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‘Testamento’, de Eliseo Diego (1920 – 1994)

Habiendo llegado al tiempo en que

la penumbra ya no me consuela más

y me apocan los presagios pequeños;

habiendo llegado a este tiempo;

y como las heces del café

abren de pronto ahora para mí

sus redondas bocas amargas;

habiendo llegado a este tiempo;

y perdida ya toda esperanza de

algún merecido ascenso, de

ver el manar sereno de la sombra;

y no poseyendo más que este tiempo;

no poseyendo más, en fin,

que mi memoria de las noches y

su vibrante delicadeza enorme;

no poseyendo más

entre cielo y tierra que

mi memoria, que este tiempo;

decido hacer mi testamento.

Es este:

les dejo

el tiempo, todo el tiempo.

Para poner el punto y aparte al sucinto recorrido por la poesía cubana del siglo XX, tras Heberto Padilla y Reinaldo Arenas, no se me ocurre nada mejor que traer un poema de Eliseo Diego.

La poesía de Diego (de su política no hablaré, puesto que él parece que tampoco lo hizo mucho) es un afán por catalogar el mundo, tanto exterior (Voy a nombrar las cosas) como interior (Mi rostro).

En sus versos aparecen con bastante frecuencia referencias al sacrificio siempre salvífico de la escritura (Sobre una minúscula palabra), una característica cuanto menos curiosa en un escritor caribeño, la eternidad y el tiempo (como en Testamento).

De un poeta que vivió de y para la poesía nada mejor que una estrofa en la que aclara su visión poética de la realidad, muy hölderliniana, por cierto:

Un poema no es más

Que una conversación en la penumbra

Del horno viejo, cuando ya

Todos se han ido, y cruje

Afuera el hondo bosque.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘En tiempos difíciles’, de Heberto Padilla (1932 – 2000)

A aquel hombre le pidieron su tiempo

para que lo juntara al tiempo de la Historia.

Le pidieron las manos,

porque para una época difícil

nada hay mejor que un par de buenas manos.

Le pidieron los ojos

que alguna vez tuvieron lágrimas

para que no contemplara el lado claro

(especialmente el lado claro de la vida)

porque para el horror basta un ojo de asombro.

Le pidieron sus labios

resecos y cuarteados para afirmar,

para erigir, con cada afirmación, un sueño

(el-alto-sueño);

le pidieron las piernas,

duras y nudosas,

(sus viejas piernas andariegas)

porque en tiempos difíciles

¿algo hay mejor que un par de piernas

para la construcción o la trinchera?

Le pidieron el bosque que lo nutrió de niño,

con su árbol obediente.

Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.

Le dijeron

que eso era estrictamente necesario.

Le explicaron después

que toda esta donación resultaría inútil

sin entregar la lengua,

porque en tiempos difíciles

nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.

Y finalmente le rogaron

que, por favor, echase a andar,

porque en tiempos difíciles

ésta es, sin duda, la prueba decisiva.

«Fuera de juego fue mi dogal inmediato, mi estigma: fíjense que no me atrevo a decir mi honor«. Así recordaba el escritor cubano Heberto Padilla en 1998, casi treinta años después, el libro de poemas que convirtió su agradable vida dentro de la incipiente revolución en una pesadilla y una humillación.

Ser un intelectual en una sociedad totalitaria y liberarse del pensamiento cautivo, como dejó escrito Czeslaw Milosz en aquella obra hermosa y necesaria (radicalmente crítica, no como cierta colección de libros de reciente aparición), es una tarea al alcance sólo de los más valientes de entre los espíritus heréticos.

Heberto Padilla fue conducido al ostracismo (y de paso a prisión), por escribir estrofas como esta:

Ten desconfianza de la mejor criada. / No le entregues las llaves al chófer, no le confíes / la perra al jardinero. / No te ilusiones con las noticias de la onda corta.

O esta otra:

¡Al poeta, despídanlo! / Ese no tiene nada aquí nada que hacer. / No entra en juego. / No se entusiasma / No pone en claro su mensaje. / No repara si quiera en los milagros. / Se pasa el día entero cavilando. / Encuentra siempre algo que objetar.

Era 1971. La defensa literaria que Padilla hizo de Guillermo Cabrera Infante -por entonces ya exiliado en Inglaterra- y su caricatura fiel de las beatas admoniciones de los escribas del régimen comunista, desembocaron en un enfrentamiento directo con el funcionariado encargado de vigilar el celo revolucionario de los intelectuales. El ‘caso Padilla‘ fue una reedición en forma de farsa (en eso Marx sí llevaba razón), de los juicios-espectáculo de los primeros tiempos de la URSS.

