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El Infierno antes que Darwin

Según una reciente encuesta llevada a cabo en los EE UU allí hay más gente que cree en la existencia física y literal del Demonio, y del Infierno, que en la Teoría de la Evolución por Selección Natural. O lo que es lo mismo: en el país más poderoso del planeta hay una gran fracción de población que está convencida de la existencia de una caverna llena de lagos de ácido sulfúrico hirviente y poblada por seres de color rojo, dotados de cuernos y dedicados a torturar a los malvados con grandes bieldos por toda la eternidad. Y lo creen sin más pruebas que las palabras de un libro escrito hace siglos recogiendo mitos de hace milenios, y la tradición basada en ese libro. Ninguna prueba física, ni intelectual; ninguna evidencia palpable, ninguna lógica. Simplemente fe.

Quienes están convencidos de que Satán y el Infierno existen superan en número a los que creen en un mecanismo para el funcionamiento de los seres vivos que es una propiedad intrínseca de cualquier sistema de reproductores imperfectos que sobreviven en un entorno con recursos limitados. Y que no sólo permite entender de manera lógica la naturaleza, sino que acumula en su favor pruebas de todo tipo y evidencias sin cuento. Como resultado de una sostenida campaña de acción política dirigida a controlar el sistema educativo, la Teoría de la Evolución por Selección Natural está considerada allí como una ideología sospechosa con connotaciones políticas radicales que debe ser considerada enemiga de la fe y por tanto debe ser perseguida por los creyentes. Y eso incluye a sus defensores, que deben ser castigados personal y profesionalmente.

Muchas personas encuentran la fe, la creencia sin prueba alguna en la existencia de un ser superior creador del universo al que le importamos cada uno de nosotros, como profundamente reconfortante. A lo largo de la historia millones han derivado de estas creencias consuelo, fortaleza y grandes dosis de valor en la lucha contra la injusticia. Pero la fe organizada también ha sido utilizada durante milenios para crear y justificar injusticias. La esencia de la fe, la irracionalidad, hace que las creencias individuales sean susceptibles de manipulación y abuso; la asociación de poderes espirituales con los poderes políticos ha hecho no poco mal en no pocas ocasiones. En particular la fe organizada considera intrusa cualquier explicación del universo que no incluya sus postulados fundamentales, en especial la existencia de un creador. A lo largo de los años las iglesias han considerado un ataque directo cada avance del entendimiento y la razón humanas en la comprensión del cosmos. La Teoría de la Evolución por Selección Natural, una ley natural equivalente a la Ley de la Gravitación Universal, debe ser calumniada por razones morales, y equiparada a caricaturas carentes de peso intelectual alguno. La fe, sin embargo, debe mantenerse en su más estricta literalidad, aunque sea en temas marginales (como la existencia física del demonio o el infierno) o se roce el absurdo. Que esto ocurra hoy en el país que hoy es más importante a la hora de decidir el destino del mundo, entre los ciudadanos que deciden la orientación política de este país, desafía el entendimiento.

Necesidad de saber

Hipótesis: la evidente mejora para la supervivencia que supone ser capaz de comprender cómo funcionan las cosas ha llevado a la evolución a dotarnos de un mecanismo cerebral que nos premia con sensaciones agradables cuando comprendemos las cosas; un centro de la sabiduría que compensa con placer el entendimiento, y castiga con inquietud y malestar la ignorancia. Porque es más fácil sobrevivir si entiendes cómo funciona el mundo y eres capaz de modificar ese funcionamiento, especialmente si eres un mono de mediano tamaño y mediocre velocidad carente de colmillos. Así que sería lógico pensar que la especie humana se caracteriza por una verdadera necesidad de saber, similar (aunque menos intensa quizá) que la necesidad de reproducirse, excretar o comer. Somos monos adictos al conocimiento, lo cual explica nuestra insaciable curiosidad, el súbito destello de placer que sufrimos al comprender algo o la incómoda sensación de frustración cuando por mucho que nos esforzamos no podemos entender. Eso podría explicar el impulso que hay detrás de la ciencia, el afán de conocimiento por el conocimiento, la pasión del saber. Lo curioso es que también explicaría buena parte de nuestro afán por la religión. Y la razón por la que algunas personas creen en todo tipo de alambicadas conspiraciones y conspiranoias.

