparente que podamos adivinar, entregados al azar del abandono. Riggs establece una condición para adoptar una foto: que estén escritas, rotuladas con un comentario, una frase o un epígrafe en los bordes o que contengan en el amplio terreno del envés los restos de una memoria también abandonada.

El conocimiento que la semántica añade a la imagen, el cruce de esas dos formas de parcialidad comunicativa —ni las palabras ni las fotos bastan para entendernos, para entregarnos, para ser uno en el otro—, rompe la distancia que casi siempre mantenemos con la foto que tenemos ante los ojos y nos invita al interior de una vida. Las anotaciones dejan espacios abiertos, por supuesto, pero con ellas la foto parece invitarnos a sentir algo más que fría semiótica de la imagen.

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

© «Talking Pictures» – Ransom Riggs

«A veces una palabra vale por mil fotos», dice el autor del libro —por cierto, no editado en España, donde las editoriales tienen un interés casi nulo por la fotografía anónima—. La imagen de arriba y su leyenda dan la razón a Riggs.

Una madre y cuatro de sus hijos y estos textos. A lápiz: «Pearl con Freddie, Billie, Kenneth y George en la casa de Lansing» [ciudad del estado de Michigan]. A bolígrafo, con una grafía de otra persona: «Nos mudamos a Detroit, donde Doris Jean y Elenore Ruth nacieron. Ambos murieron. Doris Jean con un mes por meningitis. Elenore Ruth a los 4 meses por malnutrición. No hay $ para comida«.

«La gente ya no escribe en las fotos», dice Riggs. «Ni siquiera tomamos fotos —quiero decir, fotos reales, impresas en papel, reveladas con emulsiones. Hay más cámaras que nunca, pero las imágenes que producen son efímeras cadenas binarias de unos y ceros, pocas veces impresas, almacenadas en chips y discos duros que se estropean facilmente borrando su contenido, susceptibles de ser dañados por por el calor, el electromagnetismo, el uso o la obsolescencia. Un disco duro tiene una vida media de cinco años y un disco compacto de diez o quince. Una foto bien impresa mantiene la imagen cien años —los negativos fotográficos duran todavía más».

Además de una defensa de las fotos en papel como vislumbre de quiénes somos, lo que somos y cómo vivimos, Talking Pictures es una reivindicación de la importancia de las «fotos de otros», esas imágenes de desconocidos que a veces encontramos en el suelo de un puesto de venta de objetos oxidados y lejanos como fósiles. Antes de pasar de largo, recomienda Riggs, deténgase y observe, entre en el mundo bidimensional del cartón, permita que el hechizo se extienda y, sobre todo, dé vuelta a la imagen y busque si hay algo escrito detrás.

Inserto abajo varias de las imágenes del libro. De escpecial intensidad son las tres primeras, que componen la serie de Janet Lee, una vivaracha niñita con tendencia a las caídas («tendré que comprarle un casco«, se lee tras la foto que da cuenta de un accidente doméstico que casi termina con la fractura de una pierna). Las últimas fotos muestran el cadáver de Janet Lee, con el reverso en blanco, porque no son necesarios los fonemas frente al estruendo de la muerte; y la niña asomada al borde del mar. «Janet tenía 10 años», se lee en el envés.

Ánxel Grove

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

© «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

© «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

© «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

«Esto era cuando se amaban» © «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

«Mi escritorio, donde hago todas mis tareas y te escrito cartas» © «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

«Mamá y Grace, 1953. Donde murió papá» © «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

«África Oriental, otoño,  1943. Las langostas casi oscurecían el cielo» © «Talking Pictures» – Ransom Riggs

© "Talking Pictures" - Ransom Riggs

«Esta es una foto perfecta de nuestra hermana Marion, 27, que el tío Geo. tomó en Colorado Springs. Más o menos un mes después ella murió» © «Talking Pictures» – Ransom Riggs

La hermana de Zuckerberg alerta de la adicción a Internet con un libro para niños

«La tecnología ha cambiado virtualmente cada parte de nuestras vidas: cómo nos relacionamos con los amigos y la familia; cómo criamos a nuestros hijos, cómo anunciamos las noticias más importantes (…). Para nuestra sociedad, esto es como el Salvaje Oeste. Las reglas sociales y la etiqueta están cambiando constantemente mientras nos acostumbramos a vivir con smartphones«, declara Randi Zuckerberg, hermana del creador de Facebook Mark Zuckerberg, que siente cómo ha recuperado el control de su vida tras desengancharse de la red social.

