Corred sin tasa de los ojos míos,
¡oh lágrimas amargas!, corred libres
de estos míseros ojos, que ya nunca,
como en los días de contento y gloria,
recrearán las gracias de Marina.
Corred sin tasa, y del cuitado Anselmo
regando el pecho dolorido y triste,
corred hasta inundar la yerta tierra
que antes Marina honraba con su planta.
¡Ay! ¿Dó te lleva tu maligna estrella,
infeliz hermosura? ¿Dónde el hado,
conmigo ahora adverso y rigoroso,
quiere esconder la luz de tu belleza?
¿Quién te separa de los dulces brazos
de tu Anselmo, Marina desdichada?
¿Quién, de amargura y palidez cubierto
el rostro celestial, suelto y sin orden
el hermoso cabello, triste, sola,
y a mortales congojas entregada,
de mi lado te aleja y de mi vista?
Terrible ausencia, imagen de la muerte,
tósigo del amor, fiero cuchillo
de las tiernas alianzas, ¿quién, oh cruda,
entre dos almas que el amor unía
con vínculos eternos, te interpuso?
¿Y podrá Anselmo, el sin ventura Anselmo,
en cuyo blando corazón apenas
caber la dicha y el placer podían,
podrá sobrevivir al golpe acerbo
con que cruel tu brazo le atormenta?
¡Ah! ¡Si pudiera en este aciago instante,
sobre las alas del amor llevado,
alcanzarte, Marina, en el camino!
¡Ay! ¡Si le fuera dado acompañarte
por los áridos campos de la Mancha,
siguiendo el coche en su veloz carrera!
¡Con cuánto gusto al mayoral unido
fuera desde el pescante con mi diestra
las corredoras mulas aguijando!
¡O bien, tomando el traje y el oficio
de su zagal, las plantas presuroso
moviera sin cesar, aunque de llagas
mil veces el cansancio las cubriese!
¡Con cuánto gusto a ti de cuando en cuando
volviera el rostro de sudor cubierto,
y tan dulce fatiga te ofreciera!
¡Ah! ¡Cuán ansioso alguna vez llegara,
envuelto en polvo, hasta tu mismo lado,
y subiendo al estribo te pidiera
que con tu blanca mano mitigases
el ardor de mi frente, o con tus labios
dieses algún recreo a mis fatigas!
Darte de bruces con un libro deseado es una experiencia extrañamente gozosa y muy difícil de compartir con los demás. Como los sueños. Más aburridos cuanto más se empeña uno en detallarlos. Así que no me alargaré contando cómo di con un volumen de poesía española del siglo XVIII (por supuesto ajado, deslomado y todo lo demás). Tan sólo diré que fue fácil y que fue gratis.
Creo que fue Felix de Azúa quién escribió que solía recomendar a sus alumnos la lectura del Informe sobre la Ley Agraria de Gaspar Melchor de Jovellanos como ejemplo de excelente prosa. Como esto es un blog de poesía, me cuidaré de recomendarlo por aquello de no mezclar churras con merinas, pero me doy por satisfecho si alguien, después de haber leído esta elegía suya y estas barbaridades mías, se plantea en el horizonte de sus lecturas futuras ese intachable texto.
Jovellanos es uno de nuestros ilustrados fetén. En las a veces un tanto plañideras meditaciones de sus herederos de hoy (que los tiene, doy fe), tarde o temprano aparece su nombre. Jovellanos el inteligente, el estadista, el clarividente, el azote del oscurantismo y el fanatismo. Su recuerdo intelectual y humano tiene todavía mucho de símbolo en un país como el nuestro, dónde históricamente la lucidez ha sido un bien escaso y perseguido.
También en poesía, además de en ensayo y política, dejó Jovellanos su impronta ilustrada. La poesía debía de ser formal y trascendente. Un género que tratara con solvencia los graves asuntos de la moral de los hombres. Jovellanos exhortó a sus compañeros de letras a abandonar la poesía de tema banal y amoroso por otra realista, filosóficamente apta para un mundo nuevo y más libre. El mismo escritor comulgó (sé que este no es el mejor verbo para este post) con el ejemplo.
Así pasa en la poesía seleccionada para hoy. Amorosa, casi pre-romántica, sí, pero situada a años luz del manierismo de salón que hasta la época se estilaba en según qué ambientes. Disfrutarla con Razón.
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.