Ellos nunca morirán en ese campo de batalla
ni las sombras de los lobos reclutarán sus tesoros como
novias del trigo en todos los horizontes esperando allí
para consumir el fin de la batalla
no habrá ningún muerto que ponga tensos sus vientres
flojos ningún montón de tiesos caballos en los que
enrojecer sus ojos brillantes o aumentar su comedura de
muertos.
Antes vagarían enfurecidos y hambrientos con lenguas
dementes que creer que en ese campo ningún hombre pudo morir.
Nunca morirán aquellos que luchan tan abrazados
aliento con aliento, el ojo reconociendo al ojo, imposible
morir o moverse, ninguna luz se filtra, ningún brazo con maza,
nada más que un caballo resoplando contra otro, escudo
brillante sobre escudo, todos iluminados
por el afilado rayo de un ojo bajo un yelmo.
¡Y aquellos pendones! Lo bastante airados para echar a volar
sus insignias de una parte a otra del cielo que han borrado.
Podría imaginarse que pintó sus ejércitos junto a los ríos
más fríos que tenías filas de calaveras de acero
brillando en la oscuridad.
Pensarías que es imposible que un hombre muera
la boca de cada combatiente es un castillo de canción
cada puño de acero un gong soñador, golpe resonante,
golpe
como gritos de oro
¡Cómo desearía participar en tal batalla!
Un hombre plateado en una caballo negro con un
estandarte rojo
y una lanza listada, nunca morir sino ser eterno
un príncipe dorado de una guerra pictórica.
Cuando Gregory Corso falleció, Patti Smith le dedicó palabras elevadas y llenas de fuerza: «Todos los que recuerdan anécdotas, reales o embellecidas, acerca de las legendarias travesuras y las caóticas indiscreciones de Gregory, seguramente recordarán también su belleza, compasión y generosidad». Entre todas esas palabras destacan dos: ‘reales’ e ‘imaginarias’. Porque, ciertamente, una de las razones no literarias por la que los escritores de la Generación Beat conservan, casi intacta, la capacidad de fascinar es la de haberse procurado una biografía de excesos que se presta tan bien a la mitificación.
Gregory Corso, uno de los últimos beats, quizá para el gran público (al que tanto trataron ellos de satisfacer/escandalizar) uno de los más desconocidos, no se libra del habitual currículum canalla: huérfano, delincuente, autodidacta, inocente, trasgresor, imitable, imitador.
Corsó vivió bastante, mucho para ser un beat. Su poesía es caótica, exagerada. Su relación con la escritura se entiende muy bien tras leer esta confesión: «Deseaba ser poeta mucho antes de escribir mi primer poema; en realidad, ignoraba como se escribe un poema cuando sentí que deseaba ser un poeta«. El deseo de ser poeta. Nunca nada meditado. Jamás una lenta aspiración monástica.
He seleccionado, de su libro Gasolina, este Uccello. Sí, Paolo Uccello, el maestro de la perspectiva del Renacimiento. Corso pudiera estar describiendo en él su admirado cuadro La batalla de San Romano; aunque lo más probable es que estuviera describiéndose a sí mismo.
NOTA: Traducido por Diego A. Manrique para Producciones Editoriales.
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.