La hermana del creador de Facebook se fue de la empresa —en la que dirigía el departamento de mercadotecnia— tras una baja por maternidad en 2011 y fundó después el grupo Zuckerberg Media, al que pertenece Dot complicated (Punto complicado, en referencia al punto que separa el nombre de la página de la extensión): una web realizada por mujeres, con novedades y artículos relacionados con el modo en que enfrentamos la tecnología, cómo modifica nuestra vida y cómo podemos utilizarla de modo inteligente.

Portada de 'Dot', el libro infantil de Randi Zuckerberg

Portada de ‘Dot’, el libro infantil de Randi Zuckerberg

Concienciada de la excesiva influencia de Internet sobre los niños desde muy pequeños (su hija tiene dos años y ya ha empezado a entrar en contacto con la Red) la empresaria se inicia ahora como escritora de cuentos infantiles con Dot, un libro pensado para niños de 4 a 8 años —con cándidos dibujos del ilustrador inglés Joe Berger y que publicará en los EE UU la editorial HarperCollins el 5 de noviembre— que narra la historia de una niña «obsesionada con sus dispositivos electrónicos«.

Dot apenas separa la mirada de la pantalla y juega siempre con su tableta o con el portátil. «Pero hay vida más allá de la pantalla. Todos necesitamos tiempo para reiniciar, recargarnos y reanudar», dice la voz en off de la animación que presenta el libro.

Para escribir el cuento, habló «con padres de todo el mundo» y descubrió que, aunque la tecnología es una herramienta «que nos facilita la vida y nos ayuda a mantenernos conectados» hay muchos padres con dudas sobre «cómo criar a sus hijos en esta nueva era digital».

Randi Zuckerberg

Randi Zuckerberg

Desde que dejó la empresa de su hermano, Zuckerberg alerta del peligroso enganche que podemos sufrir utilizando las redes sociales en exceso.

En la carta de presentación de su página web se define como una exadicta a Facebook: en la red social anunció su compromiso, publicó las fotos de su boda, anunció su embarazo, fue «esa madre que no para de colgar fotos del bebé»… «Incluso hice que una foto familiar se convirtiera en viral durante las vacaciones. ¡Uy!», dice en referencia a las «confusas» normas de privacidad que provocaron que compartiera una imagen privada con 40.000 personas.

Confiesa que en esa excesiva confianza en Internet hubiera estado bien «tener a alguien» que la alertara de su comportamiento. «Un amigo que me dijera ‘Randi, sentarte junto a tu marido en el sofá cuando los dos estais con el portátil no cuenta como tiempo dedicado a tu pareja’ o ‘¿No crees que pedir amistad en Facebook a alguien a los cinco minutos de conocerlo parece un POCO desesperado?’ o ‘¿REALMENTE querías poner eso en Twitter?».

Sin caer en la dura crítica, pero sí abriendo una puerta a la reflexión, Zuckerberg intenta ahora hacer llegar el mensaje a los niños para que no se pierdan la infancia mientras navegan por Internet.

Helena Celdrán

Ya no eras la ganzúa, Mr. Reed

Lou Reed, 1974 - Foto: Mick Rock

Lou Reed, 1974 – Foto: Mick Rock

Hola Lou,

El New York Times utiliza la correctísima expresión Mr. Reed para dar cuenta de tu muerte, del fallo hepático, del inútil hígado de reemplazo que tú pudiste pagar —al contrario que el pobre Bolaño, porque no es lo mismo vivir en España que en el gran zoco de Babilonia donde todo se compra si eres bienamado—, de la influencia, de la hostilidad verbal, de tu pedante mujer artista, de tus contradicciones…

Creo que estarías de acuerdo con el tratamiento: Mr. Reed. A tanta altura canónica había llegado la situación. Doctor togado in honoris, escritor, poeta, habitual en cada verbena del Bulevar de la Suciedad, como dirías tú mismo.

Tocaste en el jubileo de Juan Pablo II; escribiste un poema de taller literario para millonarios tras el 11-S (las aves están en llamas / el cielo brilla…); le robaste  para una portada un dibujo a Nazario porque tú lo vales y Nazario era un españolito que te admiraba y no iba a levantar la voz; tuviste la indecencia de volver a tocar con Maureen Tucker —la batería-máquina de la Velvet Underground— cuando ella se había destapado como afín al Tea Party («estoy furiosa por ver cómo nos llevan hacia el socialismo», dijo; «no veo razón para que todos tengamos de todo», precisó —¿ni siquiera un hígado cuando el original se funde?—); desde 1978, con Street Hassle, no editaste nada que hiciese honor a la leyenda; escribías críticas de discos de otros (por ejemplo, de Kanye West) utilizándote de espejo, presentándote como precursor, anda, no jodas, del hip-hop; montaste la de dios —es decir, llamaste al bufete y lo pusiste a ganarse el pan— porque un grupete francés de semiaficionados quería usar un sample de uno de tus temas para rendirte homenaje; dado que la inspiración musical andaba peor que la salud, cometiste el mismo pecado que Patti Smith: te hiciste pasar, para humillación de la fotografía,  por fotógrafo; nos intentaste vender, como cualquier celebridad pringosa, scooters de Honda… Y, finalmente, ¿a quién demonios le importaba que hicieras tai-chi, Mr. Reed?

