Juan Carlos Escudier

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Aznar químicamente puro

Debe de ser cierto que el poder desgasta porque a Aznar, que sigue mandando mucho pero ya sólo en su partido, se le nota rejuvenecido con su media melena, su jersey verde manzana y su pulsera de adolescente a juego. Descartado el pacto con diablo y el lingotazo de la fuente de la eterna juventud, cabe deducir que el ex presidente se cuida y que, además, se deja un pico en Just for men o en Grecian 2000, porque es imposible que quien exhibe un bigote tan blanco no tenga ni una sola cana en la cabeza.

Mantenerse en plena forma es casi un requisito imprescindible para quien lleva cuatro años justificándose, que es un ejercicio cansadísimo. En esa tarea ha embarcado a todo el partido y, por eso, en cada intervención ante los suyos, como la de este pasado fin de semana en Valdemoro (Madrid), se siente obligado a insuflarles ánimos para recompensar sus esfuerzos: “A pesar de lo que digan muchos, podéis andar con la cabeza muy alta y la conciencia tranquila”, les dice sin más. ¿Cabe mayor sutileza para referirse a la participación española en la guerra de Irak y a los atentados del 11-M?

Él mismo ha predicado con el ejemplo, pese a haber arrostrado “todas las descalificaciones del mundo” en estos años “de rencor, de retroceso y de revancha”. El sufrimiento, al parecer, es consustancial a la militancia en el PP, donde uno se juega el físico a cada paso, aunque sea virtualmente. “No somos un partido de oportunistas. Tenemos una cara, la ponemos, y a veces nos la rompen por defender nuestros principios”, les asegura antes de utilizar la primera persona del singular y despejar cualquier duda: “No he tenido más ambición que el servicio a España”.

Iba el día de aclaraciones. La primera fue para glosar lo obvio: “Soy un ciudadano preocupado”; la segunda, para lo mismo: “Voy a hacer de Aznar químicamente puro”. En resumen y para los no iniciados, el ex presidente iba a mostrarse como el ser preocupado y cabreado que ha sido en la última década, del que no pueden esperarse “ni chascarrillos, ni tonterías”, ni siquiera insultos, que él no es González ni llama imbécil a Zapatero aunque lo piense.

“De tus ideas vivimos” le había dicho un poco antes Pizarro, cuyo concepto de mitin consiste en pasarse diez minutos dando las gracias a todo lo que se mueve. Y empezó a desgranarlas: que la nación es una y no cincuenta y una, que lo mínimo que se le exige a un presidente es que crea en España, que los ricos no se pueden quedar con todo –se refería a los catalanes-, que hay que dar de beber al sediento, que lo de descentralizar se había acabado y que él no había edificado una de las mejores democracias del mundo para que ahora se mandara a la gente a remover las tumbas de la Guerra Civil.

No faltó, lógicamente, el capítulo dedicado a ETA, que ya se sabe que es una palabra que Aznar nunca menciona, lo cual provoca que, en su esfuerzo elíptico, el Zidane de la política –como le definió el alcalde de Valdemoro- dé alguna que otra patada al castellano del estilo “no se puede dialogar con el terrorismo”, como si el terrorismo fuera un señor con capucha, metralleta y acento de Bermeo.

Aquí volvió a derrochar finezza. Pudo haberse equivocado -“claro que nos hemos equivocado”-, cuando llamó MLNV al “terrorismo” –y esto se presume, porque no lo dijo-. Pero una cosa es equivocarse y otra engañar, “y aquí se ha mentido; llevan negociando desde 2002 con los terroristas y seguirán si no lo impedimos”.

Aznar se reivindica. Fue él quien sentó a España a la mesa de los grandes y no a la de los niños, como ahora; fue él quien obtuvo ingentes fondos europeos mientras Zapatero se iba a dormir, fue él quien dejó en herencia “el país más rico y próspero de la historia”. Nadie con dos dedos de frente se atrevería a llamarle “antipatriota” y menos después de escuchar sus últimas palabras: “Hay que votar con la cabeza alta; hay que llevar bien alta la bandera del PP y la de España”. Sólo falta el himno para erizar el vello.

