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La muerte y el ‘Mayor X’

Antoine de Saint Exupéry fue un gran literato, un notable aventurero, un enamorado del aire, y un piloto regular. Vástago de una familia francesa de rancio abolengo venida a menos. El autor de ‘El Principito’, ‘Vuelo Nocturno’, ‘Tierra de Hombres‘ y otros muchos relatos maravillosos tenía en su haber 6.500 horas como piloto en circunstancias y lugares muy variados y con gran diversidad de aparatos. Había abierto nuevas rutas en el Mediterráneo, África y Sudamérica; había sido piloto de combate y postal, había llevado pasajeros y carga y había volado por vicio y por aventura. También se había estrellado en numerosas ocasiones, en alguna de las cuales estuvo a punto de perder el pellejo, y tenía fama de distraído y alocado en la cabina. Saint Exupéry, ‘Saint Ex’ para sus amigos, era un romántico de la aviación temprana que deploraba el elitismo y la excesiva vocación técnica que se iban ya convirtiendo en el estándar de la aviación comercial que hoy conocemos. Amaba volar y el cielo y era un famoso escritor, pero como aviador era un desastre.

Cuando en mayo de 1942 se incorporó al Groupe de Reconnaissance GR II/33 de la Francia Libre en el norte de África, era además un piloto en decadencia. El escritor conocía el pesado aparato de reconocimiento francés Bloch 174, derivado de un bombardero ligero, que equipaba a su escuadrón; con él había combatido en 1940, durante la invasión alemana. Pero las secuelas físicas y los intensos dolores que le habían dejado de recuerdo sus numerosos accidentes se complicaban con su edad (44 años; los pilotos estadounidenses dejaban de combatir a los 33), y una intensa vida social con gran consumo de alcohol. Esto contribuyó a una serie de accidentes que le sacaron varias veces de la línea de vuelo y le amargaron la vida. Poco después de incorporarse a su unidad en Argelia destrozó un Bloch 174 al olvidarse de bajar el tren de aterrizaje. Debido a éste accidente y a su edad y fama al principio ni siquiera fue considerado para la transferencia al nuevo F-5, versión de reconocimiento del P-38 Lightning que reemplazó al Bloch 174, ya que el avión estadounidense era bastante más rápido y complicado de pilotar. Los estadounidenses no iban a molestarse en entrenar a un vejestorio que tendía a estrellar aviones. ‘Saint Ex’ pasó a la reserva.

Lo que nuestro creador no tenía como piloto lo tenía como famoso: amigos e influencia. Empeñado en volver al combate, su estancia en los EE UU le había hecho popular allí, y el peso de algunas de sus amistades de esa nacionalidad resultó vital para que finalmente le permitieran realizar la capacitación y reincorporarse a su unidad. Sin embargo el ‘Mayor X’ (como le llamaban los estadounidenses, incapaces de pronunciar su apellido) tuvo problemas con la adaptación al avión. La angostura de la cabina y sus achaques le hacían insoportables los largos vuelos de reconocimiento. Por un error suyo tuvo que abortar una de sus primeras misiones, volviendo con un motor parado por falta de combustible. A veces confundió los destinos y fotografió áreas diferentes a sus objetivos marcados. El 1 de agosto de 1943 a la vuelta de una misión frenó demasiado tarde durante el aterrizaje y se salió de la pista, dejando inservible el avión. Nuevamente el autor francés fue separado del servicio, sin que sus malas relaciones con De Gaulle contribuyeran a mejorar su situación. Parecía que esta vez iba a ser con carácter definitivo, y a pesar de sus grandilocuentes declaraciones (‘quiero morir por Francia’, repitió en su multitudinaria cena de despedida), el ‘Mayor X’ se quedó en tierra. Su depresión se agravó, y empezó a beber en exceso.

