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‘Vino, primero pura…’, de Juan Ramón Jiménez (1881 – 1958)


¡Intelijencia, dame el nombre

exacto de las cosas!

…Que mi palabra sea

la cosa misma,

creada por mi alma nuevamente.

Que por mí vayan todos

los que no las conocen, a las cosas;

que por mí vayan todos

los que ya las olvidan, a las cosas;

Que por mí vayan todos

los mismos que las aman, a las cosas…

¡Intelijencia, dame

el nombre exacto, y tuyo,

y suyo, y mío, de las cosas!

2

Vino, primero pura,

vestida de inocencia;

y la amé como un niño.

Luego se fue vistiendo

de no sé qué ropajes;

y la fui odiando sin saberlo.

Llegó a ser una reina

fastuosa de tesoros…

¡Qué iracundia de hiel y sin sentido!

Mas se fue desnudando

y yo le sonreía.

Se quedó con la túnica

de su inocencia antigua.

Creí de nuevo en ella.

Y se quitó la túnica

y apareció desnuda toda.

¡Oh pasión de mi vida, poesía

desnuda, mía para siempre!

Una de posguerra , lectora fiel, nos pedía ayer, amablemente y casi como disculpándose, poesías de Juan Ramón Jiménez. En los archivos del blog, olvido injustificable, no había todavía ninguna. Delicada elección, donde se mezcla lo aprendido en el colegio con las lecturas que llegaron después; los imborrables gustos inculcados por aquel profesor sabihondo y las rectificaciones del juicio fruto de nuestra deriva -a veces dejeneración– personal.

Aún recuerdo de memoria poemas de Juan Ramón, en concreto Octubre y El viaje definitivo. Los dos conocidísimo, citadísimos y excelentes. Pero, será la misma irrevocable madurez que influyó en el poeta, ya no me dicen tanto como estos otros dos que he elegido para publicar hoy.

El primero comienza con dos de los versos más felices del poeta de Moguer, emblemas de la reflexión pura y el ascetismo sentimental: «¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas!». El segundo es una síntesis sencilla y elegante de su autobiografía poética. 18 versos que exponen mejor que cualquier manual de literatura la evolución de Juan Ramón como poeta, de la inocencia primera al purismo final.

Seleccionados por Nacho Segurado (en Twitter: http://twitter.com/nemosegu.)



‘Callarse’, de Paul Valéry (1871-1945)

He aquí un título excelente…

Un excelente Todo…

Mejor que una “obra”…

Y, sin embargo, una obra, porque

si enumeras cada uno de los casos

en que la forma y el movimiento

de una palabra, como una onda,

se elevan, se dibujan,

a partir de una sensación,

de una sorpresa, de un recuerdo,

de una presencia o de un vacío…

de un bien, de un mal –de un Nada y de un Todo,

y observas y buscas

y sientes y mides

el obstáculo que hay que oponer a esta fuerza,

el peso del peso que hay que poner sobre la lengua

y el esfuerzo del freno de tu voluntad,

conocerás cordura y poder

y callarte será más bello

que el ejército de ratones y los arroyos de perlas

de que pródiga es la boca de los hombres.

En unos de sus jugosos razonamientos especulativos, a los que tan dado era, Paul Valéry recuerda una anécdota que el pintor Edgar Degas le refería a menudo. Resulta que Degas, además de pintar, también escribía poesía. Lo primero le salía muy bien y muy fácil. Lo segundo, aceptablemente bien pero con muchísimos esfuerzos. Así la cosa, un día le dijo a Mallarmé: «Su oficio es infernal. No consigo hacer lo que quiero y sin embargo estoy lleno de ideas». A lo que Mallarmé al parecer le respondió: «No es con las ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen los versos. Es con las palabras».

Esta anécdota no es caprichosa y funda una filosofía (del lenguaje). La poesía para Valéry era un universo autónomo, con sus propias reglas y condiciones. Hablar de la poesía como se habla de la prosa es arruinar la poesía. Mientras el lenguaje corriente, la prosa periodística por ejemplo, tiene como único destino «ser comprendida», tras lo cual perece, el lenguaje poético jamás se agota, el poema no muere por haber vivido: «Está hecho expresamente para renacer de sus cenizas y ser de nuevo indefinidamente lo que acaba de ser».

Perdonad si he abusado un poquito de la teoría. Leer los poemas de Valéry –poemas abandonados, nunca terminados– es un acto doblemente conmovedor cuando se intuye algo más de su ascetismo poético. Valéry tiene una obra mínima y cuidada, reelaborada ad infinitum con materiales clásicos, simbólicos y parnasianos y una extrema sensibilidad musical que aísla el poema de cualquier contaminación externa.

El autor de Cementerio marino (que es una pena, por razones de espacio es imposible traer aquí) no creía en la inspiración ni en la figura del médium-poeta. En sus reflexiones a menudo recurría a esta trabajada imagen: «En unos minutos recibirá el lector el choque de hallazgos, comparaciones, vislumbres de expresión acumulados durante meses de investigación, de espera, de paciencia y de impaciencia».

Que cada uno, claro está, lo disfrute como quiera. Eso sí, que no trate de explicarse su disfrute.

NOTA: Traducido del francés por Carlos R. de Dampierre

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.