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Poner un pie delante de otro nunca tuvo tanta trascendencia.

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Llega la Transgrancanaria, arranca el espectáculo mundial del trailrunning

En 2012 pude disfrutar de un viaje a la isla de GranCanaria, para participar en la TransGrancanaria 96k. Os inserto el post que escribí con la previa de este evento del correr por la montaña y que este fin de semana congregará al plantel más rumboso de la temporada. Así continúa el Ultra Trail World Tour, una auténtica copa del mundo combinada de pruebas de montaña.

¿Sangre?

No hay sangre. En la isla del polvillo negro la sangre queda absolutamente teñida de costra. Ni Sebastian Chaigneau aparece límpido en las fotos. Ni sé como definir la sensación -¿pena?- que me dieron dos superliebres de Salomon, con sus prendas blancas ‘a la Jornet’, sentados sobre un pedregal mortífero en el que soplaban los alisios levantando más polvillo. De ser blanco, nos lo esnifaríamos. Pero es negro y uno tiene en el subconsciente la memoria de los mineros y de la silicosis. No es racismo, es que en la crónica de esta Transgrancanaria no aparecerá nada sanguinolento ni casi rojo.

Porque de los participantes de la k42 no hablaremos. Su peto era rojo. El pe-to. Esta, para luego. Rojo. Color que además engorda. Pobres ellos, que tuvieron que mutar en anaranjado para no ser absorbidos por la reverberación caníbal de un sol de esos que dicen que hay dando envidiables temperaturas a las islas todo el año. Pobres, ellos y ellas. Que los pusieron de rojo y los colocaron para salir a trotar a las diez de la mañana.

Al menos nosotros, los pataliebre, bueno, ellos, los de los 123km y doce mil metros de desnivel por los barrancos arriba y abajo -nosotros nos achantamos con apenas 96km- salimos de noche desde el mismo orillón de la playa del Inglés. Rodeados de becerros con cubatas. De colgados -en la noche canariona hay mucho colgado- y hasta de una ilustrísima señora alcohólica en mallas largas y camiseta del… ¿Telde? que se entremezclaba con nosotros -vale, ellos- y nuestro ritual preparatorio, las mochilas, los frontales, los nervios y las piernas afeitada con mejor o peor mano. Decía la afectuosísima mujer que ‘venga cogledole, a pol ello muyayo’ o algo similar. Sergio Mayayo se dió dos o tres veces por aludido pero es que estaba perdiéndolo todo. Posteriormente perdería la voz por algún barranco y ahora está en llamadas a MRW para que se la traigan lo más rápido posible.

Groarrrrrr

Salimos por fin playa adelante, que a eso nos habíamos inscrito. Mis condiciones semisecretas incluían un plan para escribir sobre la inconveniencia de presentarse a estas pruebas homicidas con catarro, tendinitis en el peroneo largo, una semana entera tosiendo y sin correr, alusiones al jet-lag, lo que hiciera falta. Paré a hacer un pis en las dunas de Maspalomas, sueño que perseguía desde mi niñez, y me quedé el vigésimo por la cola. Allí no había corredores. Había chacales. Me prometí no mear más hasta yo que sé cuando.

Y nos metieron por un barranco. Ya leeréis las milimétricas descripciones de los barrancos en la crónica de Runner’s World, revista que os conmino a comprar el mes que viene. Aquello era ir por el fondo del mar después de que Bob Esponja hubiera absorbido los trillones de quintales de agua (sé que es capaz de hacerlo) y sólo quedasen pedrolos. Muy cementados, sí, como que ‘aquí no llueve nunca y la gente pasea por aquí’, pero un fondo de un río. Seco. Ahí estuvo el paso por la primera hora pero, como no había siquiera mirado cómo quedaban los parciales kilométricos, y casi ni los avituallamientos, iré adelante con mi foco luminoso preguntándose si-no-si e iluminando el terrario canario de aquella manera.

Subir, subir y subir no nos conducía a nada más que hacia arriba. Es pura geografía física. Acalorados, porque dista un abismo entre pasar un invierno en pantalón corto y salir en pantalón corto en invierno. Y venga a recomendar más ropa. Luego estaba la del peto. El petito. El día que lo vi por primera vez pensé que no era una buena idea. Marketing lo era. Pero era una capa más, caladita, sí, pero daba calor. En plena noche calculé que pudieron pasarme a lo sumo seis ráfagas de aire fresco. Contribuyó a que mantuve un tono de quema de sebo muy uniforme, y había menos zonas de ascenso de cabras de las que pensé. Bastante trotable, llanos, descensos en mitad de las fuertes subidas… era mi terreno si hubiera deseado salir a reventar.

