Stephen Spender: escribir bajo los bombardeos (Poesía y guerra II)

Por supuesto, todo el esfuerzo se emplea en que uno
Se sitúe fuera del alcance ordinario
De los que llamamos estadísticas. Cien mueren
En los suburbios del extrarradio. Bien, bien, uno sigue adelante
En tanto esa cosa, el ‘yo’, continúe acomodado en
La cama de tablas, tan parecida a un féretro,
En ese cuarto de hotel cuyo papel pintado hace que estallen
Rosas en espirales de humo, uno puede ignorar
La presión de aquellos nombres bajo los dedos
Clavados a la noticia con tipos de plomo,
En el bar, la radio protestando al margen.
Pero supongamos que una bomba asoma
Su nariz en esta misma cama, con uno ocupándola.
La idea es obscena. Y, sin embargo, hay muchos
Para quienes la pérdida de uno en verdad
Ilustraría la expresión ‘impersonal’. Lo esencial es
Que cada ‘uno’ se mantenga aislado,
Acomodado bajo rosas, y que ninguno sufra
Por su vecino. Así el horror se pospone
En fracciones para cada uno, hasta sentar sobre él
Esa corona de incomunicable aflicción
Que es todo el misterio o no es nada.

Hoy la guerra civil española (y alrededores) sólo produce novelas. También algunas excepcionales obras de Historia, como lo son todas las de Ángel Viñas, pero mayormente novelas (por otra parte, prescindibles casi todas).

La española fue, para la literatura, la guerra civil más internacional del siglo XX. España fue el laboratorio donde maduraron su prosa un buen puñado de periodistas, novelistas y poetas. De estos últimos, y en concreto de los ingleses, quiero hablaros brevemente.

Para empezar, la mayoría no pisó el frente. Además, al contrario que los poetas que participaron en la Gran Guerra, su mensaje ideológico oscurecía casi siempre la sinrazón bélica. La retórica era más heroica -o pseudo heroica en algunos casos- que antibelicista.

Así sucede, por ejemplo, con los muchos poetas ingleses que dejaron testimonio del momento. Los Auden y Spender, ambos brigadistas internacionales, por citar sólo a los grandes, eran muy jóvenes entonces y sus poemas, sin llegar a ser huecos y podridos de propaganda, no tienen la intensidad y calidad de su producción posterior.

Quizá la excepción esto, como a casi todo en aquellos años, fuera George Orwell. Él, que sí estuvo en el frente pero que no era poeta ni lo sería en el resto de su corta vida, dejó escrito un poema –The italian soldier shook my hand– que incluye esta estrofa inmortal:

Tu nombre y tus hazañas fueron olvidados
Antes de que tus huesos se secaran,
Y la mentira que te asesinó está enterrada
Bajo otra mentira más honda.

PD: Pese a todo, Spender -que es uno de mis poetas ingleses favoritos, como ya dejé dicho aquí hace tiempo– escribió versos preciosos durante la guerra. Os dejo este Thoughts during an air raid para que juzguéis.

TRADUCCIÓN: Bernd Dietz (para la antología Un país donde lucía el sol. Poesía inglesa de la Guerra Civil, editado por Hiperión en 1980). Aquí podéis leer la versión original del poema.

IMAGEN: www.faber.co.uk

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Wilfred Owen: Morir por la patria no es dulce ni honroso (Poetas de Guerra, I)

Doblados como viejos mendigos bajo bolsas,
Chocando las rodillas y tosiendo como viejas, maldecimos a través del lodo
Hasta darle la espalda a las condenadas bengalas
Y empezar a arrastrarnos a un descanso remoto.
Los hombres marchaban dormidos. Muchos ya sin botas
Cojeaban calzados de sangre. Todos patéticos, ciegos todos,
Ebrios de cansancio, sordos incluso a los silbidos
De proyectiles decepcionados que caían más atrás.

¡Gas! ¡Gas! ¡De prisa, chicos! En un éxtasis de torpeza
Nos calamos torpes cascos justo a tiempo;
Pero alguno seguía pidiendo ayuda a gritos tropezando

Indeciso como un hombre ardiendo en llamas o cal viva.
Borroso tras los vidrios empañados y a través de aquella verde luz espesa,
Como hundido en un mar verde, lo vi ahogarse.

