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‘Entre una guerra y otra’, de Carlos Pujol (1936)

Entre una guerra y otra,

O al final de las guerras,

Suponiendo que alguna vez terminen,

Existe lo que antaño se llamaba

Los cuarteles de invierno.

En la tregua del frío

Los soldados se daban a olvidar

Lo que era inolvidable;

Con sueños, aguardiente y fanfarronas

Quimeras se les iba

Agrio y moroso el tiempo de las manos.

Alguno cavilaba hasta escribir

El Discurso del método,

Y había quien con versos y novelas

Parlamentaba con su corazón

Entre irónicos, sabios y prudentes,

Fogueados y aturdidos del tumulto

Que seguían llevando en la memoria,

Daban la vuelta a todo lo vivido,

Sabiendo que faltaba todavía

La más dura campaña,

El sonreír sereno y con encanto

Esperando rendirse a discreción.

Tan sólo por haber sido el traductor de La Rochefoucauld, Joubert u Orwell me siento más cercano a Carlos Pujol que a los escritores que aparentemente dicen retratar mi generación. Esto, dicho así, pudiera parecer una forma como otra cualquiera de esnobismo, sólo que más démodé, pero no, realmente le debo a Pujol haber acertado sin saberlo con un puñado de mis autores insustituibles.

Por si no fuera suficiente, Carlos Pujol es un excepcional poeta. Uno de esos que te anticipan con naturalidad los estados de ánimo de la madurez; que te invitan a reflexionar sobre aquello que te queda aún muy lejos o cada vez más atrás sin exigirte a cambio un peaje desorbitado. Hay unos versos suyos, entre cientos, que no dudé un segundo en apropiármelos como divisa frente a la indiferencia hacia realidad: «De tanto verlo no se supo ver / hasta que no quedó nadie / para contarlo».

El poema de hoy lo he sacado de su libro, de una nostalgia exquisitamente certera, Cuarto del alba, editado en Granada en 2004 por la editorial Veleta.

IMAGEN: http://www.eduardoberti.com/

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)



‘Una suerte de canción’, de Williams Carlos Williams (1883 – 1963)

Que la serpiente aceche bajo

su matorral;

y la escritura,

que sea de palabras, parsimoniosas y agitadas, súbitas

al atacar, serenas en la espera,

desveladas.

Reconciliar por la metáfora

a las personas con las piedras.

Componer. (No hay ideas

más que en las cosas) ¡Inventar!

La saxífraga es mi flor, la que parte

las rocas.

ORIGINAL EN INGLÉS

Let the snake wait under

his weed

and the writing

be of words, slow and quick, sharp

to strike, quiet to wait,

sleepless.

Through metaphor to reconcile

the people and the stones.

Compose. (No ideas

but in things) Invent!

Saxifrage is my flower that splits

the rocks.

Mi intención para hoy era haberos traído un poema de Whittaker Chambers. Buscando referencias literarias sobre él -las políticas me la sé al dedillo- acabé en Louis Zukofsky y los objetivistas. Pensé entonces en escribir un poquito sobre ellos, su estilo, motivaciones e influencia posterior. Pero en el camino topé con un viejo (aunque no muy leído) conocido, y con él me quedé.

Acabaré antes si digo que Williams Carlos Williams fue en gran medida lo opuesto a Ezra Pound (al que le unía una gran amistad) y a T. S. Eliot (al que despreciaba). Por no tener en común, los tres poetas estadounidenses más importantes de la primera mitad del siglo XX no tienen ni el horizonte literario. Los dos últimos abrazaron la cultura europea casi con el mismo desprecio con el que rechazaron la estadounidense. El cambio en primero, con una formación tan elevada con la de los otros, optó por convertirse en un poeta al margen de la academia (era médico de profesión) y del discurso intelectual dominante (decidió ser, también culturalmente, norteamericano; algo así como un vanguardista del terruño).

El resultado de aquel experimento a contracorriente fue un tardío reconocimiento del poeta (su último libro, Pinturas de Brueguel, de donde procede el poema de hoy, recibió el Pulitzer póstumamente) y una poesía que eludió cualquier contaminación, por mínima que fuera, del intelectualismo imperante, las modas abstractas o simbólicas. Una poesía directa, brevísima, sólo en apariencia sencilla, neutra en el sentido moral y con una capacidad brutal para describir la materia. Un afán que resume estos versos: «Nunca me canso del misterio de estas calles». De la realidad, vamos.

NOTA: El poema seleccionado fue traducido en su día por Carmen Martín Gaite y se encuentra en una antología al parecer muy difícil de encontrar ya. Otros escritores en español que tradujeron su obra han sido Octavio Paz y Ernesto Cardenal.

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)



‘Parece ser que el hombre’, de Carlos Edmundo de Ory (1923)

Parece ser que el hombre sufre y como

No hay balanza que pese lo que sufre

Sólo se sabe que el dolor el plomo

Y sin embargo huele como azufre.

No hay tampoco termómetro que diga

Los grados del pesar que sólo pesa

Sólo se sabe que el dolor es miga

De un pan que nunca estuvo en la mesa.