Guerra, el comediante

Viéndole caminar cansinamente por los pasillos del Congreso, como si realmente el tiempo le hubiera alcanzado hasta obligarle a entrar en el mausoleo donde se apilan en pedestales los padres de la patria, costaba trabajo volver a imaginar al Guerra de los descamisados y del “Alfonso, dales caña” en plena acción mitinera. Pero nada más observar su entrada al pabellón municipal de Ponferrada, levantado los puños y subiéndose a la silla para saludar, tal si fuera el Rocky Balboa de Stallone, supimos que había combate por delante.

En contacto con la masa, el respetable Alfonso Guerra -al que sus adversarios políticos toman ahora como referencia para denostar al “inconsistente” Zapatero- se transforma, como si el aroma a humanidad ejerciera sobre él las mismas secuelas que el brebaje del Doctor Jeckyll, y sus palabras tuvieran sobre su auditorio los mismos efectos que el perfume de Grenouille, el personaje de Süskind. Cuando se abre el telón, Guerra saca de sí al actor que lleva bajo la americana y despliega con maestría sus artes de cómico, de malvado y de moralista.

El ex vicepresidente tiene un dominio total sobre el público. Les hace reír -“hay que ver la fortuna que hace esta gente; de economía no saben nada, pero de dinero, un rato”-; les conmueve – “si tenéis alguna duda, inclinaos siempre ante los más humildes”; y les levanta de la silla -“socialismo es que nadie tenga tanto que haga que los demás se pongan de rodillas y que nadie tenga tampoco que tenga que ponerse de rodillas ante nadie”-. Tiene una asombrosa facilidad para hacerse un hueco entre ellos –“os habla un berciano; esta noche soy berciano”- o para tomar una distancia de púlpito, como el pastor que conduce al rebaño con un simple silbido.

De este hombre se podrá decir lo que se quiera, aunque hay que reconocer que es condenadamente divertido. Igual se transforma en mimo, y se lleva la mano a la barba o se coloca un dedo sobre el labio para referirse a Rajoy y a Aznar –“no me gusta decir sus nombres porque traen gafe”-, que explota su vena de imitador: “Creedme, creedme –dice impostando la voz-. Tiene que haber armas de destrucción masiva”; o “soy Mariano Rajoy, candidato del PP…”. En pleno éxtasis histriónico es capaz de meterse en el pellejo de Van Gaal: “Esta gente de la derecha son muy negativvvos”. En suma, todo un espectáculo.

Es verdad que Guerra apela a lo más primario y que pulsa los resortes más epidérmicos, pero también es cierto que un mitin no es una clase magistral, ni una conferencia, ni siquiera un sermón, como se empeñan muchos de sus obstinados colegas hasta provocar el bostezo colectivo. “Estoy aquí para poneros una inyección ideológica, y que salgáis a la calle como si tuvierais un motor a la espalda”, les lanzó a bocajarro. Y eso fue lo que hizo.

Ello implica abusar tanto del maniqueísmo y del claroscuro que, a su lado, Caravaggio pasaría por un aprendiz de tres al cuarto. La derecha no es que sea mala -“llevan quince años caminando hacia el centro y no han llegado. ¿De dónde venía esta gente?”-, es que es indigna como Rajoy, el principal “avalista de ETA”, clasista como Cañete, que quiere que los camareros le sirvan el cortado y le limpien las botas, y grotesca como Pizarro, que dijo que venía a trabajar con pico y pala y ahora está haciendo un cursillo. Por el contrario, ser socialista es más difícil que no serlo, porque entraña preocuparse por uno mismo y por quienes peor lo pasan.

Todos los mítines de Guerra llevan su carga de moralina. “El mundo vive un dramático desorden ético, pero podemos cambiarlo”, afirma. Explica a los suyos que 224 personas en el mundo tienen lo mismo que 3.000 millones, y que eso es injusto; que el camino está por hacer; que los socialistas han de transmitir valores de tolerancia, democracia, libertad y urbanidad; y, de pasada, se le escucha oponerse a la carrera loca por bajar los impuestos en la que participa su propio partido. Cae el telón en medio de la apoteosis. La función ha terminado. Guerra puede por fin quitarse el maquillaje blanco de la cara.