En todos mis sueños, ante mi vista indefensa,
Se abalanza sobre mí, se atraganta, se ahoga, se apaga.

Si en algún sueño asfixiante también pudieras seguir a pie
La carreta donde lo arrojamos
Y ver cómo retorcía los blancos ojos en la cara,
Una cara colgante, como un diablo harto del pecado;
Si pudieras oír, a cada tumbo, la sangre
Vomitada por pulmones de espuma corrompidos,
Obsceno como el cáncer, amargo como pus
De viles llagas incurables en lenguas inocentes,–

Amigo mío, no contarías con tanto entusiasmo
A los niños que arden ansiosos de gloria
Esa vieja mentira: Dulce et decorum est
Pro patria mori.

Robert Graves, que sí sobrevivió, le retrata en sus memorias: “Convaleciente tras ser herido en batalla, no hacía otra cosa que repetir que había sido injustamente acusado de cobardía por un oficial superior. El encuentro con Siegfred Sassoon llevó a Wilfred Owen, un hombre pequeño y tranquilo, de cara redonda, a escribir poemas de guerra”.

Así pues, un hombre pequeño y tranquilo. Un poeta que se dejó la vida en las trincheras poco después de haber comenzado a versificar, con una clarividencia impropia de su edad y de su precario estado físico, sobre el fango inhumano de la Primera Guerra Mundial.

Wilfren Owen, al contrario que otros poetas ingleses de guerra, no lo era antes de alistarse en el Ejército de su Majestad. Fue su experiencia en el frente –My subjet is War and the Pity of War– la que hizo de catalizador de su poemas, ácidos, modernistas y comprometidos.

La obra de Owen, rimbaudiana por fatalidad, fue publicada tras su muerte -sucedida a las puertas del final de la contienda- por otro de aquellos poetas jóvenes, prematuramente envejecidos, enrabietados con la patria y desencantados de sus valores: el ya aludido Siegfred Sassoon.

PD: El título del poema, Dulce et decorum est (aquí la versión original en inglés), hace referencia al célebre verso horaciano Dulce et decorum est pro patria mori. El poema en sí es todo un emblema del antibelicismo.

NOTA: Con el de hoy comienzo una serie de post sobre poesía y guerra (con el tiempo iré añadiendo otras copulativas: poesía y revolución, poesía y ciencia…), de los que espero llegar a publicar uno a la semana.

TRADUCCIÓN: Nicolás González Varela

IMAGEN: English Faculty Library, University of Oxford / Wilfred Owen Literary Estate

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Por qué no un Foxá

Y pensar que, después que yo me muera,
aún surgirán mañanas luminosas;
que, bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
encarnará en la seda de las rosas.

Y pensar que desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata
bañados por la luz del sol poniente,
y noches llenas de aquella luz de plata
que inundaron mi vieja sementera
cuando aun cantaba Dios bajo mi frente.

Y pensar que no puedo, en mi egoísmo,
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he de marchar yo solo hacia el abismo,
y que la Luna brillará lo mismo
y que ya no la veré desde mi caja.

Esa especie de distanciamiento profiláctico cuando se escribe sobre Agustín de Foxá, dandy fascista y reaccionario melancólico, no hace mucho bien a la literatura. Y eso que al conde sibarita no le defienden ya sólo los nostálgicos del franquismo, sino los sabios sensatos como Andrés Trapiello, Luis Alberto de Cuenca o Jordi Amat.

Como todo esto aburre por obvio, su poesía. La he leído toda, o casi toda. Es una poesía triste que no corresponde a un vencedor que sólo lo fue en la superficie. Una poesía que desfigura el presente y lo borra. La niñez y Bizancio tienen en común que fueron aniquilados, y no importa que sucediera en siglos diferentes.

Los versos de Agustín de Foxá expresan nostalgia con ropajes modernistas. Exhiben con orgullo una cultura propia de otra época. Salvo sus poesías de guerra, tan penosas y olvidables como las homólogas de Alberti, el resto de su producción tiene un aire mortecino, deletéreo. Y la sencillez de las estrofas es la sencillez de quien no corrige y le importa poco y está eternamente en otra cosa. Quizá en ese “café de espejos con salas de billares, / las últimas tertulias liberales”.

