Ciencia, tecnología, dibujos animados ¿Acaso se puede pedir más?

Archivo de mayo, 2008

La necesidad de un día

Para los cínicos cuando un gobierno no tiene interés en algo, crea una comisión. Por la misma razón, cuando una sociedad no sabe cómo resolver un problema crea una festividad. Así, la necesidad de un ‘Día de Internet‘ es un cierto fracaso, porque las industrias poderosas no lo necesitan; no hay un ‘Día de la Banca’, o de las Inmobiliarias. El mero hecho de que exista un ‘Día de Internet’ es un signo de que en España (y en otros países) se sigue pensando en la Red como en algo menor de edad que precisa protección y estímulo oficiales. No es extraño, entonces, que haya quien considera la Red una especie de imposición, una obligación que ‘alguien’ tiene interés en forzar sobre la ciudadanía por sus propios y oscuros intereses. Cuando nada hay mas lejos de la realidad: el estado, el dinero y los poderes habituales no han estado jamás interesados en fomentar el desarrollo de Internet, como demuestra el hecho de que las grandes empresas nacidas en el ciberespacio son nuevas. La Red ha crecido porque le resulta útil y divertida a la gente, no porque ningún ministerio ni empresa telefónica haya fomentado su potencial, que no vieron ni les interesó. Seguirá haciendo falta un ‘Día de Internet’ hasta que no la reclamemos como nuestra, y la hagamos fuerte usándola en interés propio y sin limitaciones.

Porque no quieren

6 de cada 10 adultos españoles no tienen Internet, y de éstos menos de uno de cada 10 lo ha probado siquiera para saber lo que es. Es el dato quizá más llamativo de la Segunda Encuesta sobre Internet del BBVA, recién publicada [pdf], que demuestra que el principal escollo para el desarrollo de la sociedad española no es la falta de dinero, ni siquiera de educación; es la falta de interés en el futuro. Una ausencia de interés que linda con el rechazo. La mayoría de los no usuarios de la Red son, según el estudio, más pobres, pertenecen a clases sociales más bajas, tienen mayor edad y son menos educados. Pero las razones que alegan para no entrar en la Red no tienen que ver con la economía o la percepción de dificultad; lo caros que son los ordenadores o lo complejo de manejarlos ocupan lugares muy bajos en la lista de las preocupaciones de los no navegantes. Las principales razones por las que no navegan son la falta de interés y la nula percepción de la utilidad que tiene para ellos Internet. Los españoles no dejan de entrar en la Red porque no puedan, sino porque no quieren. No tienen razones ni para probar.

¿Es por lo bien que se vive en España y el magnífico clima de que disfrutamos, como afirmaba sin rubor hace años más de un informe? ¿Es España tan diferente del resto de países que nos rodean y en los que nos reconocemos? ¿Hemos descubierto una nueva vía al desarrollo económico que no pasa por los cambios sociales y culturales de que disfrutan los países que están por delante de nosotros? Puede que seamos la maravilla delos tiempos, un país donde los avances de otras sociedades no son necesarios. Pero lo más probable es que uno delos factores más importantes sea la simple falta de calidad de la oferta de contenidos y servicios en la Red. La Internet española es poco atractiva para sus usuarios potenciales porque carece de muchas de las mejores razones para conectarse como una buena oferta de comercio electrónico, un compromiso real de las administraciones (con la posibilidad de realizar gestiones) o una interesante oferta por parte de las universidades e instituciones culturales. La parte de ‘comunicación’ está bien servida, pero la de ‘contenidos’ es más bien pobre, si la comparamos con otros países.

España padece una industria de medios y de creadores de contenidos timorata, bastante tecnofóbica y muy alérgica a las novedades, que ha arrastrado los pies a cada paso para incorporarse a la Red, y que todavía presenta las redes rutinariamente como un nido de malas cualidades y riesgos a evitar (hackers, pedófilos, spam y ‘robo’ de música son los titulares sobre Internet más habituales). Los medios, el sector encargado de ayudar a pensar a la sociedad, la industria de debería abrir camino al futuro, está contribuyendo a negar ese futuro. Preocupados más de su propia supervivencia que del bien común, o empecinados en querellas intestinas y problemas del pasado, el sector que debiera ser la vanguardia del cambio está atrincherada, intentando impedir como sea (o al menos ralentizar) todo lo que muy a su pesar está ocurriendo. La industria de los medios de comunicación y la profesión del periodismo deberían preguntarse menos qué puede hacer Internet por ellos, y mucho más qué pueden hacer ellos por la Red. Porque no sólo están dañándose a sí mismos: nos están dañando a todos, contribuyendo de forma decisiva a que España pierda, otra vez, el tren del futuro. La última vez nos costó más de un siglo retomarlo, así que la cuestión es ¿por qué y quiénes no quieren?