Lou Reed, 1975 - Foto: Mick Rock

Lou Reed, 1975 – Foto: Mick Rock

Te perdono todo, la traición, el maquiavelismo, la petulancia, el pecado antinatura que cometiste, niñato engreído, contra Edgar Allan Poe, los dineros que pagué para verte haciendo el ridículo intentando parodiar a quien fuiste… Incluso te perdono, Mr. Reed, el pacto con los sinvergüenzas de Metallica.

Te ofrezco tabula rasa y olvido a cambio de seis años de tu vida, Mr. Reed, de 1967 a 1973. Podrías ser el mismísimo Adolf Hitler. Te perdonaría también.

Ese tiempo (tu ofrenda, mi epifanía) me segó como una navaja ayer cuando llegó la noticia de tu muerte y el rosario de adjetivos que le pusieron el inmediato prólogo de estos tiempos de chispazos que han de ser rápidos antes que justos:  «salvaje», «callejero», «provocador», «venenoso», «oscuro» y otras credenciales  que le cuadran mal a Mr. Reed pero eran analogías de precisión mecánica para Lou Reed, exvíctima de terapia electroconvulsiva por mandato paterno para curar la bisexualidad, estudiante de todo y nada (periodismo, bellas artes, escritura creativa, cinematografía), amigo y discípulo del poeta Delmore Schwartz —aunque no tan amigo como para acercarse a la morge de Nueva York, donde el cadáver del escritor, muerto en soledad a los 52, estuvo dos días esperando identificación—, autor en 1964 de un single suicida —The Ostrich— y, sobre todo, director musical del frente sonoro más psicópata de la historia, The Velvet Underground, el grupo que asustó a los hippies de San Francisco («mal rollo, dude«) cuando agriaron a latigazos la sacarina del verano del amor.

Lou Reed, 1975 - Foto: Mick Rock

Lou Reed, 1975 – Foto: Mick Rock

Durante esos seis años nos hiciste cómplices del homicidio en defensa propia al que se reduce el rock and roll —de eso se trataba, ¿no?, de matar al padre—, nos llevaste de la mano para utilizar todos los combustibles (la nariz, y la lengua, y el ojo, y la piel, y el oído, y el entendimiento, y la mente) y todas las armas (cuchillos, tenazas, martillos,  punzones, barrenas, garlopas, serruchos, hachas, limas, destornilladores, escoplos, formones, gubias, berbiquís y mazos; sobre todo, mazos) para abrigarnos en la noche oscura y mantener la senda con nuestros ojos de fuego.

Nos amabas con truenos, nos ahogabas con feedback, eras dueño de la blanquísima pereza de un ángel yonqui que arrastraba los pies antes de besarnos con una lengua que ni siquiera era bífida, como esperábamos, sino rota, quemada como la chimenea de una refinería. Las canciones que nos regalaste en los seis años en que fuiste la ganzúa y el sapo, la mandíbula enérgica y el joyero pérfido, eran oraciones torcidas que sembraban fiebre en nuestras carnes.

Lou Reed ejerció el ciclo mítico del rock: vivió deprisa, fue perverso, montó jaleo y murió en 1973, a los 31 años. Agraciado por los dioses de la decencia, Mr. Reed, viviste convertido en una cosita insípida 40 años más. Lo dice el New York Times.

Ánxel Grove

Miniaturas de trabajadores ‘ocultas’ en la calle, una reflexión sobre el desempleo

'Why is it so hard to find a job' - 'Saleswoman' - Slinkachu

‘Why is it so hard to find a job’ – ‘Saleswoman’ – Slinkachu

Desde lejos apenas son visibles, los personajes de Slinkachu habitan en los lugares más corrientes de una ciudad, esos que pasan desapercibidos a diario y no parecen merecer ni un segundo de atención: la hendidura del poste de una farola, un asiento de piedra, una barandilla de metal, un sucio charco, un desagüe…

Allí se desarrollan diminutas narrativas que mezclan la rutina y el suceso extraordinario; la utopía —poder bañarse en la chapa de un botellín de cerveza o patinar en una cáscara de mandarina— y el horror —morir pisado o sentirse intimidado por un caracol—.