NOTA: He dudado si traeros Melancolía del desaparecer, quizá su poema más citado y conocido, o algún otro de los que me gustan (Romance del opio, Lo inútil, Bizancio). Me he decantado por lo obvio pensando que así, quien no pasé de él, habrá conocido lo mejor de Foxá, y quien quiera profundizar, lo tendrá fácil.

-> En el blog: un poema de Luis Alberto de Cuenca y otro de Andrés Trapiello.

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‘Ciranda Manauara’, de Anibal Beca

Esta moza que baila por las plazas
Da vueltas y más vueltas por mi sueños.
Ella viene y me lleva en la ciranda
Con su vestido leve todo blanco
Su fino olor llevado de lavanda
Lavando mi deseo en contradanza.

Es morena esta niña de Manaus
Del verde de la floresta esta niña,
Bella cabocla en flor, patchuli
Me aprieta el pecho con su tipiti.

Viene esta moza del igarapé
Tan coqueta, mimo de mi cielo.
Sabe su beso dulce a jandaíra
Mi india tiene los labios de miel.

Es cabocla nativa de Manaus,
Su cuerpo se contorce por mi sueños.

“En la floresta, en medio de tantas lianas y si no tenemos cuidado, nos enredaremos sin claridad en los claroscuros de la selva”. Quien así previene es un poeta oriundo de la jungla brasileña. De la jungla urbana que es Manaos.

He leído hace poco sobre esta y otras ciudades de la Amazonia en un libro muy recomendable, Calle Amazonas. Entrevisté a su autor, y le pregunté si tanta exuberancia no implica que los adjetivos se multipliquen sin el consentimiento del escritor. Me respondió que no. Le creo.

También Anibal Beca, el poeta al que pertenece la advertencia del comienzo, trata de ser simple (la “bandeja de la simplicidad”, dice). Asume que pertenece a un mundo mágico, barroco (“lianas, verdores”), pero no se da por vencido con el lenguaje. Sus apretados haikus dan fe: “En la mañana de lluvia / las hormigas mojadas / marchan lentamente”.

NOTA: He escarbado un poco para dar con él. La poesía brasileña no es mi fuerte. El poema que he seleccionado, creo, combina algo tan aparentemente trivial como el amor casi pastoril con el vocabulario específico del Amazonas. He puesto enlaces a dichas palabras.

TRADUCCIÓN: Thiago de Mello

IMAGEN: www.felinia.org

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Robert Graves y la Diosa Blanca

El clima del pensamiento pocas veces se ha descrito.
No es el terror de la escarcha caucasiana,
ni ese cavilante calor hindú
para el que un taparrabos y un plato de arroz
alcanza hasta que llega el pestilente monzón.
Pero, sin invierno, la sangre se adelgazaría;
o, sin verano, los hogares arderían demasiado.
En el pensamiento las estaciones coinciden.
El pensamiento tiene un mar al cual mirar, sin viajar;
colinas para quebrar el borde de un cielo blando,
que no deben escalarse en busca de un paisaje aún más blando,
pocos pájaros, lo bastante para los gusanos
cuyo destino no es volverse mariposas;
pocas mariposas, lo bastante para las flores
que son el lujo de un huerto henchido;
algunas veces, viento, en las chimeneas del atardecer;
lluvia en el techo del alba, en la mirada adormecida;
rayas de nieve en la cumbre de la colina, alimentando
el tierno arroyo a la entrada del valle
que reverdece el valle y parte los labios;
el sol, simple como un vecino del campo;
la luna, grandiosa, sin nubes que la adornen.

Con caligrafía infantil sobre su tumba del cementerio de Deià está escrita una sola palabra: poeta. Su faceta menos conocida incluso entre aquellos que, aficionados a la (buena) novela histórica, siguen devorando sus sagas de mitos y emperadores.

Hace unos años se inauguró su casa-museo de Ca N’Alluny. No he estado y no creo que lo haga. Por lo que he leído, Deià ya no es el pueblecito apacible y preindustrial en el que vivió tantos años Robert Graves, al principio como un excéntrico, al final como un iluminado, y siempre invocando religiosamente a la Musa.

Robert Graves fue, ante todo y por encima de todo, poeta. “El primer poema que escribí como miembro de la familia Graves fue una traducción de una de las sátiras de Catulo”, confiesa en Adiós a todo eso, ejercicio de exorcismo de sí mismo y de la Gran Guerra, en la que combatió como oficial y fue herido en la batalla de Somme. Incluso entonces, la futura Diosa Blanca no le abandonó: Graves escribía poemas en las trincheras que guardaba en los bolsillos y mataba sus horas solo leyendo a Keats y a Blake.

