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Poner un pie delante de otro nunca tuvo tanta trascendencia.

El maillot del Hueso

Al filo de las diez de la mañana todavía era posible mantener a los escolares con atención en clase. Pero a la hora del recreo la masa estaba agitada. No había modo de detener la agitación de aquellos casi cuarenta críos, apiñados en los pupitres de un colegio que nacía como bloque de viviendas pero que, la suerte esquiva de los setenta lo había remozado para institución pública de enseñanza. Solía ser un miércoles, no tengo idea por qué. Creo que era una creencia informal, no escrita. En el recreo del descampado madrileño, mi colega Gabriel decía que la Vuelta siempre pasaba por allí el miércoles.

Una hora más tarde, niños en jerseys de lana todavía tejidos por madres y abuelas, pantalones con rodilleras, padres (pocos, la mayor parte estaban trabajando) y profesores y amas de casa poblaban el cruce de la ciudad, todavía pueblo. La Vuelta cruzaba aquellas avenidas de asfalto gris perla, agrietado y con olor a Mayo. Eran los años que la prueba ciclista del pueblo español se disputaba en primavera. Los años de mayor popularidad de lo de la ‘serpiente multicolor’, de los días en que el papel aluminio pasó a ser siempre ‘reynolds’, de sobres de cromos que adosábamos a las chapas para competir en las mil zonas de tierra y arena de nuestra periferia en constante expansión (y muerte). Unipublic había tomado el relevo de El Correo, cuyas cuentas veía languidecer a pesar de la fusión como El Correo Español/Diario Vasco. Los mitos de la época vestían como vestían y los ciclistas se subían la visera de la gorra y montaban grupos Campagnolo.

En 1982 ya solía pasar escapado un maillot del Hueso. Era la primera piedra de la primavera, la construcción de los cimientos de la mitología deportiva de todo un verano. El final de Mayo, la última evaluación, los juegos de la primera semana de las vacaciones, estaban montados desde esa escapada de quizá Jesús Fernández o Hernández Úbeda, quizá – sólo si nos poníamos en la subida de la calle Mártires del Pueblo, como habían denominado a la carretera de Burgos los alcaldes fascistas – fuera el momento de otear a un Jose Luis Laguía que se subía en la bicicleta con las rodillas hacia fuera, o intentando localizar a Sean Kelly o al paisano de mi padre, Ángel Arroyo.

Y al poco Arroyo, Belda, Pedro Muñoz y alguno más fueron apartados por una de las primeras sanciones por dopaje en ciclismo, fuera o no la analítica todo lo clara y sistemática que se precisase. Metilfenidato. Apócope de metil 2-fenil-2-(2-piperidil)acetato, un psicoestimulante que se usa hoy día para los trastornos de déficit de atención pero que en los 70 llevaba la etiqueta de Ritalin. Aún así, no había escándalo. Pocos recordamos maremoto informativo alguno pasados un par de años. Y es que vivíamos saliendo a boqueadas de la crisis del petróleo y de la hiperinflación de la peseta de los setenta. Para nosotros Arroyo o Alberto Fernández o Dietzen o Suárez Cueva eran un maillot colorido, una caravana que nos había sumido en un momento de otro país. Eran nuestros mitos. Pero el escándalo existía, a menor escala, en casa, en casa del masajista de Ángel o de Alberto en la habitación de aquel hostal donde compartirían habitación él y algún coequipier. Digamos que, en esa pelea de titanes por la atención pública, la mitomanía de los niños de la cuneta pasaba por encima de la atención privada que requería el mundo del ciclismo de los setenta y ochenta. Fuera por ser niños, estar poco informados o ambos. Eso quedaba en el recuerdo de nuestros padres y hermanos mayores. Esa década habían visto morir a Tony Simpson en el Mont Ventoux, fruto de una mezcla explosiva de medicamentos prohibidos. Michel Pollentier escamoteaba una botella falsa a los comisarios del Tour y nuestro José Nazábal se piraba de la carrera temiéndose lo peor.

En marzo de 1980 había muerto otro ídolo, Vicente López Carril, y en los bares y las aceras se rumoreaba que era también fruto de las drogas del deporte. Entre tanto, los niños apenas leíamos prensa deportiva. Comprábamos pegatinas con Alberto Fernández, Marino Lejarreta o Vicente Belda. Y nos tirábamos al terrero a dejar las rodilleras del pantalón claveteadas por grava o arena con la que Pryconsa o Iviasa nos darían casa y un nuevo modelo de agonizar, hacinados. Dos manos entrelazadas eran todo lo que necesitábamos, el ancho para allanar la arena del solar entre bloques. Posiblemente como mecanismo de ignorancia o defensa frente a algunas noticias, desde aquellos días desarrollo una particular aversión a la mitomanía deportiva; a la construcción de los héroes deportivos a la que Carlos Taibo aplicaba recientemente una quimera: » la base de la fantasía de que todos somos copartícipes de la misma aventura deportiva». Además es una quimera que aporta una sensación de élite compartida por quienes carecemos de tiempo, talento o huevos. Con un Fernando Alonso o un Alberto Contador hay para todos, y sobra.

La rueda girando.