Hollywood vende humo (y Apple gana)

Steve Jobs es un genio, y Hollywood no sabe qué hacer para evitar el destino de las fonográficas. El acuerdo recién anunciado entre las principales productoras de cine y Apple que pondrá las películas de estreno en iTunes al mismo tiempo que en DVD no va a impedir el rampante intercambio de películas en las redes P2P. Su efecto sobre el final de la llamada ‘piratería’ será nulo. Puede que iTunes sea la principal tienda online de música y contenidos digitales (como afirma Apple), pero su volumen total es ridículo comparado con el de las redes de intercambio; además, iTunes venderá las películas a un elevado precio (9,73 euros las de estreno y 6,48 euros las de catálogo) y cargadas con candados tecnológicos que sólo causan problemas (como saben los clientes de MSN Music, que pueden perder sus canciones pagadas porque Microsoft abandona el servicio). Quizá Apple reactive con este pacto las pobres ventas del Apple TV, pero las productoras no se adaptarán así a Internet. Amplio catálogo, total compatibilidad, precios reducidos y ausencia de limitaciones son las únicas vías que tiene Hollywood para recuperar la iniciativa en la Red. El resto es humo.

Hindenburg: el fin de un sueño

Era casi tan largo como el Titanic, estaba construido para llevar pasajeros en la misma ruta, y su final (como el del trasatlántico británico) simbolizó el final de un sueño: que la tecnología por sí sola puede resolver cualquier problema. Hoy hace 71 años que el dirigible LZ 129 Hindenburg estalló en llamas a su llegada a la Estación Aeronaval de Lakehurst, en Nueva Jersey, EE UU, tras cruzar el Atlántico en un vuelo que había realizado ya 10 veces anteriormente. Con el tremendo espectáculo del fin del Hindenburg, y con la intensa cobertura mediática que recibió el accidente, se acabó para siempre el transporte de pasajeros en dirigible. Y la confianza en la tecnología sufrió un severo varapalo. Aunque justo es explicar que las causas del accidente fueron, en última instancia, políticas.

En efecto, el Hindenburg estaba diseñado originalmente para ir relleno de helio, casi tan buen gas de sustentación como el hidrógeno pero con la ventaja de ser totalmente incombustible, ya que se trata de un gas noble. Como los grandes zepelines en aquella época estaba considerados como un triunfo de la ingeniería y del renacido orgullo alemán, el gobierno de Estados Unidos negó el helio a los alemanes. El país, único gran productor de helio natural, nacionalizó sus reservas de este gas para crear la Reserva Nacional de Helio, forzando a utilizar hidrógeno en el Hindenburg y sus gemelos. Curiosamente, se dice que sólo el conocido antinazismo del director de la compañía Zeppelin Hugo Eckener impidió que el dirigible llevara el nombre de Adolf Hitler. También es cierto que los técnicos alemanes no dudaban de su capacidad para manejar el hidrógeno con seguridad, y que gracias al 10% más de empuje creado con este gas (y a la eliminación del único piano que jamás haya amenizado un artefacto volador) se amplió la capacidad de pasajeros del dirigible.

Nunca llegó a conocerse con certeza la causa de la deflagración; pudo ser una chispa eléctrica, la pintura del revestimiento, un problema estructural o una fuga de combustible de uno de los motores diesel. Pero el caso es que la muerte de un tercio de los pasajeros y la tripulación, retransmitida en diferido por la radio y narrada con gran lujo de horribles detalles por la numerosa prensa congregada para cubrir (con fines propagandísticos) la llegada del monstruo contribuyó a que se acabaran para siempre los dirigibles de pasajeros. A menos que en el futuro alguien los resucite, con mejor tecnología y un gas sustentador menos inflamable, la forma más elegante de volar estará muerta. Como ocurrió con el Concorde, un único accidente acabó con un sueño de lujo y tecnología.