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«Del pasado efímero», de Antonio Machado

Hoy van dos poemas por el precio de uno. No se si don Antonio Machado se refería al mismo señorito/caballero andaluz, pero a mi siempre me pareció que las «Coplas a la muerte de don Guido» era continuación natural de su gran poema «Del pasado efímero».

Hubo un tiempo en que supe recitar ambos poemas de memoria y, al poco, acababa mezclando los versos de uno con los del otro.

En los años 60 (¿febrero 1965?), participé en la organización clandestina de los «Paseos con Antonio Machado» en Baeza. Ibamos a colocar allí una cabeza del poeta, realizada en bronce por el escultor Pablo Serrano. La Guardia Civil y la Policía Nacional (entonces, «los grises«) nos disolvieron a palos.

No hubo forma de colocar al escultura. Sin embargo, recuerdo muy bien que, entre los premios que dabamos en la rifa para recaudar fondos para aquel homenaje poético/político, había una reproducción del Guernica de Picasso (para colocar sobre el sofá del tresillo), un libro sobre «La segunda resitencia» y un disco maravilloso (que perdí y aún ando buscando) de poemas de Machado , recitados por (¡agárrense!) nada menos que Fernando Rey, Paco Rabal y Fernando Fernán Gómez y con una portada de Miró.

Me encantaría recuperar aquellos poemas machadianos en esas voces que tanto añoro. Uno de esos poemas seleccionados era, precisamente, ésta obra magistral:

«Del pasado efímero»

Este hombre del casino provinciano

que vio a Carancha recibir un día,

tiene mustia la tez, el pelo cano,

ojos velados de melancolía;

bajo el bigote gris, labios de hastío,

y una triste expresión que no es tristeza,

sino algo más o menos: el vacío

del mundo en la oquedad de su cabeza.

Aun luce de corinto terciopelo

chaqueta y pantalón abotinado,

y un cordobés color de caramelo,

pulido y torneado.

Tres veces heredó; tres ha perdido

al monte su caudal; dos ha enviudado.

Sólo se anima ante el azar prohibido,

sobre el verde tapete reclinado,

o al evocar la tarde un torero,

o la suerte un tahúr, o si alguna cuenta

la hazaña de un gallardo bandolero,

o la proeza de un matón, sangrienta.

Bosteza de política banales

dicterios al Gobierno reaccionario,

y augura que vendrán los liberales,

cual torna la cigüeña al campanario.

Un poco labrador, del cielo aguarda

y al cielo teme; alguna vez suspira,

pensando en su olivar, y al cielo mira

con ojo inquieto, si la lluvia tarda.

Lo demás, taciturno, hipocondríaco,

prisionero en la Arcadia del presente,

le aburre; sólo el humo del tabaco

simula algunas sombras en su frente.

Este hombre no es de ayer ni es de mañana,

sino de nunca; de la cepa hispana

no es el fruto maduro ni podrido,

es una fruta vana

de aquella España que pasó y no ha sido,

esa que hoy tiene la cabeza cana.

—-

«Coplas a la muerte de don Guido»,

de Antonio Machado

Al fin, una pulmonía

mató a don Guido, y están

las campanas todo el día

doblando por él: ¡din-dan!

Murió don Guido, un señor

de mozo muy jaranero,

muy galán y algo torero;

de viejo, gran rezador.

Dicen que tuvo un serrallo

este señor de Sevilla;

que era diestro

en manejar el caballo

y un maestro

en refrescar manzanilla.

Cuando mermó su riqueza,

era su monomanía

pensar que pensar debía

en asentar la cabeza.

Y asentóla

de una manera española,

que fue casarse con una

doncella de gran fortuna;

y repintar sus blasones,

hablar de las tradiciones

de su casa,

escándalos y amoríos

poner tasa,

sordina a sus desvaríos.

Gran pagano,

se hizo hermano

de una santa cofradía;

el Jueves Santo salía,

llevando un cirio en la mano

—¡aquel trueno!—,

vestido de nazareno.

Hoy nos dice la campana

que han de llevarse mañana

al buen don Guido, muy serio,

camino del cementerio.

Buen don Guido, ya eres ido

y para siempre jamás…

Alguien dirá: ¿Qué dejaste?

Yo pregunto: ¿Qué llevaste

al mundo donde hoy estás?

¿Tu amor a los alamares

y a las sedas y a los oros,

y a la sangre de los toros

y al humo de los altares?

Buen don Guido y equipaje,

¡buen viaje!…

El acá

y el allá,

caballero,

se ve en tu rostro marchito,

lo infinito:

cero, cero.

¡Oh las enjutas mejillas,

amarillas,

y los párpados de cera,

y la fina calavera

en la almohada del lecho!

¡Oh fin de una aristocracia!

La barba canosa y lacia

sobre el pecho;

metido en tosco sayal,

las yertas manos en cruz,

¡tan formal!

el caballero andaluz.

Seleccionados y comentados por José A. Martínez Soler