La ciudad de los grandes miradores,
donde la luz enferma
de fuego los paisajes, los tejados
ardientes de la alfama,
los tranvías amarillos que siempre desembocan
en el mar
o en a espuma deprimida de los sueños.
La ciudad blanca
se van volviendo gris
con el compás monótono
de los días de invierno
y las luces eléctricas que incendian
las ramas decoradas
del árbol de neón que nos vigila.
La ciudad es la llave
que abre el cofre secreto de otro siglo
donde las calles guardan nuestro nombre
y el rumor del océano
convoca la nostalgia de lejanos imperios.
La ciudad -los lluviosos rincones
que esconde el Bairro Alto
bajo el paraguas de la aurora-
extiende su tibieza
al bullicio de tontas avenidas
con aroma de especias y jardines
y la sombra de antiguos terremotos.
La ciudad que se aleja
ya no nos reconoce.
Su voz serán restos de aquel fado
entre cuyos acordes se ocultaba
un amargo sabor a despedida
y la vana promesa del regreso.
Toledo, Madrid, Milán, California. El amor se traslada, «a través de inciertas carreteras secundarias», de ciudad en ciudad, de continente en continente.
Casi todos los poemas de Luis Bagué (cinéfilo que nació en Pallafrugell, donde lo hizo él, que tan poquito de cine sabía) son mojones que avisan de la despedida de la juventud. Entre la certeza amarga de «haber dejado atrás el paraíso» y la asunción de la madurez de escritor («cuántos tópicos debe la nostalgia a la literatura»).
En cuanto al poema. Yo vi su azul nunca visto, que escribió Tabucci. Y volveré. Con Teresa, que nunca fue y que cíclicamente me dice:
«¿Vamos?,
¿¿vamos??,
¿¿¿vamos???».
IMAGEN: Archivo personal. Mi amigo David (izq) et moi.
Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)