Frescura de la vida

Día de maratón de Nueva York. Dia de que si Lance Armstrong bajará o batirá o terminará. Que si los héroes y que si los villanos. Mientras medio planeta le tira flores porque tras su vida de deportista superprofesional se lanza a por ‘the ultimate challenge’, el reto de los retos, el otro medio mira preguntándose, ‘pero bueno, si corren 37.000 personas no será algo tan grave, ¿no?’. Día de aprovechar la llegada a casa de aire fresco y de amor y postponer una tirada de 32km por Viñuelas y sus cuestecitas y sus eternos repechones y sus cuestones empedrados.

Muchas efemérides de adulto, de vida estresada y de encaje de bolillos entre horarios de trabajo, descanso e invitaciones familiares para aniquilar un plato de callos con chorizo y otro de ensaladilla y otro de macarrones, ¡¡¡por favor, para mujer, no me eches Triple Seco de Larios en la macedonia que en media hora estoy corriendo por el monte!!!.

Pero los protagonistas de nuestro futuro y los animadores de nuestro presente están a otra. Su milla escolar, en categoría canijos de 4 años, 150 metros por delante y un pelotón de fusilamiento subdividido: a un lado entrenadores que procuran que no se les extravíe ningún crio, a otro la masa de pequeñajos dispuestos a salir corriendo hacia no saben bien dónde, como espectadores de lujo de la masacre, hordas de padres gritones, que vocean a coro infernal eso de ‘vamos enrique vamos jenifeeer no te pares ahora copoooooooooooooon’ y a posteriori, lo juro que lo oí yo, ‘en esa curva te has abierto y te ha adelantado cuando ibas el primero, hay que cerrarse’ a un crío de apenas 9 años lloroso.

Y entre la masa enchandalizada, mis dos psychokillers, pasando de todo y haciendo carantoñas. Llegaron en un digno pelotón de cola. Se la soplaba. Se la sopla todo. Mola.

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