Gallardón: La viuda ya no llora

A Gallardón lo peor se le ha pasado. Parecía derribado después de un mandoble descomunal pero como los tentetiesos de los niños ha recuperado la compostura y se yergue milagrosamente derecho. Poco después del día de autos en el que le dejaron compuesto y sin escaño, uno de sus adversarios políticos realizaba la mejor descripción de su estado de ánimo: “Es como la viuda a la que, pasado el óbito, se le ha olvidado llorar”.

En su visita de esta semana a La Coruña, invitado por otro Alberto, Núñez Feijoo -el hombre al que Rajoy designó para que el PP gallego hiciera la travesía sin Fraga y aún va por el desierto-, el alcalde se presentó como un brazo de mar. Nada más llegar le tenían preparado un estimulante paseo electoral, mercado incluido, y Gallardón no sólo demostró que es un profesional del reparto de octavillas sino que desmintió esa leyenda urbana, según la cual aborrece tanto el contacto con la plebe que se frota con Scoth Brite cada vez que da un apretón de manos por la calle.

Gallardón empezó a besar a eso de las 11 de la mañana y dejó de mover los labios seis horas más tarde. Su primera parada fue en la carnicería Halal, más árabe que La Meca, y le dejó al dueño la fotografía de Rajoy sobre el mostrador, al tiempo que le deseaba buena suerte, quizás recordando el contrato de integración para inmigrantes que propone su partido.

Prosiguió sin desmayo saludando comerciantes, dedicando cumplidos a las madres, y dejándose estrujar por las abuelas. Del educadísimo Gallardón tendría que tomar nota Sarkozy. ¿Es posible siquiera imaginar a este hombre espetando a un ciudadano eso de “pírate pobre gilipollas”? Como sería, que un dálmata, que seguro que estaba afiliado al PSOE, empezó a ladrarle y logró calmarle con sus caricias. Eso es mano izquierda.

Concluyó el paseo. Tocaba parada en la Torre de Hércules, que para ser de la época de Trajano se conserva divinamente, donde el programa le conminaba a firmar la petición de que fuera declarada patrimonio de la humanidad y atender a la Prensa. La primera le fue directa a la frente: “¿Qué le parece las declaraciones de Esperanza Aguirre de que se puede ser jefe de la oposición sin estar en el Congreso?”. Levísima mueca de enojo. “A esa pregunta tendría que contestar el PSOE, que es quien va a estar en la oposición”. Prueba superada.

La verdad es que se le ha cogido gusto a encontrar doble sentido a sus palabras. Si le dice a Raúl que no se preocupe porque tiempo tendrá de estar en otras listas, se le buscan las cosquillas. Y si afirma que ha venido a Galicia “a pedir el voto para un gallego, Mariano Rajoy, para que sea presidente del Gobierno”, pues directamente da la risa.

La escala final tenía lugar en un hotel frente a la playa, en una comida-mitin con unos doscientos militantes del partido. El regidor madrileño se recrea en la suerte –o sea, en la suya- al dirigirse a los presentes. “Somos un gran partido y, por encima de todo, una gran familia que sabemos estar a las duras y a las maduras”, dice primero. “Aquí los duelos duran quince minutos, y a la media hora siguiente nos ponemos a trabajar para conseguir nuestros objetivos”, afirma después. “No sé si alguno podía pensar que no figurar en la lista electoral iba a conseguir que mi boca permaneciera cerrada”, remacha finalmente.

Gallardón no escatima a elogios. De Fraga asegura que es “el político al que más debemos todos desde la Transición”. A Aznar le define como “el mejor presidente del Gobierno de la democracia”. Y de Rajoy alaba su modelo “que es el que yo quiero para la España de mis hijos”. En cada uno de los discursos intercala un amago de despedida: “Haga lo que haga siempre estaré con el Partido Popular de Galicia”; o bien: “Desde la responsabilidad que sea, me comprometo a impulsar la alta velocidad para Galicia”. El alcalde no llora pero sigue de luto riguroso. Y se le ve triste cuando la brisa de Riazor le levanta el velo.