Porque si existiera este centro cerebral del placer asociado al saber, no tendría modo alguno de distinguir entre una explicación del mundo verdadera y otra falsa. Ambas podrían proporcionar esa agradable sensación, esa satisfacción provocada por el entendimiento: bastaría con que la persona estuviese convencida para que el mecanismo de refuerzo cerebral se activase. Ante la pregunta ¿cuándo nació la Tierra? la respuesta de la ciencia (hace más de 4.500 millones de años) y la del Obispo Ussher (al atardecer del 22 de octubre del año 4.004 adC) podrían provocar una respuesta cerebral similar, siempre que quien desee comprender crea realmente en la veracidad de la respuesta.

De hecho la ventaja la tiene la explicación religiosa, siempre mucho más sencilla (dios lo quiere y/o está escrito en el libro sagrado) y comprensible que la científica, que necesita esfuerzo y estudio. Las religiones pueden incluso proporcionar lo que la ciencia no puede dar, como son certezas absolutas y conocimientos completos; al ser un sistema de comprensión metódica del Universo, la ciencia nunca lo explica todo por completo, y a veces cambia de explicación. La religión ofrece un entendimiento simple, absoluto e inmóvil que excluye la duda y la incomprensión, proporcionando el cálido sentimiento de la sabiduría sin interrupción.

Ésta es también la recompensa de los conspiranoicos ante los grandes enigmas de la Historia. Con frecuencia es imposible reconstruir con absoluto detalle hechos del pasado, incluso reciente: las evidencias físicas se pierden o distorsionan, las investigaciones cometen errores, los testigos son con frecuencia muy poco fiables. Las contradicciones y lagunas son inevitables en la reconstrucción del pasado. La misma historia depende en ocasiones de casualidades, pequeños (o grandes) azares, caprichos de las personas o el destino que son imposibles de reproducir o comprender. El estudio de la Historia, por tanto, está lleno de frustraciones, que pueden resolverse creando una sólida teoría de conspiración.

En efecto, una buena conspiración lo explica todo: lo conocido y lo desconocido, lo comprobable y lo imposible de comprobar. Postulando la acción de un selecto grupo de conspiradores omnipresentes, omnipotentes y omnicomprensivos empeñados en borrar las huellas de su propia actuación es posible explicar cualquier hecho, y también cualquier contradicción, cualquier falla en la teoría. Los detalles de las conspiraciones pueden ser fantásticamente barrocos, pero en su esencia comparten con las religiones una explicación simple fácil de comprender: ‘ellos’ lo hicieron, y desde entonces tratan de ocultarlo. ‘Ellos’ pueden ser los judíos, los cátaros, los templarios, la KGB, la CIA, los francmasones, la Trilateral, los lagartos venidos del espacio, el Vaticano, el Club Bilderberg o todos trabajando en conjunto; eso no es lo importante. La clave es que no hay prueba en contra que no se pueda desacreditar; ni pregunta que no se pueda responder con certeza y sencillez, por más que la acumulación de esas respuestas exija una renuncia a la lógica tan completa como en el caso de la religión. A cambio, proporciona un placer de sabiduría tan completo como aquélla. A veces conspiración y religión están cerca, y a veces surgen construcciones (como las ideologías) que tienen mucho de ambas y pueden adquirir una enorme capacidad destructiva. Millones de personas pueden hallar satisfacción a su necesidad de saber por estos medios.

Esto significa que la especie humana jamás abandonará las religiones ni las conspiraciones, puesto que proporcionan a muchos el placer intelectual de la comprensión sin los esfuerzos que la ciencia demanda, y sin los límites que la ciencia no es capaz de superar. También significa que la curiosidad científica mana de la misma fuente que proporciona caudal a las religiones y las conspiranoias; que un mismo mecanismo cerebral subyace a estas diferentes formas de entender el Universo, y a sus explicaciones. Eso no significa que esas explicaciones tengan igual valor. Porque algunas se cotejan con la realidad, mientras que otras tan sólo sirven dentro del confín de nuestros cráneos. Aunque la necesidad de saber tuviera la misma madre, existe la verdad. Y no todas las explicaciones disponen de ella.

Corregida una errata el 5/11/2007. Gracias, Alda.