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Poner un pie delante de otro nunca tuvo tanta trascendencia.

Amanece en la Bola del Mundo

6.50 y no hay apenas vida en este aparcamiento de Navacerrada. No se entiende. En Madrid hemos pasado una noche tremebunda, con minimas de 27 grados y las casas caldeadas hasta el extremo. Uno se espera que habrá movimiento de ‘escapistas’ hacia la sierra, pero el único que me persigue cuando comienzo a trotar es un aire calentorro que asciende por la ladera Este de las Guarramillas. El aire que viene tras de mí por la 607, puerto arriba.

Asciendo con ligereza de equipaje, riñonera, llaves del coche y 50cl de agua, dado que quiero hacer una vuelta corta y regresar pronto a casa. Subiré la Bola del Mundo por el cemento, bajaré por la Loma del Noruego y remataré con los 6.7km de la carretera llana que faldea a 1800m de altitud. Ni es una salida de montaña técnica, ni un rodaje largo, ni un progresivo. Nada es nada en este mundo de salir a correr en el que, para no emborronar amistades, alabamos cualquier cosa que nos cuentan y asentimos: está bien, dentro de poco estás como un toro, o joder, si no adelgazas con esas palizas, en vez de anunciar la muerte fisiológica de las capacidades del que nos da la barrila.

Cumbre en menos de media hora. Es una subida corta que te lleva a 2250m y que te permite zigzaguear sin preocuparte de pisar mal, por una pista de acceso cementada, cómoda. Arriba un calor mortal, así que encaro el N geodésico para bajar la Loma y llevarme un susto con dos perros semisalvajes que pretendían hacer amistades o desayunarseme un muslo. Diálogo a pedradas entre un huraño corredor y dos fieras abandonadas (algún día contaré por qué aborrezco las subrazas caninas domesticadas) y encaro el tramo de carretera pensando en los fabulosos bosques de Valsaín, en las dificultades que tiene seguir sin quemarse, en que ha amanecido mientras trepaba agachado por una ladera aún en penumbra, en que son las 8 y media y tengo hambre. Me largo a desayunar.

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