El artista británico abandona «gente pequeña en las calles» desde el año 2006. Pinta y modifica figuras humanas pensadas para poblar maquetas y estaciones de trenes eléctricos; les da un nuevo significado en imaginativas (y a veces algo sórdidas) escenas y los fotografía antes de perderlos de vista para siempre en la vía pública.

«Es al mismo tiempo una instalación artística y un proyecto fotográfico», escribe en su página web. «La parte callejera de mi trabajo juega con la noción de sorpresa y tengo como objetivo incitar a los habitantes de una ciudad a ser más conscientes de su entorno. Con las escenas que compongo (…) busco reflejar la soledad y la melancolía de vivir en una gran urbe, la sensación de estar perdido y sentirse superado».

Aunque siempre ha trabajado por libre, recientemente ha promovido con sus minúsculas instalaciones diferentes campañas para organismos como War Child, una organización de ayuda a los niños que sufren las consecuencias de la guerra. En su último proyecto, ha puesto su trabajo a disposición de ReAct Paris, una jornada de conferencias celebradas en la capital francesa el 15 de octubre, organizadas por el Parlamento Europeo, centradas en el dramático problema del desempleo en Europa.

En la serie Why is it so hard to find a job? (¿Por qué es tan difícil encontrar un trabajo?) Slinkachu ha abandonado por diferentes lugares de París miniaturas de trabajadores. De obreros de la construcción a científicos, los personajes inmersos en su rutina laboral son difíciles de encontrar y continúan con sus quehaceres pese a vivir desprotegidos ante las inclemencias del tiempo o ante cualquier desaprensivo al que se le antoje destrozar el escenario.

Helena Celdrán

'Why is it so hard to find a job' - 'Construction Worker' - Slinkachu

‘Why is it so hard to find a job?’ – ‘Construction Worker’ – Slinkachu

'Why is it so hard to find a job' - 'Guard' - Slinkachu

‘Why is it so hard to find a job?’ – ‘Guard’ – Slinkachu

'Why is it so hard to find a job?' - 'Scientific' - Slinkachu

‘Why is it so hard to find a job?’ – ‘Scientific’ – Slinkachu

'Why is it so hard to find a job?' - 'Electrician' - Slinkachu

‘Why is it so hard to find a job?’ – ‘Electrician’ – Slinkachu

'Why is it so hard to find a job?' - 'Electrician' - Slinkachu

‘Why is it so hard to find a job?’ – ‘Electrician’ – Slinkachu

Micke Berg, fotógrafo sin trabajo fijo desde hace 40 años

En un soneto de Jorge Luis Borges dedicado al místico sueco Emanuel Swedenborg, el escritor argentino imagina que éste era capaz de ver lo que no ven los otros terrenales: / La ardiente geometría, el cristalino / Laberinto de Dios y el remolino / Sórdido de los goces infernales, pero sabiendo que tanto la Gloria como la Perdición no son destinos lejanos o intangibles, porque en tu alma están.

La idea del hombre como compendio o espejo del universo, del cielo y el infierno,  me sirve para hablar de un compatriota de Swedenborg, el fotógrafo Micke Berg, nacido en 1949 en el norteño villorrio de Lycksele, donde casi nada saben de la luz solar durante cuatro meses al año. Quizá de esa vida sin frontera precisa entre el día y la noche provenga la propensión de Berg, cuyo grado de conocimiento de la obra de Swedenborg desconozco, a pensar, como éste, que la soledad de cada hombre todo lo incluye y que la vida es una danza enloquecida de microcosmos personales, en cada uno de los cuales cohabitan asimismo, como enumeró Borges, «plantas, montañas, mares, continentes, minerales, árboles, flores, abrojos, peces, herramientas, ciudades y edificios».

Creo que si me pidieran el nombre de un fotógrafo vivo en el cual se resume la divinidad del ser humano, elegiría a Berg, un ind0mable individualista que, muy a su pesar, ejercita la cívica melodía de recordarnos que no somos símbolos o cifras escritos por alguien ajeno, sino contenedores de la divinidad —y también de su necesario complemento, la condenación—. Digo muy a su pesar porque Berg es uno de esos descreídos hijos de la mitad del siglo XX a quienes conozco bien porque son mis compadres generacionales: viven en la duda y la cultivan, suelen proferir apostasías y abjurar de todo, pero son inocentes y no saben conspirar y, claro, dudan (también) de sí mismos y lo hacen con tal fervor que terminan por confiar en la única región donde la duda no cabe, la santidad del alma.

