Todo apuntaba a que Iron Fist sería el primer gran batacazo de Marvel y Netflix, y así ha sido. No me refiero solo a esa sensación de muchos espectadores respecto a la apuesta creativa, sino a las polémicas que han rodeado el estreno de la serie en las últimas semanas (algunas incluso desde los momentos iniciales del proyecto). La crítica de apropiación cultural siempre ha estado ahí; no es un caso de whitewashing, ya que el personaje original es blanco, a pesar de la influencia de la cultura asiática, pero hay quien opinaba que la adaptación era una buena oportunidad para ajustar cuentas con los actores asiáticos. Esto cobró un matiz algo más conflictivo cuando Finn Jones, que da vida al protagonista, tuiteó sobre la importancia de la representación racial en televisión y varios usuarios le reprobaron, a lo que se añadieron sus declaraciones sobre las malas reviews de la serie; según él, Iron Fist no es para los críticos.
Lo cierto es que habríamos llegado al mismo punto sin todas esas cuestiones de actualidad; si acaso nos habríamos ahorrado el párrafo anterior, pero el balance sería el mismo, tanto para néofitos en Marvel (como yo) como para los fans consumados (quizás peor para estos). Había incondicionales de la factoría comiquera que ya guardaban recelos hacia Iron Fist, ya que no les parecía un personaje suficientemente jugoso para saltar a la pantalla, y a ello se sumaron después los de los espectadores de las series. ¿Qué tiene Iron Fist que contar? Si tenemos en cuenta que parte del sentido de las adaptaciones de Marvel era buscar una percha cultural a los protagonistas (Jessica Jones abordó la violencia sexual contra las mujeres, Luke Cage los disturbios raciales y la blaxploitation), ¿Iron Fist no sería solo un mal sustituto de Daredevil? Así es: volvemos a los dramas del hombre blanco heterosexual enfrentado a sus fantasmas.