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‘Parece ser que el hombre’, de Carlos Edmundo de Ory (1923)

Parece ser que el hombre sufre y como

No hay balanza que pese lo que sufre

Sólo se sabe que el dolor el plomo

Y sin embargo huele como azufre.

No hay tampoco termómetro que diga

Los grados del pesar que sólo pesa

Sólo se sabe que el dolor es miga

De un pan que nunca estuvo en la mesa.

Cuando te encuentres mal busca un rincón

Y ponte allí a comer tu carne cruda

Que está en tus manos como está en tus pies.

Date un banquete hambriento corazón

Y ya verás que el llanto no te ayuda

Ya no te ayuda fue llanto y no lo es.

Uno de sus aerolitos (como Carlos Edmundo de Ory llama a los aforismos) dice: «La poesía es un vómito de piedras preciosas». En su caso, las selectas arcadas están compuestas de humor, exhuberancia, erotismo, espiritualidad burlona y virtuosismo lingüístico (esa inolvidable «suma secreta de silabeos sabios»).

De Ory lleva más de medio siglo pariendo sonetos como rosquillas, y eso a pesar de que, como confiesa, se considera un pietista: «Dios hizo al hombre y el hombre hizo al soneto«. Sonetos cuyo arte descansa sobre tres patas: el misterio, la estructura insobornable y el maquiavelismo. Una última y sabia recomendación de este (simpático) C.E.O:

No hay palabras de menos ni de más

sino papel y pluma y esqueleto

todo poema es fruto de este apaño.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Una cena’, de Baltasar del Alcázar

Miradlo bien. No puede ocultarlo. Baltasar del Alcázar era un cachondo y un vividor.

Sevillano de pura cepa, nació en 1530 en el seno de una familia de judíos conversos y murió en Ronda en 1606. Soldado, alcaide de la villa de Los Molares, tesorero de la Casa de la Moneda de Sevilla, amigo de Quevedo y Góngora, la poesía era un entretenimiento para él. De hecho, no publicó ni un sólo poema en vida. Su curiosa obra la conocemos sólo gracias a las copias de un único manuscrito, hoy perdido, que hizo el pintor también sevillano Francisco Pacheco, a la sazón suegro de Velázquez y autor del único retrato que tenemos de tan entrañable bardo, el que preside estas líneas.

Ya hemos glosado en este blog sus ‘Tres cosas’, también conocido como ‘Preso de amores’.

Hoy os propongo una peculiar cena del siglo XVI contada en redondillas, con esa gracia y salero que sólo alguien tan ingenioso, festivo, burlón y jocoso como Baltasar del Alcázar sería capaz de hacer. Un poeta a quien, no lo oculta, le gustaba por encima de cualquier otras cosas la buena mesa y la mejor cama.

En Jaén, donde resido,

vive don Lope de Sosa

y diréte, Inés, la cosa

más brava de él que has oído.

Tenía este caballero

un criado portugués…

Pero cenemos, Inés

si te parece primero.

La mesa tenemos puesta,

lo que se ha de cenar junto,

las tazas del vino a punto:

falta comenzar la fiesta.

Comience el vinillo nuevo

y échole la bendición;

yo tengo por devoción

de santiguar lo que bebo.

Franco, fue, Inés, este toque,

pero arrójame la bota;

vale un florín cada gota

de aqueste vinillo aloque.

¿De qué taberna se traxo?

Mas ya…, de la del Castillo

diez y seis vale el cuartillo,

no tiene vino más baxo.

Por nuestro Señor, que es mina

la taberna de Alcocer;

grande consuelo es tener

la taberna por vecina.

Si es o no invención moderna,

vive Dios que no lo sé,

pero delicada fue

la invención de la taberna.

Porque allí llego sediento,

pido vino de lo nuevo,

mídenlo, dánmelo, bebo,

págolo y voyme contento.

Esto, Inés, ello se alaba,

no es menester alaballo;

sólo una falta le hallo

que con la priesa se acaba.

La ensalada y salpicón

hizo fin: ¿qué viene ahora?

La morcilla, ¡oh gran señora,

digna de veneración!

¡Qué oronda viene y qué bella!

¡Qué través y enjundia tiene!

Paréceme, Inés, que viene

para que demos en ella.

Pues, sus, encójase y entre

que es algo estrecho el camino.

No eches agua, Inés, al vino,

no se escandalice el vientre.

Echa de lo tras añejo,

porque con más gusto comas,

Dios te guarde, que así tomas,

como sabia mi consejo.

Mas di, ¿no adoras y aprecias

la morcilla ilustre y rica?

¡Cómo la traidora pica;

tal debe tener de especias!

¡Qué llena está de piñones!

Morcilla de cortesanos,

y asada por esas manos

hechas a cebar lechones.

El corazón me revienta

de placer; no sé de ti.

¿Cómo te va? Yo, por mí,

sospecho que estás contenta.

Alegre estoy, vive Dios:

mas oye un punto sutil:

¿no pusiste allí un candil?

¿Cómo me parecen dos?

Pero son preguntas viles;

ya sé lo que puede ser:

con este negro beber

se acrecientan los candiles.

Probemos lo del pichel,

alto licor celestial;

no es el aloquillo tal,

no tiene que ver con el.

¡Qué suavidad! ¡Qué clareza!

¡Qué rancio gusto y olor!

¡Qué paladar! ¡Qué color!

¡Todo con tanta fineza!

Mas el queso sale a plaza

la moradilla va entrando,

y ambos vienen preguntando

por el pichel y la taza.

Prueba el queso, que es extremo,

el de Pinto no le iguala;

pues la aceituna no es mala

bien puedes bogar su remo.

Haz, pues, Inés, lo que sueles,

daca de la bota llena

seis tragos; hecha es la cena,

levántese los manteles.

Ya que, Inés, hemos cenado

tan bien y con tanto gusto,

parece que será justo

volver al cuento pasado.

Pues sabrás, Inés hermana,

que el portugués cayó enfermo…

Las once dan, yo me duermo;

quédese para mañana.

Seleccionado y comentado por César-Javier Palacios.