Lo que sé de Micke Berg se puede redactar en unas pocas líneas: le importa un comino que le llamen documentalista o fotoperiodista; odia el invierno sueco y prefiere los países mediterráneos porque necesitas menos dinero y tienes más luz solar; utiliza máquinas digitales —aunque en el pasado prefirió las cámaras mecánicas y el revelado de cuarto oscuro— porque vive con lo puesto y «revelar e imprimir cuesta una fortuna»; cree que toda foto es una «declaración política»; lleva un blog maravilloso que, por desgracia, escribe en sueco; admira a los dos grandes de la fotografía de su país, los cándidos outsiders Anders Petersen y Christer Strömholm (es muy amigo del segundo), y —lo cual es de suma importancia para mí— le gustaron cuando correspondía y le siguen gustando, porque ahora corresponde más que nunca, los Sex Pistols y las novelas húmedas de Henry Miller

El autor de este lote de fotos radiantes como bendiciones que inserto en la entrada es un correcaminos. A los 23 años decidió lo que debería ser un derecho financiado por un fondo requisado a los banqueros, gendarmes, usureros y políticos: no tener trabajo fijo, romper la cadena de la dominación, ejercer la valiente tarea del salto de mata. Más de cuarenta años después, sigue libre de condenas contractuales y tampoco recibe trabajos en comisión, pasantías, ayudas o subvenciones, esas otras formas bastardas de contrato. «La vida no es fácil, pero puedes simplificarla. Busca un estancia barata , abstente de todo lo innecesario, ignora eso que llaman trabajo. Circula entre la gente, haz fotos de cualquiera que se mueva, pasea por las calles, los bares, viaja como puedas..:», aconseja sin dogmatismo en su página web.

También añade la necesidad de convivir con «la terrible y abrumadora conciencia de que siempre estás solo». Es decir, como demuestra en cada una de sus imágenes, entre los demás.

Ánxel Grove

 

¿Objetos desproporcionados o escenarios engañosos?

'4' - Petros Chrisostomou

Frente al mostrador de la hamburguesería hay tres enormes salchichas que forman el número cuatro. Salvo esa extravagancia, todo parece en orden: la luz fluorescente alumbra el vulgar establecimiento, hay migas en el suelo, manchas de filtraciones en el techo y carteles que informan al cliente de las diferentes opciones de menú.

Los zapatos, el jarrón con claveles, la peluca, los huevos de gallina… Todos los objetos en las obras de Petros Chrisostomou (Londres, 1981) parecen reproducir la realidad más cotidiana en un tamaño desproporcionado, como ya se encargaron de hacer docenas de veces Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen. La gran diferencia con respecto al matrimonio de escultores es que Chrisostomou miente.

Lo que retrata el artista son en realidad objetos cotidianos y los escenarios son maquetas en miniatura: modelos arquitectónicos que él mismo construye y que reproducen con una escenografía teatral el salón de una casa, la estancia de techos altos de una fría mansión o un restaurante de comida rápida.

«Entiendo que la escala es un recurso fenomenológico y lo uso para atraer o seducir al espectador», declara en una entrevista. Con «la inversión de la relación entre el objeto y el entorno» las fotografías retan a la percepción, juegan al despiste y tienen cierto toque mágico que Crisostomou aprovecha para crear una atmósfera surrealista en cada instantánea.

A veces la visión no es tan clara como la de una serie de cinco huevos invadiendo una cocina. El autor también hace composiciones a modo de naturalezas muertas, amasijos de plumas o construcciones de bolígrafos que irrumpen en un hogar causando algún pequeño destrozo. Por lo demás, todo parece siempre relativamente normal.

Helena Celdrán

Ashbourne Avenue, Whetstone N20 0AL)'' - Petros Chrisostomou

Ashbourne Avenue, Whetstone N20 0AL)» – Petros Chrisostomou

'Galacta' - Petros Chrisostomou

'Forever' - Petros Chrisostomou

'Ejaculation' - Petros Chrisostomou

'Skatospore' - Petros Chrisostomou

'Strider' - Petros Chrisostomou

40 años de «Berlin», el disco de Lou Reed mutilado por el franquismo

Le quitan a sus hijos / Porque dicen que no es una buena madre / Le quitan a sus hijos / Porque se acuesta con unos y otras / Y con todos los demás / Como esos soldados baratos con los que liga frente a mí

La canción, The Kids, sigue siendo un trago difícil de deglutir. Lou Reed canta con desapegada frialdad, la guitarra steel se mantiene en una contención que no permite presagiar la tragedia explosiva del último tramo del tema, con el llanto real de un bebé —el hijo del productor del disco, Bob Ezrin— convertido en voz solista de esta micro narración sobre una politoxicómana que vende sexo para pagar vicios y a quien los servicios sociales quitan la custodia de los hijos.