Su intensa vida social y sus amistades bien situadas, en este caso literarias, tardaron en hacer efecto, pero al final el escritor regresó al servicio en mayo de 1944. Se dice que su comandante y amigo René Gavoille temía que se suicidara; así es como el ‘Mayor X’ ocupó la cabina del F-5 apodado ‘Peggy Back’ a las 0900 del 31 de julio de 1944, para repetir una misión de reconocimiento en la zona de Annecy-Grenoble. La última ironía es que los alemanes apenas tenían cazas en aquel área y momento. Los aliados habían barrido del cielo a los alemanes, concentrados en el baldío intento de contener la bolsa de Normandía. La poca actividad germana en el área eran aviones de reconocimiento que intentaban descubrir los preparativos del inminente desembarco en el Sur de Francia. El avión apareció el año 2000 cerca de Marsella, incomprensiblemente lejos de su objetivo. Tampoco tiene sentido la reciente reivindicación del derribo por parte de un piloto de caza alemán, ya que su descripción del incidente, con un F-5 francés volando a baja altura, no se corresponde con la misión. La secuencia de acontecimientos sugiere que ‘Saint Ex’, harto de la guerra y quizá de sí mismo, demasiado viejo y romántico para el avión que pilotaba, se desvió para acercarse a su región natal, tal vez para morir a la vista de Francia. Quien sabe si lo hizo a propósito o si resultó víctima de la anoxia, un conocido riesgo de las misiones de reconocimiento; lo que sí parece claro es que al »Mayor X’, romántico incurable, piloto mediocre y escritor extraordinario, le rondaba la muerte antes incluso de que el piloto alemán acabase con su miseria a la vista de las costas de su niñez.

Umbral, el blogger del desencanto

Francisco Umbral, articulista y escritor recién fallecido, fue un blogger antes de que existieran los blog. Día tras día comentaba, azuzaba, interpretaba y analizaba la porción de realidad que consideraba más significativa del día anterior. Y lo hacía con mucha más brillantez que profundidad; con un lenguaje florido y un certero ojo para lo superficial que su análisis intentaba transformar en significativo y profundo, sin conseguirlo siempre. Con su carácter atrabiliario y pendenciero, su brillante y acerada pluma y su indudable capacidad de análisis, Umbral hubiese sido el príncipe de la blogosfera de haber nacido medio siglo más tarde. Tal como fue su vida, como escritor al estilo tradicional, generó intensas y tal vez desproporcionadas pasiones. Pero entre los panegíricos y las críticas hay un factor que se escapa: su valor de símbolo. Francisco Umbral fue ante todo un hombre de letras de su tiempo, y su vida y su literatura son representativas de un periodo de la historia de España.

Como persona y escritor Umbral pertenece a una generación, la de la Transición, que ha sido clave en la historia española pero cuya utilidad histórica está ya en plena amortización. Esa generación ingenua recibió la mayor maldición de todas: sus plegarias fueron escuchadas, la dictadura cayó y tuvieron en sus manos el poder para construir sus utopías. O tal vez no. Fueron los jovenzuelos que aprovecharon el fin de la Dictadura para relevar en masa a sus mayores y hacerse con el país. Llegaron al poder jóvenes y llenos de ideales que hoy sabemos periclitados, y tuvieron una temprana y desagradable inmersión en los peligros morales de la Realpolitik que los dejó desencantados mucho más allá de lo que sus triunfos y fracasos reales justificaban. Algunos traicionaron sus ideales, otros renunciaron al poder, todos resultaron contaminados y tal vez jamás acabaron de perdonarse a sí mismos, porque casi todos exhiben desde entonces un gélido y letal desencanto que contamina por igual a apocalípticos e integrados. Francisco Umbral fue el cronista certero de ese desencanto precoz, de ese largo vivir sin ideales, de ese rechazo a los sueños propio de toda una generación. Como tal, sus columnas informarán a quienes nacieron más tarde de lo ocurrido en un momento de la historia de España en el que una revolución pareció posible, pero no fue. Y acabó donde empezara: en el ruido y la furia del enfrentamiento ritual entre banderías que suplantó al verdadero, y nonato, cambio sociopolítico.

Umbral, como otros antaño ‘progre’ y luego desilusionado, acabó en política convertido en algo cercano a un ‘neocon’ clásico: reivindicando los valores y las ideas del liberalismo, pero en la práctica defendiendo un conservadurismo típico con la pasión del converso y su brillante retórica. Lo peor de las técnicas de lucha intestina de la izquierda al servicio de las peores ideas de la derecha, todo ello camuflado bajo el disfraz de la libertad. Su mordacidad, su ojo para el detalle chocante y el contrapunto deslumbrante, terminaron al servicio de odios originados en rencillas industriales, y de razonamientos basados en la falta de fe en la Humanidad. El desencanto hizo a Umbral viejo antes de hora, como a muchos otros de su tiempo, y es por eso que su figura concita virulencias que quizá su obra sola no fuera capaz de agitar. Se recordarán sus crónicas más que sus libros, siquiera como rutilantes espejos de un momento y unas gentes claves, como literario reflejo de un desencanto largo y atroz. Ese desencanto que ya es hora de ir dejando atrás.