Felipe González, como el baúl de la Piquer

A los socialistas les ha dado tan fuerte por lo audiovisual que a la que te descuidas te enchufan un vídeo, ya sea el del hijo modélico que se hace 600 kilómetros para que su madre vote a Rajoy o el de la boda de Pepe Blanco. Tal es su fiebre por la imagen que basta con dejarle a esta gente una foto de carnet para que te hagan un cortometraje con exteriores y todo. Felipe González lo comprobó en Tarragona, donde le proyectaron un documental made in Reus basado en su victoria electoral de 1982, al que para ser perfecto sólo le faltaba la voz en off de Victoria Prego. El centrifugado en la máquina del tiempo fue tan intenso que el ex presidente se vio obligado a comentarlo: “Estoy igual de joven que entonces, aunque tengo más canas”. Y un jamón.

El PSOE debe de ver las cosas apretadas porque ha puesto en danza a González al mismo ritmo que el baúl de la Piquer. Cuando acabe la campaña, el andaluz habrá protagonizado once actos por toda España, incluido el de mañana en Málaga, y eso que, como él mismo dice, “ahora no pido nada para mí”. Canoso y todo, puesto en el atril Felipe no admite comparaciones, sobre todo si quien le precede en el uso de la palabra es el presidente de la Generalitat, José Montilla, un hombre al que acabarán apodando el polvorón porque lleva escritos hasta los mítines y sin papel se desmorona.

Uno tiene al oírle la sensación de que está ante el alfa del Universo, de que contempla al demiurgo que todo lo hizo posible. No es que los mejores años en la historia contemporánea de este país comenzaran a la muerte del dictador, ni siquiera cuando se aprobó la Constitución de 1978. Los 25 mejores años –nótese el 25- arrancaron cuando González llegó al poder. ¿Que por qué los bancos de este país son tan solventes y no quiebran como en Europa con la crisis hipotecaria? Pues porque nuestro héroe impulsó hace 23 años los cambios en el sistema financiero. Ni más ni menos.

Estamos, no cabe duda, ante alguien importante, que aprovecha para recordarlo con fingida sencillez. Así nos enteramos de que Felipe ha tenido cita con el presidente de Guatemala un día de éstos, o de que coordina el grupo de expertos encargados de pensar qué será Europa en el 2030. Está visto que el que tuvo retuvo como estadista.

Ello no es óbice para que le ocurran cosas rarísimas. Porque ya es casualidad que viajando en el AVE hacia Tarragona el socialista se topara en el tren con una especie de Don Pelayo gritón que exigía a las azafatas La Razón y El Mundo y que juraba en arameo cuando veía escritos carteles en catalán. ¿Que qué hizo el líder socialista ante tanta alevosía ultramontana? Levantar la voz para pedir El País y El Periódico y rehusar un ejemplar de “El Inmundo”, porque a estos tipos tan fachas hay que pararles en seco y a estas alturas no va a empezar a leer a “Pedro Jeta” o a escuchar a “Jiménez Losdemonios”.

Quizás por los años González se nos ha vuelto un poco Guerra pero con menos gracia. Igual que él piensa que pedir una mayoría suficiente en vez de una mayoría absoluta al estilo de Zapatero es una idiotez, o que abstenerse de reclamar el voto útil es otra tontería, porque será mejor demandar el voto útil que dejar que termine siendo inútil. Y como Guerra trata de hacer chistes, alguno muy malo: “Gallardón es un sidrero que va a llevar el Ayuntamiento de Madrid de Manzano a la Botella”. A quien sí tiene cogida la medida es a Aznar, una “Doña Cuaresma con bigote”, el “innombrable”, el “amigo de Bush” que hacía política exterior “hablando catalán en la intimidad y castellano con acento tejano”, la misma, por cierto, que hizo Franco: “entregar soberanía a cambio de reconocimiento”.

La sorpresa llega al final. Felipe, que se ha tomado en serio su papel de cerebro europeo, está pesadísimo con cambiar el modelo energético, especialmente la distribución. “Estoy dispuesto a hacer un prototipo en una comunidad”, dice, y además gratis et amore. El líder quiere iluminarnos de nuevo. No esperábamos menos.