"Berlin" - Lou Reed, 1973

«Berlin» – Lou Reed, 1973

Era la canción más larga y con seguridad una de las mejores de Berlin, el tercer álbum como solista de Reed, un disco que acaba de cumplir 40 años —fue publicado en julio de 1973—.

Antes que ningún otro apunte, una constatación: Berlin ha salido honrosamente triunfante de la prueba del tiempo. Incluso quienes lo tacharon de «porquería» y «mediocre» hace cuatro décadas, por ejemplo, la revista Rolling Stone («este es el último capítulo de una carrera prometedora, adiós, Lou», escribieron), se han desdicho y colocan el álbum entre los mejores de su época y, desde luego, entre los más arriesgados de Reed, uno de esos artistas capaces de lo mejor y también de lo peor.

Decadente y morboso, el álbum fue concebido como una tragedia temática y con ciertos afanes bretchianos sobre la muerte, el suicidio, la autodestrucción y el sexo. Jim y Candy, los protagonistas, son una pareja de perdedores temibles en un Berlín infernal. Él, proxeneta y maltratador. Ella, prostituta y drogadicta.

No queda aquí rastro de los héroes de celuloide a los que Reed había elevado a categoría de celebridades en Walk on the Wildside, del superventas Transformer de 1972. En Berlin el glam y la brillantina se han convertido en crónica negra y maldición. «Ahora sabrán que voy en serio», declaró el músico por entonces, cansado de que le metiesen en el mismo saco que a su amigo y excolaborador David Bowie. Reed deseaba ser, con un afán que inició en el tiempo de The Velvet Underground, una especie de gacetillero urbano a ritmo de rock y con cierta altura literaria.

Nadie entendió el descenso a los infiernos de Berlin, la crónica del submundo, la abundancia de realidad, y Reed quedó tocado durante muchos años, decepciomado, rencoroso y desorientado por las feroces diatribas contra un álbum en el que se había vaciado para dar lo mejor de sí mismo. Hasta 2006 no tocó en directo casi ninguna canción del disco. Cuando lo hizo, había transformado la dramática ópera inicial en un espectáculo que en vez de habitar el subsuelo celebraba la nostalgia: fue filmada por Julian Schanabel en la película-concierto Berlin: Live At St. Ann’s Warehouse.

Cuando escuché por primera vez Berlin, el disco acababa de ser editado en España, pero la maquinaria represiva franquista había suprimido The Kids, la canción que abre esta entrada. Los cuatro funcionarios-censores de la llamada Dirección General de la Cultura Popular consideraron que era demasiado explícita sexualmente. Mantuvieron, paradójicamente, The Bed, que narra el suicidio de la protagonista.

Supimos como sortear la coacción —siempre era posible grabar un disco no mutilado que alguien había comprado en Londres o Lisboa—, y Berlin se convirtió en una pieza de culto en la España tardofranquista, cuando al dictador le quedaba poca vida y sus cómplices estaban mortalmentre asustados (aunque rabiosos).

Una nota banal sobre la influencia del disco: una niña mexicana-española llamada Olvido Gara eligió el nombre artístico de Alaska por una de las estrofas del álbum.

Ánxel Grove

El teléfono móvil pensado para durar toda la vida

¿Y si tuviéramos la posibilidad de sustituir la pieza estropeada? ¿Y si nos libráramos por fin de la letanía del «no se puede arreglar» o del «cuesta menos comprar otro»?

El diseñador holandés Dave Hakkens llama la atención sobre «uno de los tipos de residuos que se generan con más rapidez del mundo», la incómoda y apenas mencionada chatarra tecnológica, una pila de cacharros en la que abundan los efímeros teléfonos móviles. «Cada día tiramos millones de aparatos sólo porque son viejos o se gastan, pero normalmente es uno de los componentes el que causa el problema. El resto funciona bien y es innecesariamente desechado, simplemente porque los aparatos electrónicos no están hechos para durar«, apunta Hakkens.