Merodear el barranco.

La consigna había sido: “vosotros vais por donde os mandemos y, aquí paz, y después gloria”, instrucción más que precisa para el bóvido runner. Total te arreaban ladera arriba y abajo. De noche se intuía un abismo a nuestra izquierda, por la cabecera del arranco de los Ayagaures, advertido por Ser13gio en su día. “Te lo colocan de noche para que no te de miedo”. Esas horas fueron más las de controlar la hinchazón de los dedos, ajustar la correa del reloj… desde las 5am del día anterior llevaba viajando, en presentaciones de prensa, yendo y viniendo al hotel y, ahora, trotando y gateando monte arriba bajo el influjo de una luna insuficiente. Suficiente para morirse de placer mirándola. Pero no veníamos a morir de placer. Al menos, de placer.

Pero todo termina. A las ocho de la mañana peninsulares me llegan los primeros sms. Ha amanecido también en la Gran isla y a mis pies está uno de los fragmentos del fin del mundo, al que tengo que descender por un camino descarnado pero posible. En toda la prueba hemos discurrido por sendas aceptables y pistas. Los Chelis Valle y compañía han echado de menos más roca, menos pista. Yo no. Apago la luz del Led Lenser (ohsanna) y estiro los últimos chupetones a la boquilla antes del primer avituallamiento sólido. Puñetera autosuficiencia, nos hacen acarrear con todo hasta el km 42. A esa altura me he estomagado de un gel y dos barras turroneras, y me he espabilado medio paquete de jamón. Y tengo una úlcera en la lengua porque el sistema de beber en ultras es guarro y antihigiénico. Pero es el que hay y nos alegra los morros.

Ahí, en Tunte, bajo los farallones, se habían quedado algunos de los favoritos. Lizzy Hawker con un problema en la espalda. Zigor Iturrieta, vencedor de 2011, pedía cuenta de protección. Miré arriba y pedí auxilio a las rocas, las mismas que me triturarían las piernas al paso por el Camino de la Plata, el monumento civil más bello construido por la necesidad canaria. De ahí a la meta sería una repetición de correr, de trastabillarse. A eso íbamos, sin distinción de ritmo o capacidades.

La necesidad de ser normal.

En la rueda de prensa previa a la prueba, mientras el teatrillo de los medios grababa la presentación a dos idiomas y los ‘caranortes’ como Chaigneau (FRA), Maciel (BRA) e Iturrieta (ESP) mostraban su disposición como imagen de la marca, éste, Zigor, estaba a otra cosa. Un chavalín de apenas seis años y discapacidad motora se había acercado, avergonzado, quizá azuzado por el padre, a posar al lado de Zigor. Éste no se había dado cuenta hasta que le sonrió y el crío se tambaleó evidentemente, con una columna que pugnaba por ser una colección normal de vértebras, como las espaldas de otros niños. Zigor abandonó mentalmente la rueda de prensa y sentó al crío en sus piernas. El niño que trepa montañas y saca la lengua entendió a la primera qué busca la experiencia llamada TransCapacidad. Conseguir que discapacitados puedan participar de estas actividades normales. Los mayores, ciegos, con dificultades motoras, rodaban por barrancos que ni los deportistas con plenas capacidades podíamos torear con soltura. El peque que se asomó a la presentación de los corredores pudo participar como un crío más que se sube en las piernas de un deportista de élite. Zigor le regaló la gorra y la sobremesa entera. Ese crío ahora tiene un nuevo ídolo.

Quizá no seamos los más duros ni los más rápidos. Ni puros de mente, ni limpios, visto cómo dejaron el recorrido la tonelada de corredores guarros o sin educar en el respeto al medio ambiente. Quizá, como Zigor, apenas somos gente amable a la que le gusta correr.

Y todo porque me ofrecieron escribir la crónica desde la redacción de la archifamosa revista. Podían haberme encomendado escribir sobre Steinbeck. Ya digo.

El barranco de Tenoya

Mientras Sebastien Chaigneau chocaba las manos de los asistentes en la Plaza de la Música en un día de primavera de hace un año, el tiempo se estiraba hacia detrás y se convertía en meses de lenta agonía para alcanzar la cuesta asesina de Lomo del Bi­cho, o en años a quienes se vieron atrapa­dos en el barranco de Tenoya.

Hace ahora un año que participé en la TransGrancanaria, prueba que The North Face respalda en la isla afortunada. Afortunada por tener barrancos inmensos por los que la vista se pierde. El tiempo se ancla y los organizadores de pruebas trail adoran meternos por allí.