Pujol: Pasen por caja

Aun en su crepúsculo, los dioses son seres con los que conviene llevarse bien. Si resulta que, además, el dios en cuestión puede que sea bajito pero no es en absoluto menor lo aconsejable es la veneración y el temor reverencial. Y si para remate quien llama a la puerta es el Zeus del nacionalismo catalán que viene a participar en la campaña electoral no cabe descartar la postración de hinojos y hasta el sacrificio ritual. Llegó Pujol a la Cámara de Comercio de Tarragona y los sumos sacerdotes de CiU en la provincia le recibieron con fervor y alborozo. El president dejó que se le acercaran, les impuso las manos y les adelantó cuál sería su sermón. Después, pidió ir al baño. Algunos dioses son muy humanos.

El Honorable tiene 77 años y, aunque en ocasiones parece dominado por los tics, no ha perdido magnetismo. Dicen sus más cercanos que es infatigable y que es capaz de realizar un trayecto Barcelona-París-Madrid-Barcelona en el día, y luego pasarse por el despacho de madrugada para ordenar papeles. Después de escucharle repetir el mismo discurso de las últimas dos décadas, hay que convenir que nos hallamos ante una gota malaya de proporciones bíblicas que transforma el mármol en piedra pómez.

Lo que toca en estas elecciones –una expresión muy pujoliana- es decir que Cataluña es víctima de España y que los españoles siempre se la han metido doblada a los catalanes, unos señores de natural ingenuos y bastante imprudentes. El remedio a tanta tomadura de pelo es hacerse respetar, algo que se consigue con una sobredosis de dignidad. Con eso, y rehusando invitaciones a café sin confirmar antes que está pagado el cortado.

Tiene el nacionalismo catalán algunos argumentos de peso para sostener su ancestral discriminación. Algunos de ellos los expuso el candidato convergente Jordi Jané, a quien –cómo no- Pujol conoció cuando iba en pantalón corto y su familia regentaba la mercería Las Américas. Cataluña, según dijo, tiene 39 kilómetros de autovías gratuitas; Cáceres, 315. Y eso por no hablar del AVE: el trayecto entre Tarragona y Barcelona cuesta 30 euros; el billete de Toledo a Madrid, sólo nueve, pese a que la distancia es sólo inferior en 20 kilómetros. ¿Alguna prueba más?

Pujol cabecea, bracea y masculla a una velocidad sobrehumana pero, como es una deidad, sus fieles le entienden divinamente, incluso cuando se le va el santo al cielo. Reparte sus admoniciones contra el PP, que viene a ser el anticristo, y contra los socialistas, con los que es posible hablar si se tiene presente que intentarán venderte una escoba en el desierto. A los de Esquerra ni les menciona por el nombre: “Hay quien en la hora del café pide la independencia y unos segundos después empieza a hablar en castellano”.

El reparto de estopa alcanza a los abstencionistas y a los “blandos y bobalicones” que, en vez de votar a CiU -que no es que tenga un programa, es que tiene un proyecto de país, cuando no es el país mismo-votan a esos demonios madrileños. El resultado de tanta estulticia es que “ellos piensan que pueden hacer cualquier cosa con los catalanes”, unos malditos pusilánimes: “Si escupes a un catalán por la calle dirá que parece que está lloviendo”.

¿Se puede invertir la situación? Obviamente, sí, que para eso uno es un dios y de los más principales. Lo primero es recuperar la ilusión porque –y aquí Zeus se puso en plan Buda- “el pecado más grave que se puede cometer es apagar el fuego que calienta el corazón de los hombres” (proverbio oriental); lo segundo, obviamente, es votar a CiU para ser decisivos a la hora de la formación de Gobierno; y lo tercero es dejar claro que el seny tiene un precio. “La responsabilidad no la podemos vender barata”.

En definitiva, si alguien quiere contar con CiU que ponga encima de la mesa las balanzas fiscales porque, parafraseando a Bono, “la solidaridad hay que hacerla siempre con los bienes ajenos” y ya está bien de que “lo mío sea mío y lo tuyo, a medias”. Finalmente, resúmanse en uno el resto de los mandamientos: “Trinco, trinco, por si no pagan”. Amén.

