Ungido por el aceite de la vida
me adelanto hacia ti, tentación terrenal,
en cuyos ciegos ojos verdes
resplandecen de nuevo las incesantes ilusiones.
Hasta mí, rodando como piezas de oro,
llega un sol tierno y jubiloso
que con su cálido tintineo
trata de hacerme olvidar los viejos desengaños.
Nada puede engañarme, amigo mío,
ni siquiera el esplendor de tus mejores días de abril;
no soy alguien a quien se miente con fortuna
sino el desencanto mismo que sonríe voluntariamente.
yo iré por mi mismo pie al encuentro de tus llamadas,
puesto que la seducción de tus miserias me atrae,
pero iré sostenido por mis flaquezas
conocedor de que ando sobre un terreno resbaladizo.
Así, si el que regresa casi de la muerte
cae de nuevo en las redes de tus hechizantes gracias,
no tomes como triunfo propio
lo que no es sino la nostalgia de mi fidelidad.
“Sé que no he sido un activista, sino un superviviente”. Juan Gil-Albert, nonagenario, voluntariamente ya fuera de foco pero con el reconocimiento que durante años el exilio a secas primero y luego el exilio interior -en Alicante, su tierra natal- le sustrajeron.
En el prólogo a su obra poética completa, Gil-Albert, involuntario maestro de generaciones, afirma haber sido siempre “un prosista nato y un poeta tardío”; quizá por esa razón -su primer libro de poesía se publicó en 1936, con 32 años- las antologías, a veces tan acomodaticias, le sitúan en esa generación, cuando como él mismo reconoce, “por nacimiento, formación, estilo y amistad estrecha” su lugar está junto a la del 27 , de la que se considera un “poeta isla”.
Esquematizando injustamente una vida de 90 años: Gil-Albert fue un surrealista en sus orígenes, un intelectual comprometido con la Segunda República, un lujoso cultivador de poesía social y un esteta amante de la belleza (preferentemente masculina), la luz, las frutas y las estaciones.
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.