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‘Alocución a la Poesía’, de Andrés Bello (1781 – 1865)

Divina Poesía,

tú de la soledad habitadora,

a consultar tus cantos enseñada

con el silencio de la selva umbría,

tú a quien la verde gruta fue morada,

y el eco de los montes compañía;

tiempo es que dejes ya la culta Europa,

que tu nativa rustiquez desama,

y dirijas el vuelo adonde te abre

el mundo de Colón su grande escena.

También propicio allí respeta el cielo

la siempre verde rama

con que al valor coronas;

también allí la florecida vega,

el bosque enmarañado, el sesgo río,

colores mil a tus pinceles brindan;

y Céfiro revuela entre las rosas;

y fúlgidas estrellas

tachonan la carroza de la noche;

y el rey del cielo entre cortinas bellas

de nacaradas nubes se levanta;

y a la avecilla en no aprendidos tonos

con dulce pico endechas de amor canta.

La Ilustración en América Latina está asociada a su nombre. El andamiaje moral de un continente que comenzaba a salir de la minoría de edad, del estado de simple colonia, hay que ir a buscarlo a su extensa y heterogénea obra de historiador, jurista, lingüista, geógrafo y poeta.

Andrés Bello, nacido en Caracas, fue uno de los preceptores de Simón Bolívar. Pero sobre todo fue un puente entre las Luces europeas, el mundo clásico y la sociedad y la cultura del subcontinente americano. Su obra es al mismo tiempo una reelaboración directa de las ideas de Rousseau y Voltaire (amén de los clásicos grecolatinos y españoles del Siglo de Oro) y una aguda visión de un mundo nuevo.

Bello sabía que la conciencia de América no podía apoyarse en el vacío. Nostálgico de su patria –salió de ella hacia Londres para no volver nunca, pues su última residencia fue Chile- y optimista respecto al futuro, apasionado de la lengua y devoto de la ciencia natural, Andrés Bello compuso églogas y silvas en las que da fe de todas estas preocupaciones.

La poesía publicada hoy es un fragmento de su extensa Alocución a la poesía, una de sus composiciones más logradas, escritas durante su tumultuosa pero fructífera etapa londinense. Para quienes estén familiarizados con el Canto general de Neruda, quizá estos versos les resulten familiares.

Bello canta, al igual que lo haría un siglo después el chileno, a la «libertad sin leyes«, al «ocio dulce» y la «nativa inocencia» de América al tiempo que dirige su súplica a la Poesía para que abandone la «avarienta y culta Europa» e ilumine a los hombres y las tierras del Nuevo Continente.

(Merece la pena hacer un esfuerzo y leer el poema entero. Buscando en Internet sólo he encontrado fragmentos, así que os recomiendo la versión íntegra publicada hace unos meses por la editorial Castalia, una antología de prosa y verso con una buena introducción al autor y su época).

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘En tus mejores años’, de Andrés Trapiello (1953)

Cuando te veo ahora en tus mejores años

con toda la belleza de una copa de vino,

brillándote en los ojos el deseo y las noches

estrelladas de agosto, imagino ese invierno

en que, vieja y cansada, te entregues al recuerdo

He querido llegar antes que tú a ese día.

Y revivir los tiempos en que tú levantaste

de esta ruina una casa, plantaste en ella higueras,

y alimentaste fuegos que a todos nos hicieron

imaginar una vida muy lejos de los muertos.

Ya ves que ahora han llegado, siniestros, silenciosos.

Por eso tu poeta ha venido contigo

a recorrer de nuevo nuestras amadas ruinas,

si ayer fue tu risa, hoy será tu silencio,

cuando, vieja y cansada, de nada sirve el sueño.

La poesía de Andrés Trapiello se aviene mejor a una digestión lenta. Tiene la virtud de no resultar anacrónica pese a parecer haber sido escrita en otro tiempo. Y otra virtud más: esa elegía rural, intimista y tranquila, de formas y colores primarios, no amenaza en ningún momento con convertirse en menosprecio de corte, alabanza de aldea.

Porque también Trapiello, no podía dejar de serlo, es un poeta de ciudad. De una ciudad (por ejemplo Madrid, «la pequeña y provinciana Madrid») de donde obtiene el ensueño y la meditación, los libros viejos y el tedio (a veces).

«Los temas en poesía no son muchos», aseguraba hace una década Trapiello, «y aun estos podríamos reducirlos a dos, el amor y la muerte. En unos poetas pesa más uno y en otros, otro«. En efecto, eros y tanatos son los dos polos de su propia obra, como demuestra -si es que hay algo que demostrar en poesía y no es ridículo hacerlo- con En tus mejores años.

FUENTE DE LA FOTO: Wikipedia

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.



‘Teoría de los hospitales’, de Andrés Neuman (1977)

Te salvan y los odias: tan extraño

como ahogarse entre varios salvavidas.

Llegas y cicatrizan tus heridas

mientras otras distintas te hacen daño.

Por los pasillos y a través del baño

ese olor se te lanza en estampidas:

pese a las enfermeras, aunque pidas

auxilio, te anestesia con un paño.

Quieres quemar las camas, desesperas

en laberintos de etimología

y en los cuartos vacíos como esferas,

imaginas los pozos, las fronteras

que no has atravesado todavía

y pronto importa poco lo que eras.

Andrés Neuman es algo más que el último premio Alfaguara de novela (y el premio Hiperión de poesía, y el premio…). Es, al decir de las fajas que rodean sus libros, uno de los escritores (a continuación vendría ‘jóvenes’, pero el propio Neuman pide, y con razón, que se valore las obras de los autores jóvenes por la calidad literaria y no por la precocidad biográfica) con un futuro -presente ya- inequívocamente prometedor.

Avalado por el último Bolaño o por Luis Antonio de Villena, siempre atinado en separar el grano de la paja de la nueva literatura, Neuman, nacido hace 32 años en Buenos Aires y residente en Granada, ha logrado que cada libro suyo -da igual que sea novela, cuento breve, guión, ensayo, aforismo o poesía- sea un éxito de crítica y, lo que es más importante (o no), de público.

La editorial Acantilado publicó en 2008 una recopilación de su poesía hasta la fecha titulada Década (1997-2007). En el breve prólogo, y sin pretensiones de fijar una teoría al uso, Neuman expone parte de su credo poético: «Dudo mucho que el valor más profundo de la escritura consista en fabricar un espejo destinado a reflejar una y otra vez a su artesano a lo largo del tiempo. Eso equivale a suponer que la prioridad de un poema no es crear significados, sino erigir un ídolo con los rasgos exactos del poeta. Si de reflejos se trata, mucho más reveladora sería la superficie capaz de ofrecer una imagen expresiva a cualquier cara que asomase. Las emociones que funda un poema (en esto sí soy inflexible) deben ser, son verdaderas. Se comprometen. Actúan. Tienes consecuencias reales«.

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.