Savater, fundido en rosa

Unión, Progreso y Democracia, el partido de Rosa Díez, tiene una estética particular fácilmente predecible. Se han hecho camisetas rosas, las pegatinas de sus voluntarios son rosas, los faldones que visten la mesa de sus oradores son rosas y hasta algún candidato como su número tres por Madrid, Ramón Marcos, le pega al fucsia en las camisas y al rosa palo en los jerseys. El partido apenas tiene cuatro meses y ya presume de canción con aires de María Ostiz, obra de Sabino Méndez, el mismo que le componía letras a Loquillo y se moría de soledad y alcohol en un viejo Cadillac segunda mano en L.A.

En el centro mismo de esta apología del rosa está Fernando Savater, que es un intelectual valiente y un filósofo comprometido, pero un poco divo, lo suficiente como para someterse hace un mes a una depilación de urgencia del entrecejo antes de posar para Vogue o para tasar en menos de media hora sus encuentros con periodistas. El tiempo es el único capital de las personas que no tiene más que su inteligencia por fortuna, que decía Balzac, y Savater lo administra.

El atraco fue de sólo cinco minutos, de pie, instantes antes del mitin que dio en Madrid este pasado miércoles: “Hemos venido para quedarnos. Vamos a seguir aunque no consigamos ningún diputado. Al principio pensamos no presentarnos en estas elecciones pero aquí estamos. Nos irá mejor en las siguientes, en las europeas, en las autonómicas. Me dijeron que no íbamos a sacar ni 500 votos y hemos conseguido 700 candidatos (…) ¿Que por qué no soy candidato? Eso es para los jóvenes. Trato de demostrar que se puede estar en política sin ocupar cargos”.

En el antiguo matadero se congregan cerca de 300 personas. No hay banderas ni globos. No hay caramelos con la cara de Rosa Díez ni se regalan mecheros. Todo lo más, se vende una recopilación de textos de Savater, Pombo, Boadella, Vargas Llosa y la susodicha a 14 euros, y se anuncia que el partido iniciará la campaña brindando con una copa de vino, previo pago de 15 euros para sufragar el Rioja. Estos tíos están tiesos pero tienen ánimo.

Habla Mikel Buesa de lo de siempre, de su hermano muerto a manos de ETA, de cómo derrotar al terrorismo, de que hay que disolver ANV y cortar las vías de financiación de los etarras, de que Garzón guarda los sumarios en un cajón, o en dos si son muy grandes, y dice que es una vergüenza que por ser diputado del PSOE a Eduardo Madina, al que ETA amputó una pierna, el juez Bermúdez le fije una indemnización de tres millones de euros y a los heridos más graves de 11-M sólo la mitad.

Savater escucha, aplaude y, ocasionalmente, y en un gesto muy suyo, inclina hacia atrás la cabeza con regularidad kantiana y mira la estructura de madera y hierro del techo de la nave, como si reflexionara. Cuando llega su turno, muestras sus dotes. Comienza con una gracia, se mete al auditorio en el bolsillo –lo cual no era muy difícil dado el tedio sembrado por sus predecesores- y aclara lo que todo el mundo intuye: que ‘hartos de estar hartos’ –un lema entre los de Rosa Díez- UPyD nace como la versión en partido político de ¡Basta Ya!

Como no podía ser de otra forma, arremete contra los nacionalismos (“la gobernabilidad del país no puede depender de grupos a los que el país no les importa”); alerta del peligro de balcanización (“el problema es que el país se rompa en nuestras cabezas y los ciudadanos dejen de pensar en la unidad como algo positivo; la diversidad no es lo único bueno); y canta a la Justicia (“las leyes no están para esclavizar sino para encauzar la libertad”).

Dice Savater que su proyecto se asemeja al del Partido Radical de Marco Panella, en el que estuvo afiliado, que los cambios son posibles y que se convertirán en la levadura del Parlamento. “Haremos historia”, profetiza antes de irse a toda prisa. Suena el himno: “Ya sé que nadie regala nada en los tiempos que corren…”, se escucha en los altavoces. Es una gran verdad, la diga Agamenón, su porquero o Sabino, el de Loquillo.