Como la política es un sacerdocio para quienes, aun pudiendo ganar más, consagran su vida a la noble tarea de procurar el bienestar de sus semejantes a precios módicos, resulta insólito que un político dimita –al menos en España-, que se plantee, siquiera en sueños, dejar su puesto o que acepte, sin más, ser sustituido o relegado. Su disposición es incondicional, incluso cuando se requiere su presencia en destinos insospechados; su ansia de permanecer, infinita. En época preelectoral es fácil distinguirles porque algunos de ellos acuden al despacho con un cuchillo entre los dientes y otros con la hoja de acero clavada en la espalda. La excepción es Gallardón, que luce visibles los dos puñales al mismo tiempo.
Un político es, ante todo, un ser abnegado. Tomemos el ejemplo de Alfredo Pérez Rubalcaba, diputado por Cantabria en la actual legislatura, como antes lo fue por Madrid y mucho antes por Toledo. Rubalcaba, en efecto, nació en Solares, pero salvo ese pequeño detalle y alguna botella de agua mineral de la zona que se habrá tomado en las comidas, su relación con aquella comunidad ha sido siempre más bien difusa. No obstante, aceptó el envite. El Fouché de los socialistas nunca dice no. Hubiera querido ser vicepresidente –presidente también, claro- y se conformó con ser ministro del Interior, adonde le condujo su sentido del deber y su habilidad para sacar las castañas del fuego a un Zapatero metido en el laberinto de la negociación con ETA. En estas elecciones, tras la muerte de Alfonso Perales y previendo un menor apoyo popular, su destino será Cádiz. ¿Alguien le ha oído quejarse? A eso se le llama entrega.
Igual podría decirse de la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega. En 1996 fue diputada por Jaén, en 2000 por Segovia y en 2004 por Madrid. En 2008 lo será por Valencia, aunque no porque aquel sea su lugar de nacimiento –que lo es- sino porque tiene ante sí la misión histórica de enjugar la diferencia que los populares mantienen respecto al PSOE. Lo de De la Vega se parece a la Vuelta a España y tiene mucho mérito en alguien que, además, no es del partido.
Convertidos en reclamos, los políticos visten sus mejores galas. El PSOE ha colocado en la pasarela a su Consejo de Ministros y hasta quiere que Solbes sea diputado por Madrid por eso de que le queda bien el traje de austero. En Ferraz están convencidos de que César Antonio Molina, un hombre con menos proyección pública que el autor de El Lazarillo de Tormes, les dará votos en La Coruña; o que Bernat Soria les hará la vida más fácil en Alicante; o que Magdalena Älvarez será su talismán por Málaga, contando con que allí no hay Cercanías.
El PP, a falta de ministros, pretende hacer desfilar a algunos de sus alcaldes, y ahí está el problema, sobre todo porque uno de ellos, que se llama Gallardón, va de Naomi Campbell y aspira a ser Miss España si Rajoy se baja de los tacones por imperativo electoral.
Para desesperación de Esperanza Aguirre, ser alcalde y diputado no está prohibido en el PP. Siendo exactos, según sus Estatutos, ambos puestos son incompatibles salvo que el Comité Ejecutivo Nacional lo autorice, que es lo que hace cuando le place. Textualmente, se dice lo siguiente: “La condición de Diputado al Congreso o al Parlamento Europeo es incompatible con el desempeño de cargos de Presidente o Secretario General Insular, Provincial o Regional del Partido y con los de Alcalde, Presidente de Diputación Provincial, Consell o Cabildo Insular”.
“El Comité Ejecutivo Nacional, por sí o por medio de la Comisión Delegada creada en su seno, velará por la aplicación del Régimen de Incompatibilidades que en este artículo se establece, y resolverá las cuestiones que puedan plantearse; adoptando, en su caso, la autorización de excepciones que, en supuestos extraordinarios, puedan demandar los intereses generales del Partido”. Lo dicho.
De hecho, en la actualidad, tres diputados del PP exhiben bastón de mando: María de los Ángeles Oriol, en Marbella; José Folgado, en Tres Cantos (Madrid); y José Orebro, en Carnota (La Coruña). ¿Estamos ante tres supuestos en los que concurren situaciones extraordinarias que no le sean de aplicación al primer edil madrileño?
Invocar, por tanto, la incompatibilidad no sería muy razonable, sobre todo porque el PP quiere que algunas de sus bazas en las generales sean regidores, tal es el caso de Teófila Martínez en Cádiz (que, por cierto, también es cántabra como Rubalcaba) o de Rita Barberá en Valencia, aunque en este último caso es más que probable que su candidatura al Congreso signifique el final de su trayectoria como alcaldesa.
Estos argumentos son los que se utilizan profusamente desde los aledaños de Gallardón, ocupado en los últimos días en salir indemne de ese ‘guateque’ en el que se pusieron las botas un número considerable de funcionarios mangantes mientras sus cargos políticos y él mismo estaban en la inopia, un nuevo distrito de la capital. Bueno, en eso, y en tratar de congraciarse, mantel mediante, con alguno de sus más acérrimos enemigos, que habitan en esos medios de comunicación de la derecha a los que la presidenta Aguirre ha prodigado sus favores.
Salvo imprevisto, Gallardón llegará a un Congreso del que ya se ha despedido Manuel Marín, y en el que volveremos a ver a Bono y a Mayor Oreja. Los detectores de metales van a tener trabajo.