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‘Microfracturas’, de Carlo Bordini (1938)

La idea de la catástrofe, una catástrofe silenciosa,
advertida apenas, pero inevitable.
O bien las microfracturas psíquicas,
las microfracturas de un alma.
Mi alma está llena de
microfracturas. Son los pequeños traumas escondidos,
olvidados, que vuelven cada tanto, cuando el alma está esforzándose,
cuando no te das cuenta. Adentro estoy todo desmoronado. No me doy cuenta,
pero estoy. A lo mejor cuando cuando cruzas la calle y un ruido te estremece,
cuando tiemblas al oír un nombre, cuando
te viene un ataque imprevisto de inseguridad. Las microfracturas
son las llamadas telefónicas y las citas que te ponen los nervios de punta,
de repente,
ir a un cuarto y preguntarse: qué vine a hacer aquí,
etc. etc.
toda una lista de nerviosismos, de sobresaltos, de las cosas que te hieren,
y las pequeñeces que ponen nervioso, etc. etc.
y el cerebro que funciona demasiado.

Había reservado para hoy uno de los pocos instantes de actualidad permitidos a la poesía: la muerte de un poeta. Del poeta Edoardo Sanguinetti, que hace poco estuvo aquí en España, en Córdoba, y que a mí me gustaba porque seguía hablando de conciencia de clase pese a todo, incluso -y esto es lo maravilloso y lo poético- pese a la evidencia. Aquí están las necrológicas (una, dos y tres) y una ultimísima entrevista, donde se seguía definiendo como un “político dado a la poesía”. Un materialista histórico intacto a pesar de los surcos.

Pero mientras buscaba una poesía suya, dado que no tengo ninguna a mano, topé con esta otra de un compatriota, Carlo Bordini, que ni se ha muerto ni conocía. Me atraen los poetas tardíos, y Bordini al parecer lo es. Solo un poco más joven de lo que era Sanguinetti, empezó a escribir poesía en los noventa, con casi 60 años. Tiene un poema magnífico dedicado a Magritte, pero me quedo con este Microfracturas y con la lección oliversacksiana de su último verso. Sanguinetti para otro momento.

NOTA: Traducido del italiano por Martha Canfield.

IMAGEN: www.casadellapoesia.org

Nacho S. (@nemosegu)

‘La vida es acordarse de un desvelo’, de Sandro Penna (1906 – 1977)

La vida es acordarse de un desvelo

triste en un tren al alba: haber visto

afuera la luz incierta: haber sentido

en el cuerpo roto la melancolía

virgen y áspera del aire hiriente.

Pero recordar la liberación

de improviso es más dulce: junto a mí

un marinero joven: el azul

y el blanco de su divisa, y afuera

un mar todo reciente de colores.

Sólo un siglo como el XX, que situó al compromiso en una instancia más allá de la política, pudo generar como reacción una poesía fundada sobre el extrañamiento, satisfecha de agotarse a sí misma en la pura contemplación. Precipitadamente: por cada furibundo Brecht hubo un taimado Penna.

Sandro Penna, pobre, pederasta y poeta, hizo de algo en apariencia simple -convertirse en espectador- un ejercicio de voluptuosidad, de melancolía y nostalgia. Pocas veces una renuncia tan severa a la vida dio como fruto una poesía repleta de ella. Las sonrisas de los muchachos, los olores de los trenes, las puestas de sol efímeras de los puertos no fueron nada más que «recuerdos bellos para desgranar en la noche». A la manera de Renard: «No vivas, conténtate siempre con el deseo de vivir».

La escritora Natalia Ginzburg, gran amiga de Penna al igual que Pasolini, dijo de él que «de la felicidad sólo pidió las migajas y los céntimos«. Su poesía está repleta de ejemplos de ese existir disperso, de esa espera indolente, de un «extraño gozo de vivir» que chirría menos por escrito.

La fiesta hacia el atardecer. Yo voy

en dirección opuesta a la caterva

que alegre y ágil sale del estadio.

A ninguno yo miro y miro a todos.

De vez en cuando apaño una sonrisa.

Mas raramente una sonrisa alegre.

NOTA: Traducido del italiano por Pablo L. Ávila

AMPLIACIÓN: Acabo de darme cuenta de que Bob Pop ya seleccionó un poema de Penna, allá por el mes de marzo. El suyo hablaba más de amor y menos de distancia.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.