El de la estirpe de los Von Ranke -guiño para el gremio olvidado- nunca entró dentro del canon moderno de los Ezra Pound (y compañía) ni tampoco fue jamás un epígono banal del estilo mandarín georgiano. Como dijo de él Alestair Raid, escritor y durante años amigo, Graves estaba convencido de que “en la poesía yacía una esperanza de cordura”. Versos carnales o descarnados. Versos terapéuticos.

El poema: El clima del pensamiento (En Cien Poemas, Lumen, Barcelona, 1981).

IMAGEN: robertgraves.org

– En el blog: Un poema de Keats y otro de Blake.

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Un epitafio de Giorgio Bassani

Paso veloz como el viento a lo largo
de la orilla izquierda del Magra
donde el viento enmaraña
la cabellera de los sauces.
De mí y de ti
¿qué quedará en los ojos
de quién nos haya visto?
Una imagen así,
un flash y basta,
en suma nada.

Han llegado a comparar la sensación de flotante irrealidad que genera su prosa con el desasosiego metafísico de los cuadros De Chirico. En vida, le solían preguntar a menudo si todo eso que escribía sobre Ferrara (es decir, casi todo lo escribía) era prosa poética, a lo que él respondía, intelectual, que su prosa era una «prosa de ideas«.

Su compromiso era el de un escritor mediterráneo ante la decadencia. Un escritor que, como el protagonista de El jardín de los Finzi-Contini, rechaza por inútil cualquier ejercicio de conmemoración pero que no puede evitar componer elegía tras elegía de su mundo.

Sin tensión no hay poesía”, solía decir Giorgio Bassani, que desarrolló hasta el final de su vida, enfermo de Parkinson y de Alzheimer, el oficio de poeta (cuando ya para el de narrador no le quedaban fuerzas). A su último, creo, libro de poemas -escritos a la manera de epitafios latinos y así titulado- pertenece este triste y final Paso veloz como el viento.

IMAGEN: www.zam.it

TRADUCCIÓN: Manzano de Frutos, Carlos (Visor, 1985)

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El noviembre de Hermann Hesse

Del árbol de mi vida
Caen, una a una, las hojas.
Oh, atolondrado, abigarrado mundo,
¡cómo sacias!,
¡cómo sacias y cansas!,
¡cómo embriagas!
Lo que hoy aún arde
Se extinguirá muy pronto.
Pronto silbará el viento
Sobre mi angosta tumba.
Vendrá a inclinarse
La madre sobre el niño.
Ver otra vez sus ojos quiero,
Su mirada es mi estrella,
Ya puede todo lo demás borrarse,
Todo muere, todo quiere morir.
Sólo la madre eterna queda,
La que nos trajo.
Su dedo travieso escribe
En el aire huido nuestro nombre.

Mi memoria de lector estuvo siempre más cerca de Hans Giebenrath que de Siddhartha. Quiero creer que no -o no sólo- por una cuestión generacional: no comulgo con el misticismo y soy biológicamente incapaz de comprender en qué diantres consisten los arrebatos del visionario.

Ha sido por mis taras de lector poco más que adolescente de Hermann Hesse, a quien ya había catalogado con la injusticia apresurada de la juventud, que me sorprenden ahora de tal forma sus poesías, de corte sencillamente modernista y con toques de psicologismo. O, mejor dicho, ese poemario minúsculo titulado Estaciones, que el premio Nobel publicó allá por 1931 en una edición casi familiar.

El librito es un primor por las poesías que se abren con cada estación-mejor dicho, con cada mes del año- y por las sencillas y bellas acuarelas de los paisajes familiares al propio pasado de Hesse, más «diletante que pintor». En este que he seleccionado, el poeta se encuentra, atribulado, mudando la piel en pleno noviembre.

IMAGEN: http://nobelprize.org

TRADUCCIÓN: Daniel Najmías

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El modernismo olvidado: Salvador Rueda

Quietud, pereza, languidez, sosiego…
un sol desencajado el suelo dora,
y a su valiente luz deslumbradora
que le ha dejado fascinado y ciego.

El mar latino, y andaluz, y griego,
suspira dejos de cadencia mora,
y la jarra gentil que perlas llora
se columpia en la siesta de oro y fuego.

