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Poner un pie delante de otro nunca tuvo tanta trascendencia.

Buscando límites, ¿para qué?

Me estoy cenando la conversación con Justo, un amigo que ahora casi yace tras haber ido a correr 5 días por el desierto pedregoso del Hoggar, en Argelia. Crónicas de abandonos, de calor extremo, de deshidratación y limitadas posibilidades de recuperación médica en medio del desierto, de … ¿los famosos límites del corredor?.

Si para eso hemos evolucionado, si hemos abanderado la escapada de las carreras homologadas, el circuito del asfalto, y nos hemos echado a la naturaleza con la esperanza de conocernos a nosotros mismos como animales caminantes, algo ha fallado. Hemos pedido la medida, como comenta mi mujer. No puede ser que en unas vacaciones ‘salgamos a correr’ y hagamos 3h45 por el Montgó, con vistas desde el cabo de Gata hasta Cullera. Que un sabado enlacemos las sierras de Somosierra con el Burgo de Osma, que hagamos 57km en grupo, charlando con la mera excusa de seguir un camino imaginario que nos lleva a no sabemos dónde. Cuando decíamos que en los caminos y pistas estaba la libertad, estábamos preconizando una salida compatible con los más elevados placeres de la vida. Pero la vida se compone de lo que uno hace además de quien a uno le rodea. Nuestra esencia de corredores no es una experiencia egoista sobre nuestros límites personales; es terminar de correr y recuperar inmediatamente la sensatez perdida durante unas horas. Es tener algo más que complete nuestro trote. Es vivir.

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