Después de la preceptiva reeducación en una cárcel del Departamento de Seguridad de Estado, Padilla firmó y posteriormente hizo pública su retractación, una farsa obscena en la que terminaba por acusarse a sí mismo de contrarrevolucionario y se mostraba avergonzado de su propia obra. Años después, ya en el exilio, recordando aquel episodio triste dijo: «Cuando a un hombre se le ponen cuatro ametralladoras y lo amenazan con cortarle las manos si no se retracta, generalmente accede».

En tiempos difíciles es el primer poema de Fuera de juego. Uno de los más fieramente tachados de impíos en su día –y aún hoy- por el castrismo. A mí me parece que es la transposición en verso de lo que lúcidamente dejó escrito Albert Camus en El hombre rebelde: «El comunismo ruso es la exaltación del verdugo por las víctimas».

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Como latas de cerveza vacías’, de Ernesto Cardenal (1925)

Como latas de cerveza vacías y colillas

De cigarros apagados, han sido mis días.

Como figuras que pasan por una pantalla de televisión

Y desaparecen, así ha sido mi vida.

Como los automóviles que pasaban rápidos por las carreteras

Con risas de muchachas y música de radios…

Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos

Y las canciones de las radios que pasan de moda.

Y no ha quedado nada de aquellos días, nada,

Más que latas vacías y colillas apagadas,

Risas en fotos marchitas, boletos rotos,

Y el aserrín con que al amanecer barrieron los bares.

La imagen más difundida del hoy octogenario Ernesto Cardenal (Nicaragua, 1925) es la escenificación pública de una herejía. Cardenal, aventajado teólogo de la Liberación cristiano-comunista, es reprendido por un dogmático Juan Pablo II en el aeropuerto de Manila, en 1983.

Hoy, más de dos décadas después, este poeta y sacerdote contradictoriamente beatnick y puritano (el poema de hoy lo atestigua) es una voz incómoda -incluso para sus antiguos compañeros de viaje, los sandinistas– pero respetada y escuchada en Latinoamérica, sobre todo por su compromiso con los pobres.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Aportes’, de Reinaldo Arenas (1943 – 1990)

Carlos Marx

no tuvo nunca sin saberlo una grabadora

estratégicamente colocada en su sitio más íntimo.

Nadie lo espió desde la acera de enfrente

mientras a sus anchas garrapateaba pliegos y más pliegos.

Pudo incluso darse el lujo heroico de maquinar pausadamente

contra el sistema imperante.

Carlos Marx

no conoció la retracción obligatoria,

no tuvo por qué sospechar que su mejor amigo

podría ser policía,

ni, mucho menos, tuvo que convertirse en policía.

La precola para la cola que nos da derecho a seguir en la cola

donde finalmente lo que había eran repuestos para

presillas (“¡Y ya se acabaron, compañero!”)

le fue también desconocida.

Que yo sepa

no sufrió un código que lo obligase a pelarse al rape

o a extirpar su antihigiénica barba.

Su época no lo conminó a esconder sus manuscritos

de la mirada de Engels.

(Por otra parte, la amistad de estos dos hombres

nunca fue ‘preocupación moral’ para el estado.)

Si alguna vez llevó a una mujer a su habitación

no tuvo que guardar los papeles bajo la colchoneta y,

Por cautela política,

hacerle, mientras la acariciaba, la apología al Zar de Rusia

o al Imperio Austrohúngaro.

Carlos Marx

escribió lo que pensó

pudo entrar y salir de su país,

soñó, meditó, habló, tramó, trabajó y luchó.

Contra el partido o la fuerza oficial imperante en su época.

Todo eso que Carlos Marx pudo hacer pertenece ya

a nuestra prehistoria.

Sus aportes a la época contemporánea han sido inmensos.

Imagina, M., que esta tarde, en la Plaza de la Revolución, durante un concierto de mediocres músicos capitalistas (no se si sabrás, el genial se desmayó el viernes) y algún otro con mala conciencia de serlo, que han convenido en llamar Paz sin Fronteras, una persona de entre el público, alguien como tú, o quizá más joven, o más rebelde (es decir, menos Rebelde), se subiera al escenario y gritase:

Ah, cómo asquerosamente me apasiona revolver.

Ah, cuánto apestan los héroes.

Oh, cuánto apestas.

Seleccionado por Nacho Segurado.