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¿A quién pertenece Harry Potter?

La clave del pleito en el que la escritora británica J.K. Rowling pretende detener la publicación de una enciclopedia recopilatoria sobre el universo de Harry Potter no son los complejos argumentos legales. Tampoco la cuestión de la autoría o el mérito de crear el complejo mundo de ficciones que es la serie; nadie pone en duda ni que Rowling sea la creadora ni que se merezca la (abultada) recompensa que ha obtenido por ello. No: la verdadera pregunta es ¿a quién pertenecen las creaciones artísticas que impactan a millones de personas? Rowling, como la SGAE y otros defensores de la ‘propiedad’ intelectual dura, piensan que una obra pertenece en exclusiva y eternamente de su autor. Pero cabe preguntarse si también tienen alguna participación en el fenómeno Harry Potter las millones de personas que sueñan con el, lo adoran y sufren con sus aventuras y las de sus amigos y sus enemigos. ¿Es que los fans que hacen grande una creación no tienen derecho ninguno sobre ella? ¿Es que el autor no es propietario tan sólo de su creación, sino también del pedazo de la mente (y el corazón) de sus fans que ocupa esa creación? Y, por último, ¿es que la sociedad que ha producido los mitos culturales en los que se basa Harry Potter carece de derecho alguno sobre esa obra?

El mundo ha cambiado. La creación ha dejado de ser (en realidad jamás fue) un empeño unidireccional. Las obras que recordamos, las que atraviesan la historia y sobreviven al tiempo, lo hacen porque dejan su marca en millones de personas. Hasta ahora esa apreciación, esa pasión, eran individuales porque los usuarios (lectores, oyentes, cinéfilos) estaban solos. Pero vivimos en la Era de Internet; hoy los usuarios pueden hablar, y escuchar. Y lo hacen; no sólo comentando, revisitando y aprendiendo, sino también rellenando huecos, extendiendo, imaginando; creando en suma. Lo que hacen los fans de Harry Potter sobrepasa la estima y el disfrute; es participación que se acerca, en millones de casos, a la pasión. Fans que reunen información y exploran detalles oscuros; fans que traducen cooperativamente para abrir la puerta a otros fans; fans que viven en el mundo mágico creado por Rowling. Nadie quiere quitarle a esta escritora excepcional lo que es suyo: es ella la que quiere arrebatarles a sus fans algo que les pertenece a ellos: una participación en la creación de su universo, que todos (autora y lectores) comparten.

Lo quiera o no J.K. Rowling, Harry Potter no es de su exclusiva propiedad. Porque los mitos no pertenecen en exclusiva a nadie, ni siquiera a su creador. Los abogados de la ‘propiedad’ intelectual dura, quienes han convencido a los autores de que son los propietarios exclusivos y eternos de sus creaciones les han hecho un flaco favor al venderles que su interés pasa por expulsar a sus mejores seguidores; por controlar con absolutismo hasta el último detalle. Es como si una madre quisiera controlar para siempre jamás la vida de un hijo; un empeño comprensible pero fútil e incluso maligno que limitaría para siempre la capacidad de madurez del pobre vástago afectado. Por supuesto que Harry Potter está íntima y personalmente ligado a la vida de J.K. Rowling; pero si eso confiere derechos sobre la obra, el niño mago también está dentro de la vida y las emociones de muchos millones de lectores de sus novelas, que deberían tener algo que decir. Lo justo sería dejar que el mito crezca y madure por sí mismo, sin que la ley le de poderes a su controladora madre para impedirlo.

Imperio de aficionados

‘Aficionado’ ha sido siempre un epíteto denigrante; un calificativo descalificador para indicar un trabajo de calidad media, un esfuerzo fallido, un producto casi bien hecho (pero no del todo), una carencia de excelencia en el hacer. El lenguaje, siempre certero, reconocía así una idea ampliamente extendida en la sociedad: los únicos que pueden hacer bien un trabajo son los profesionales. Sólo quien se dedica a hacer una cosa durante años por dinero, se presupone, puede llevar a cabo un buen trabajo y obtener así un buen producto. Los aficionados, almas cándidas y valerosas, podían intentarlo, si, pero jamás podían aspirar a los elevados niveles de calidad y a los sublimes estándares de quienes se ganan el sustento con un oficio o profesión. De los aficionados se ha esperado siempre apoyo, e incluso conocimiento de cómo se hacen las cosas, pero sobre todo reconocimiento ilustrado de la calidad profesional. Jamás ‘aficionado’ ha sido un elogio. Hasta ahora. Pero cada vez más se está demostrando que la presunta excelencia profesional se debía en muchos casos al acceso privilegiado de los currantes a herramientas que no estaban al alcance de los aficionados; máquinas, o sistemas de comunicaciones o de distribución. Cuando Internet ha eliminado estas restricciones, estos privilegios de los profesionales, en un montón de categorías de productos, estamos presenciando cómo los aficionados le pueden dar para el pelo a los profesionales. Y lo hacen.

Al igual que ocurriese con el libro anterior y el idioma alemán, el séptimo y último libro de la serie de Harry Potter ha sido traducido al español en tres días. La traducción profesional se espera para algún momento del año que viene. Mientras, los aficionados se dedican a rehacer la ciencia de la geografía, entrevistan a políticos en televisión, u homenajean/parodian las más sagradas tradiciones de la ciencia ficción. O incluso extienden con amor e imaginación (pero sin dinero) las sagas de los superhéroes. Hasta la publicidad, siempre atenta a las tendencias sociales, se aprovecha del fenómeno. Por supuesto que todavía hay diferencias entre las herramientas profesionales y las que están a disposición de los aficionados, así que aún existen diferencias de calidad. Lo realmente sorprendente es que con la Red y todo lo que conlleva esa distancia pueden solventarse a base de trabajo y entusiasmo, haciendo que la diferencia sea cada vez más irrelevante. De hecho el cariño y el conocimiento íntimo de las historias y sus detalles que los buenos aficionados ponen en juego hace que sus trabajos destaquen, si no por su calidad técnica, sí por su riqueza y profundidad narrativa. Pronto el término ‘aficionado’ se convertirá en un elogio. Que es lo que tendría que ser.