En un mundo regido por la obsesión de tener lo último en electrónica, propone un proyecto arriesgado pero esperanzador. Phonebloks (que se podría traducir por bloques de teléfono) es de momento un concepto, pero de realizarse supondría un rediseño radical del smartphone que pondría fin al desperdicio masivo de teléfonos, que muchos consideran de sustitución obligatoria cada dos años.

phoneblocksEl teléfono se compondría de una plataforma base con bloques que encajarían en ella con facilidad como en un juego de construcciones. Dos pequeños tornillos asegurarían el conjunto en el que cada una de las piezas (la capacidad de almacenaje, el altavoz, la cámara, la batería…) se vería claramente y sería sustituible en caso de que se rompiera o quedara desfasada. El aparato podría durar toda la vida.

Además, Hakkens se mete en el bolsillo a los más caprichosos al ofrecer la tentadora posibilidad de personalizar el aparato: «Digamos que lo almacenas todo en una nube. ¿Por qué no reemplazar el bloque del almacenaje por una batería más grande». Si lo que te gusta es hacer fotos, ¿por que no mejorar la cámara?»

Sabe que hay hábitos enquistados, difíciles de cambiar cuando se habla del fetichismo de las marcas, por eso inició en Internet una campaña (que finaliza el 29 de octubre) para sondear al público. No pide dinero, sino que simplemente se comparta la idea en las redes sociales y que los partidarios de ella manifiesten su interés para que diferentes compañías vean el negocio de fabricar «bloques» para el teléfono.

phonebloks-2El usuario optaría por los elementos de cada marca que más le convinieran y crearía así el móvil adaptado a sus gustos y necesidades. Además, no siempre se trataría de multinacionales, sino que existiría la opción de que se involucraran pequeñas empresas especializadas en una pieza en particular.

La respuesta ha sido abrumadora: el diseñador holandés esperaba una modesta cifra de firmantes («unos 1.000 en el mejor de los casos») y ya ha conseguido 930.600 reacciones de personas que interpretan el invento como el justo fin de la tiránica obligación de cambiar de móvil. El vídeo explicativo que colgó en Youtube tiene más de 16 millones de vistas e incluso Edward Snowden pidió ayer en su cuenta de Twitter el apoyo para el proyecto. Hace unos días, Hakkens subía una fotografía a su cuenta de Facebook en la que posaba frente al Golden Gate de San Francisco y anunciaba que hay una compañía en Silicon Valley interesada en hablar con él sobre los Phonebloks.

Helena Celdrán

Hugo Jaeger, el fotógrafo personal de Hitler que retrató los guetos de Polonia

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

El fotógrafo Hugo Jaeger (1900-1970) no consideró necesario anotar el nombre de la muchacha, una vecina de Kutno (Polonia) a la que retrató en 1939. Podemos sostener sin demasiado riesgo de error que intercambió con ella algunas palabras pese a que él era un alemán fervorosamente nazi y ella una judía encerrada en un gueto que sería, para utilizar el término exacto que fue apuntado en los expedientes, «liquidado» en la primavera de 1942, menos de tres años después.

Es difícil saber qué emoción conducía la actitud de Jaeger, un tipo bávaro, de buena familia, nacido en la correctísima ciudad de piedra de Múnich y convencido de que la Gran Alemania era un premio al que los arios estaban destinados por razones históricas y, por extensión, convencido también de que la joven de la sonrisa directa era una «perra», una «parásita», una «rata»… Como cualquier judío.

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

Si todo retrato es un prólogo de la muerte, una intención de retener en un espacio bidimensional el aliento vital, los de la chica judía de Kutno —porque el fotógrafo nazi le hizo un par de tomas, por eso sostengo que intercambiaron algunas palabras, que quizá él le reclamó la sonrisa y ella, confiada, se la concedió— lo son con una intesidad atroz.

Cuando hizo las fotos en los guetos de Kutno y Varsovia, Jaeger sabía que estaba retratando a personas con fecha de caducidad, a futuras víctimas del exterminio. No se puede deducir otra cosa sabiendo que era el fotógrafo personal de Adolf  Hitler desde 1936 y ninguna puerta se le cerraba en el Reich. Estaba en la nómina de los esbirros.

En el futuro Jaeger diría —como tantos millones de alemanes y alemanas sostendrían pese al olor a carne quemada que entraba en las salas de estar como un invitado cotidiano— que nada sospechaba , que le gustaba retratar, que aquellos judíos polacos le interesaron por motivos documentales.

No era un gran fotógrafo. Ni siquiera dominaba las reglas básicas de la composición, en las que le ganaba de calle el otro reportero oficial nazi, Heinrich Hoffman, pero Hitller confiaba en Jaeger porque ambos preferían las imágenes en color y el retratista se inclinaba por el revelado de diapositivas, que en los años treinta y cuarenta todavía era dificultoso.