Este fin de semana hace un año en que me metí por el barranco de Tenoya. Aquellos barrancos son enormes como teatros, como el de los Vi­centes, por cuyas plateas y palcos bajaban hileras de luces frontales blancas. Otros verticales y oscuros como la cara alta de los Ayagaures. Otros planos y obscenos como hornos de cerámica, como el de Te­noya ¿Quién hizo que todas las piedras del mundo tuvieran que caer a mis pies?

¿Tie­ne final esta trituradora? ¿No se os habrá ocurrido que el próximo avituallamien­to…? Sí. Ahí arriba estaba.

Seb repite, Nerea se estrena.

Ayer Seb Chaigneau vencía por segunda vez en un recorrido superior a las catorce horas de carrera. El sonriente amigo de las rocas se alzó con la victoria de la prueba reina, la Ultra Trail de 119 kilómetros, que partió en la medianoche del viernes desde el municipio de Agaete para terminar en la plaza de la Música de Las Palmas de Gran Canaria. Oier Ibarbia o Yeray Durán o Nerea Martínez, que vencía en categoría femenina después de recorrer con su coleta las cumbres heladas del Guadarrama, o los demás vencedores de las diferentes distancias o los vigésimos o quienes cerraron las pruebas por atrás eran gotas de savia que circula por el campo y sus sendas, sus capilares. Una fi­losofía mitad poética y mitad criminal, que se disfraza de romanticismo para des­menuzar y minar tu resistencia.

En las clasificacio­nes veréis nombres. De hecho puedes hincharte con el seguimiento y la información total, como si revivieses todo, en el siguiente enlace, el twitter de la prueba).

Subir y bajar, nun­ca encontrar una ruta fácil ni lógica. ¿Vencedores al cansancio? Quizá la Transgrancanaria sea eso, un gi­gantesco homenaje al cansancio. The Nor­th Face sería algo así como el mecenas de esa escultura del runner agotado y herido. Ni a los organizadores de esta excelente prueba ni a sus mecenas les podemos cul­par porque acudimos como las mariposas a la luz. Volamos alegres en cuanto se abren las inscripciones. Nos desplazamos por centenares buscando la parte de gloria que gentilmente nos cederán.

Tenoya.

Y el final es un barranco. Los kilómetros del barranco de Tenoya es una expresión que eriza el vello de los tipos más duros. Los corremontes como los llama mi amigo Sergio. Imagina que, cuando oteas el final de una jornada criminal, la conclusión de una mudanza, por ejemplo, te dicen que olvidaste bajar el viejo frigorífico. Cuando llevas toda la noche y parte del día al sol, te prometen el descanso al otro lado de veinte minutos pisando cantos rodados de un cauce. Héroes de la antigüedad canaria, recogedme y lanzadme a una pira funeraria, pensaba. Doblabas una parte de la barranca, y te encontrabas con su hermano gemelo, con la extensión de un río seco, una hoz que te conduce a otro centenar de pasos sobre superficies que escuecen y laceran la planta de tus pies.

Porque vas sobre esos resistentes compañeros que te sostienen como épico animal y les vuelves a exigir un extra más. Adelantas a otro compañero de ruta y te compadeces. Él estará más minutos que tú ahí metido. Tenoya elimina los competidores y los hermana ante el tribunal que dirige Fernando Díaz. Una Inquisición sonriente a la que se acude voluntariamente, año tras año.

Este año más de 2.000 participantes tomaron las diferentes salidas desde diversos puntos de la isla. Pero absolutamente todos tenían que terminar entrando en la ciudad de Las Palmas por el mismo desfiladero. El año pasado era el sol implacable, el del famoso clima incomparable de las Canarias. Este, la noche había traído viento y agua, más calor al mediodía.

Y los cantos rodados sonreían mientras los pisabas de lado, mal, dejando las uñas adheridas al interior de la zapatilla. Cuanto más odio impregnabas en la pisada, más reían esos redondeados testigos de tu sufrimiento.

Hasta que ves un puente, derribado y reconstruido a lo largo de la historia. Y ves cómo la gente gira hacia la derecha y sales de todo ello. No te importa que venga una cuesta demencial. No te importa caminarla. Ni que todavía vengan unos siete u ocho kilómetros por Ladera Alta o Los Giles, de barranca y cerros hasta otear la playa de las Canteras.

Has salido del barranco y podrás hacer chistes con ello y tener pesadillas. Contarás a otros que han pasado por ahí y ambos os remitiréis al recuerdo a medio plazo de vuestro cerebro.

Volveréis. Volveremos, posiblemente.

No. Siempre volvemos.

 

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Fotos: TransGrancanaria Facebook / LaProvincia.es