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‘Ternura de tigre’, de Carlos Barral (1928 – 1989)

La lengua sobre todo, afectuosa,

áspera y cortesana en el saludo.

Las zarpas de abrazar, con qué cuidado,

o de impetrar afecto, o daño, a quien lo doma.

La caricia con uñas, el pecho boca arriba

para mostrar el corazón cautivo.

La piel toda entregada, la voz ronca

retozando en su jaula de colmillos,

y los ojos enormes, de algas, sonriendo

a la muerte inmediata

a que fue sentenciado.

Carlos Barral ha vuelto a aparecer fugazmente en prensa estos días. En concreto, en la fotografía que acompaña un artículo de Juan Goytisolo rememorando las jornadas literarias de Formentor. En ella, Barral conversa con dos de los suyos: Giulio Einaudi y Claude Gallimard, los dos editores más prestigiosos de la segunda mitad del siglo XX europeo.

Es una imagen significativa que ilustra a la perfección las dos ocupaciones por las que Barral sigue siendo recordado, a pesar de haber formado parte de la generación más fecunda e imitada de la poesía española contemporánea: la de editor (entre sus hitos, Marsé y Semprún) y la de memorialista (su autobiografía es, entre otras cualidades, un testimonio irremplazable para acercarse a la historia cultura y social de la España franquista).

Su obra poética es personal (claro, todas lo son, pero en su caso más), escasa y difícil :la poesía de un orfebre. “No escribo poemas sino es por la urgencia de averiguar”, le dijo a Soler Serrano en aquel programa de entrevistas hoy tan añoradas (y que ojalá alguien de TVE, en un ataque de lucidez y respeto por la cultura, repusiera).

En suma, la poesía como resultado especulativo, y no como “un medio de expresión de las realidades”. He aquí la clave del abismo que le separaba de su amigo Gil de Biedma y, como acertadamente escribe Juan Malpartida, de la pobre influencia sobre los poetas posteriores.

PD: La entrevista completa a Barral en A fondo:

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Palabras para una despedida’, de Francisco Brines (1932)

Está la luz despierta,

y se adentra en los ojos el contorno del monte,

y el grito de los pájaros desvanece el oído

al venir de los húmedos huertos.

Los blancos pueblos de la costa,

felices de lujuria y juventud,

alientan junto al mar, lejanos.

No estoy allí, mas lo que fui deseo:

la dicha viva, los sentidos borrados,

ahora que en el jardín el tiempo se arrincona

en las sombras,

y el olor de las rosas sube al aire.

Hay humos blancos y calladas palomas

en la altura, y voces que se alejan,

hay demasiada vida para una despedida.

Y un día habrá de ser,

sin que la grata luz, las voces de la casa,

los cultivos del huerto, los días recordados

de la remota y breve juventud,

ni tampoco el amor que me tenéis,

retrasen la obligada despedida.

Tendré que aposentarme en la aridez

y perdida la imagen de este mundo

y perdido yo mismo,

siento que aquel reposo será estéril,

que la vida no fue, que el fervor

de cualquier despedida es un engaño.

Francisco Brines nació en la recoleta e inusual Oliva, y así como esta localidad costera valenciana ha salvado casi intacta la fiebre del oro urbanística, ha recorrido él la poesía de la segunda mitad del siglo XX: ajeno a los vaivenes de las modas y preocupado tan solo por los estados de ánimo fluctuantes nacidos de unos cuantos universales humanos (el paso del tiempo, la memoria, el erotismo, la infancia).

La poesía de Brines es, y para quien no la haya leído es el más suculento de los cebos, cernudiana hasta la médula, quizá la que más de todos los poetas de la Generación del 50, grupo del que es uno de los últimos supervivientes.

NOTA: El tremendamente elegiaco Palabras para una despedida está dedicado a Juan Gil-Albert, de quien ya publicamos hace semanas un poema.

FOTO: Playa de Oliva, Valencia (eltiempo.es)

Seleccionado y Comentado por Nacho Segurado.