El Führer adoraba como Jaeger capturaba la épica astracanada de los desfiles e incluso había recibido el encargo de documentar la celebración del 50º cumpleaños de Hitler y el fotógrafo le había mostrado en el centro de una turbamulta de arias semihistéricas en torno al ídolo, había firmado uno de los retratos oficiales del tirano y había logrado franquear la intimidad del paranoide dictador para retratar sus espacios íntimos. Insisto: Jaeger no era un inocente reportero y su cámara estaba manchada de inmundicia.

Me importan bastante poco las fotos de nazis que firmó Jaeger, otro nazi, pero sigo sin entender qué estrategia le llevó a dejar constancia de aquellos que estaban marcados para la masacre —los 400.00 judíos de Varsovia y los 8.000 de Kutno—. Sus imágenes de los guetos polacos son únicas, ningún otro reportero logró dar testimonio fotográfico de las antesalas de la aniquilación universal prevista para estas personas que posan sin aparente fingimiento ante la cámara de Jaeger.

Lo que vino después es casi tan indescifrable como lo anterior. Tras la derrota nazi, el fotógrafo, que intentó buscar el anonimato en Múnich, no fue perseguido, ni siquiera interrogado. Guardaba dos mil diapositivas en una maleta, entre ellas algunos retratos de jerarcas y simpatizantes nazis de primer nivel que le hubieran venido muy bien a la justicia aliada postbélica. Aseguró que unos soldados estadounidenses lo detuvieron para revisar la valija, pero encontraron primero una botella de coñac y se conformaron con el alcohol. Luego, eso dijo, enterró las fotos en las afueras de la ciudad en tarros de cristal y las vendió por una cantidad no revelada en 1965 a la revista Life. La publicación se mostró tan recatada y melindrosa como es costumbre y no hizo públicas las imágenes hasta 2005.

Como tantos otros alemanes que invitaban a entrar en casa al olor a carne quemada, Jaeger murió limpio. Me gusta pensar, sin embargo, que su condena es eterna y está dictada por las dos fotos, una con sonrisa y otra sin ella, de una anónima muchacha de la campiña polaca a la que retrató sabiendo que le esperaba el martirio.

Ánxel Grove

Tatuajes para recordar a animales «feos» en peligro de extinción

Uno de los tatuajes diseñados por Samantha Dempsey

Uno de los tatuajes diseñados por Samantha Dempsey

El Leptoxis compacta —endémico del río Cahaba de Alabama (EE UU)— es un caracol de agua dulce que se declaró oficialmente extinto en el año 2000. Desde 1935 la población de los gasterópodos descendía sin conocerse el motivo, pero es probable que el factor determinante fuera la contaminación de su hábitat a causa de los residuos de las minas del area metropolitana de Birmingham (Alabama).

En 2011 se descubrió una pequeña población en una sección del río y en 2012 se confirmó que seguía existiendo, pero son tas escasos que haría falta un plan de reproducción artificial y reintroducción de la especie. Podrían desaparecer definitivamente en cualquier momento.

«Los únicos animales en peligro de extinción que reciben atención pública pertenecen a especies carismáticas«, reflexiona la estadounidense Samantha Dempsey. Consciente de que cada organismo «feo o no, es una parte esencial de la diversidad genética de la biosfera», la ilustradora y diseñadora quiere llamar la atención sobre la tragedia de que cualquier pequeño eslabón de la cadena desaparezca.

Con la convicción de que los humanos necesitamos entender que es igual de fundamental «proteger a los animales feos», ha creado Extinction Empathy Tattoos (Tatuajes de empatía de la extinción). Una colección de diseños pensados para ser definitivos, pero también disponibles en versión temporal (con la intención de que un mayor número de personas se unan a la causa) con animales como el Leptoxis compacta: invisibles para el humano, invertebrados sin el atractivo irresistible del oso panda.

«El tatuaje conmemorativo es una forma tradicional y visible de manifestar el luto«, dice la autora, que además acompaña la incipiente iniciativa de una serie de carteles que colocará en su ciudad de residencia (Providence, capital del estado de Rhose Island). Los pósters muestran a modelos luciéndo los sencillos dibujos sobre su cuerpo y son el paso previo a regalar las calcomanías en «eventos ecológicos» para que quien lo desee pueda «combatir el silencio de la extinción de las especies no carismáticas».

Helena Celdrán

Samantha Dempsey

Samantha Dempsey