Hay unos seres increíbles
que vagan en la noche honda;
cuerpos indefinibles,
carátulas horribles
que en torno nuestro andan de ronda.
Son los elementales
artificiales,
hijos de las malas pasiones,
pensamientos impuros
y deseos oscuros
que nos envuelven en turbiones.
Todo lo que pensamos
adquiere forma en el astral,
el traslúcido mundo adonde vamos
tras las larvas del mal.
Los que atizan ansiosos
los carbones del fuego
sexual; los que disponen, tenebrosos,
la ley fatal de las mesas de juego.
Los que acechan a las mujeres
adúlteras y tejen la asechanza
y vierten sangre de venganza
en el lecho de los placeres.
Los que inspiran en el nocturno
de sábado la idea sanguinaria
al dipsómano taciturno
que asesina a la golfa solitaria.
Musa de los asesinatos
sin causa y de las turbias tentaciones;
seres como esfumados garabatos
y rostros hechos con chafarrinones,
que alienta en el seno
febril de la angustiante pesadilla
con su faz amarilla,
el ojo turbio y continente obsceno.
Los trasgos del dinero,
Ministriles del Diablo,
que es el siniestro titiritero
que maneja los hilos del moderno retablo.
Sombra de sombras lo que se aburuja
y su capuz refleja en un espejo,
espíritu de bruja
que hace un escobón su caballejo,
y todas las cosas feas
y las turbias ideas
emanaciones de Satán.
Cuando en el solitario
campanario
las doce dan:
¡din, don! ¡din, dan!
Cruzan de ronda
y al aquelarre van.
En su clásico Historia de la muerte en occidente, el historiador de las mentalidades Philippe Ariès, después de repasar cómo ha variado la preocupación por lo fúnebre desde la Edad Media al siglo XX pasando por el Romanticismo, concluye con una máxima de La Rochefoucauld: «El hombre no puede mirar directamente al sol ni a la muerte». Bien. Cierto. Aunque escritores sí los ha habido que cultivaron con deleite el «conmovedor culto a los muertos». Una poesía macabra y cementérica, con algo de morbosa ingenuidad (hoy totalmente perdida, por supuesto) y con un fondo de sano humor patético.
Así es la obra del cícliclamente olvidado Emilio Carrere (quizá alguien recuerde la genial La torre de los Siete Jorobados), poeta, novelista, bohemio de vocación y no por necesidad, como aseguraba Julio Camba que lo fueron casi todos en la España de principios del XX, y de quien hoy publicamos este Aquelarre incluido en la Antología de la poesía macabra española y americana editada por Valdemar.
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.