Hace un par de días el bueno de Juan Gutierrez en su blog comentaba la dificultad que entrañaba para los medios de comunicación escribir o narrar sobre hazañas deportivas en la actualidad. Son los constructores, horneadores, arquitectos y comercializadores de los héroes deportivos. Y no sólo los periodistas que elaboraban la crónica, también quienes seleccionaban aquellos metódicos jingles techno para la cabecera de sintonía, los montadores de RTVE y hasta los fotógrafos que se jugaban la crisma montados en las motos de carrera. Con el tiempo existe la posibilidad, terrible, probablemente asumida de antemano, que el mito deportivo se desplome por un contratiempo ante las reglas del juego.

¿Atenta el ejercicio de riesgo del periodista deportivo contra el equilibrio cósmico del negocio? En concreto, ¿la construcción del héroe deportivo de cara a la masa se hace de manera voluntaria o involuntaria?. El deporte que queremos para nuestros hijos es el que hace participar de manera deportiva, mientras que como adultos espectadores tendemos a pedir la victoria y el resultado. Es el ‘fair play’ contra el utilitarismo. Cuando éramos pequeños participábamos de aquel maillot del Hueso como espectadores entusiastas, sonreíamos cuando veíamos pasar aquella caravana brutal, ruidosa. Incluso posteriormente nuestra competitividad jugando a las chapas tenía un mucho de juego reglado y muy poco de pasión ciega. De adultos nos preguntamos qué tiene de malo vencer si es nuestro equipo o nuestro ídolo.

Guti cita al el fiscal-jefe de Turín, Raffaele Guariniello, para mostrar su penitencia como periodista:

Los periodistas hacen crónicas en las que exaltan las gestas de un ciclista o de un futbolista, pero un tiempo después este deportista da positivo o cae en una trama de dopaje, y entonces el periodista sabe que todo aquello que escribió estaba basado en un fraude, en una trampa, en una mentira

El redactor o el cronista a micrófono abierto saben de antemano que la trampa puede estar ahí. Como se preguntan los especialistas en analizar la ética del ‘fair play’. ¿Por qué sistematicamente rechazamos que es la única opción buena? ¿Y si el comportamiento deportivo del ‘fair play’ es solamente una manera parcial de ver las cosas? Estamos hartos de ver y justificar la victoria como una consecuencia lógica del deporte igual que entendemos que, siguiendo a Maquiavelo, el poder es la consecuencia última de la política, o (esta vez es Friedman el pimpampum) el beneficio como consecuencia del negocio.

Y en este punto la discusión se enfrenta a un negro agujero: ¿Por qué no enfocar todo hacia esa victoria que simplifique los debates morales? Al fin y al cabo, admiraremos al mejor, al más perfecto. Conmiseración con la debilidad y loor a la belleza. Ahí debí encontrar el fallo. En 1982 muchos niños jugábamos a las chapas sensiblemente mejor que corríamos, montábamos en bicicleta o brillábamos en cualquier disciplina física. Llegar el último o perder partidos de manera sistemática hace más fuerte o te empuja a abandonar. Pocos perviven en la práctica ‘fair play’, muchos se lanzan en brazos de la observación deportiva. El grandísimo crack de la filosofía del deporte Torbjorn Tannsjo llega a decir que la admiración del héroe deportivo tiene tintes fascistoides. A Tannsjo se le va la mano un poco, aunque la construcción del fenómeno está muy clara. El plan de negociado del deporte de élite está trazado sin rupturas temporales o conceptuales. Una vez eliminado cierto nacionalismo (o marginado por la internacionalización de los equipos), el público busca un referente todavía mayor. Frente a qué Real Madrid era mejor, si el de Di Stéfano o de Cristiano Ronaldo, en vista de no saber qué cinco Tours de Francia valían más, si los de Anquetil o los de Armstrong, miramos hacia la figura absoluta. «Este sí que es el más grande entre los grandes». No es que seamos ciegos seguidores del balonmano alemán, de los escaladores colombianos o de La Roja. Pasamos a la adoración peligrosa del individuo. No es raro que Tannsjo se declare contrario a ello.

En Mayo, aunque ahora sea en Septiembre, los héroes que siseaban con las cadenas de la bicicleta engrasada y los locutores que se desgañitaban por la construcción del mito del maillot de Suárez-Cueva o de Pedro Delgado conocían previamente el final de la película. La elevación del rey del deporte, generar pasión entre las cunetas para que esto retroalimente el negociado del deporte: más periódicos vendidos, más cocinas Teka, más calzado deportivo Kelme o más conexiones a Discovery.

Hay un momento en que el engranaje se da por calibrado. Cuando Unipublic presenta una edición de la Vuelta, los cimientos de los contratos para la edición de un año después ya están muy trabajados. Es arriesgado decir que se tienen calculadas las bajas, las trampas y las eventualidades, pero se asume un riesgo en la producción de los héroes y la rentabilidad de su existencia. El maratón de Barcelona o la comisión general de la NBA o Unipublic saben quién elaborará el anuario impreso, se tienen trabadas las premisas de la comercialización de los derechos de televisión, y los niños pueden volver a clase en ese colegio que vuelve a sonar a tiza en la pizarra y que, durante unos días, olerá a Huesitos.

Es la variable de la ecuación. Más Huesitos.

1 comentario

  1. spanjaard

    Dios. What a brick!!!

    04 mayo 2012 | 14:03

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