Cuando te encuentres mal busca un rincón

Y ponte allí a comer tu carne cruda

Que está en tus manos como está en tus pies.

Date un banquete hambriento corazón

Y ya verás que el llanto no te ayuda

Ya no te ayuda fue llanto y no lo es.

Uno de sus aerolitos (como Carlos Edmundo de Ory llama a los aforismos) dice: «La poesía es un vómito de piedras preciosas». En su caso, las selectas arcadas están compuestas de humor, exhuberancia, erotismo, espiritualidad burlona y virtuosismo lingüístico (esa inolvidable «suma secreta de silabeos sabios»).

De Ory lleva más de medio siglo pariendo sonetos como rosquillas, y eso a pesar de que, como confiesa, se considera un pietista: «Dios hizo al hombre y el hombre hizo al soneto«. Sonetos cuyo arte descansa sobre tres patas: el misterio, la estructura insobornable y el maquiavelismo. Una última y sabia recomendación de este (simpático) C.E.O:

No hay palabras de menos ni de más

sino papel y pluma y esqueleto

todo poema es fruto de este apaño.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Ternura de tigre’, de Carlos Barral (1928 – 1989)

La lengua sobre todo, afectuosa,

áspera y cortesana en el saludo.

Las zarpas de abrazar, con qué cuidado,

o de impetrar afecto, o daño, a quien lo doma.

La caricia con uñas, el pecho boca arriba

para mostrar el corazón cautivo.

La piel toda entregada, la voz ronca

retozando en su jaula de colmillos,

y los ojos enormes, de algas, sonriendo

a la muerte inmediata

a que fue sentenciado.

Carlos Barral ha vuelto a aparecer fugazmente en prensa estos días. En concreto, en la fotografía que acompaña un artículo de Juan Goytisolo rememorando las jornadas literarias de Formentor. En ella, Barral conversa con dos de los suyos: Giulio Einaudi y Claude Gallimard, los dos editores más prestigiosos de la segunda mitad del siglo XX europeo.

Es una imagen significativa que ilustra a la perfección las dos ocupaciones por las que Barral sigue siendo recordado, a pesar de haber formado parte de la generación más fecunda e imitada de la poesía española contemporánea: la de editor (entre sus hitos, Marsé y Semprún) y la de memorialista (su autobiografía es, entre otras cualidades, un testimonio irremplazable para acercarse a la historia cultura y social de la España franquista).

Su obra poética es personal (claro, todas lo son, pero en su caso más), escasa y difícil :la poesía de un orfebre. “No escribo poemas sino es por la urgencia de averiguar”, le dijo a Soler Serrano en aquel programa de entrevistas hoy tan añoradas (y que ojalá alguien de TVE, en un ataque de lucidez y respeto por la cultura, repusiera).

En suma, la poesía como resultado especulativo, y no como “un medio de expresión de las realidades”. He aquí la clave del abismo que le separaba de su amigo Gil de Biedma y, como acertadamente escribe Juan Malpartida, de la pobre influencia sobre los poetas posteriores.

PD: La entrevista completa a Barral en A fondo:

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Corazón’, de Arquíloco de Paros (650 a.C)

Corazón, corazón de irremediables penas agitado,

¡álzate! Rechaza a los enemigos oponiéndoles

el pecho, y en las emboscadas traidoras sostente

con firmeza. Y ni, al vencer, demasiado te ufanes,

ni, vencido, te desplomes a sollozar en casa.

En las alegrías alégrate y en los pesares gime

sin excesos. Advierte el vaivén del destino humano.

El antimilitarismo en el siglo XXI es una decisión política tan loable y sana como en principio escasamente comprometedora. Salvo unos pocos triunfalistas algo desmemoriados ya nadie cree sinceramente que la guerra es una solución. Somos una sociedad, con matices, pacifista.

No siempre fue así, claro. Y menos en la Grecia arcaica, donde la guerra no sólo constituía una opción práctica irrenunciable, sino que era una obligación moral. Por eso, la fuerza de los versos de Arquíloco de Paros, que plasman la guerra como un conjunto de penalidades y no como un momento heroico y virtuoso digno de ser exaltado, nos remite a un asombroso ejercicio de libertad.

Arquíloco fue lo que llamaríamos hoy un apátrida, un libertino, un mercenario, un siervo de nadie y un cínico (en el sentido filosófico de la palabra). Un moralista avant la lettre que dedicó su vida a corroer las costumbres sociales, a hacer sátira y poner en duda lo que nadie osaba, por costumbre o para no meterse en líos, reprochar.

Algún Sayo alardea con mi escudo, arma sin tacha,

Que tras un matorral abandoné, a pesar mío.

Puse a salvo mi vida. ¿Qué me importa el tal escudo?

¡Váyase al diantre! Ahora adquiriré otro no peor.

En la breve composición publicada, Arquíloco, a quien se atribuye la invención del yambo (verso vulgar, nada aristocrático, pero punzante y satírico), da muestras de una fe de vida mesurada y edonista, de un conocimiento lucidísimo del espíritu humano y de la libertad individual.

NOTA: Traducción a cargo de Carlos García Gual.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.