Al rojo blanco la ciudad llamea;
ni una brisa los árboles cimbrea,
arrancándoles lentas melodías.

Y sobre el tono de ascuas del ambiente,
frescas cubren su carmín rïente
en sus rasgadas bocas las sandías.

La contradicción irresoluble en Salvador Rueda, al decir de Guillermo Carnero, tiene que ver con la forma y el fondo. Una forma modernista sobre un fondo (sin faltar) cateto y banal.

Salvador Rueda fue un poeta menor, un “iniciador superado”, según los manuales de la época. Su poesía dio lugar a un buen puñado de artículos finiseculares sobre el nuevo arte. Pero ya en las primeras décadas del siglo XX se vio que su recorrido era menor del esperado.

Quizá, más que el desdén, lo que enterró definitivamente a Rueda fueron los cariñosos epítetos de sus contemporáneos consagrados. Juan Ramón Jiménez, cuya poesía primera es deudora de la de Rueda, tituló Colorista español un artículo sobre él. Y ahí, implícitamente, está el olvido.

Me topé con unos cuantos poemas suyos en una antología de poetas del 98 preparada por Miguel García-Posada. Rueda, efectivamente, está entre los olvidados de esta (antes llamada) generación: los Fortún y cía.

Imágenes tópicas (“costas que encierran mi niñez”) y referencias al amor sagrado/amor profano. Versos leves y frondosos. Frescos también. De todos, Hora de fuego resume mejor que ninguno su poesía del terruño sin dejarse vencer demasiado por el tópico.

Un poema de Guillermo Carnero en el blog (16 de agosto de 2009)

Un poema de Fernando Fortún en el blog
(5 de abril de 2010)

IMAGEN: www.poetasandaluces.com

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Los comentarios-poemas de Al Sur de Gomaranto

Yo soy un enamorado del soneto
con el que escribo algún que otro comentario,
de los que inserto cada día en este diario
aunque al hacerlo me tachen de cateto.

Cateto e iletrado en verdad lo soy
no tengo estudios ni carrera alguna,
sin musas, no me inspiro ni en la luna,
lo que me sale de dentro es lo que doy.

Benévolos lectores agradecen
comentarios que inserto cada día
sé bien que esos honores no merecen.

Son una insignificante aportación
que entre tantos buenos comentarios
por ser tan pueriles llamen la atención.

Me recuerda, aunque no sé por qué puesto que no le conozco, a un ingenioso compañero de facultad que una vez se atrevió a escribir uno de sus estupendos romances -algún día con su permiso os traeré alguno- como comentario de texto en un examen.

Al Sur de Gomaranto lleva años dejando -día sí y día no- un poema de su propia cosecha en el blog (en éste y en otros del periódico). Muchos, por no decir todos, son maravillosos. El que hoy me ha permitido amablemente enseñaros a lo grande, lo publicó en el post de Ramón Gaya hace un par de días.

Ya era hora que de secundario, como él modestamente se dice, pasara a protagonista. Por comentarios-poemas como éste (o como éste, genial, sobre un tema de Anacreonte) se lo merece.

Gracias, ASG.

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Ramón Gaya y sus silencios

No es consuelo, silencio, no es olvido
lo que busco en tus manos como plumas;
lo que quiero de ti no son las brumas,
sino las certidumbres: lo perdido

con toda su verdad, lo que escondido
hoy descansa en tu seno, las espumas
de mi propio sufrir, y hasta las sumas
de las vidas y muertes que he vivido.

No es tampoco el recuerdo lo que espero
de tus manos delgadas, sino el clima
donde pueda moverme entre mis penas.

No esperar, mas tampoco el desespero.
Hacer, sí, de mí mismo aquella sima
en que pueda habitar como sin venas.

Una inconsciente trama de afectos une a los últimos poetas posteados. Trapiello los llama la generación de los solitarios, los difíciles. Yo os los voy trayendo poco a poco a todos, con más azar que necesidad. Hoy, Ramón Gaya. Su poesía, sus pinturas, sus diarios.

De atrás hacia adelante: hay algo más profundo que lo puramente estético en sus descripciones de la ciudad (Venecia, por ejemplo). Es una voluntad de anotar los efectos de la realidad sobre sí mismo. Una realidad que a los grandes artistas de la superficie les exalta, anega y hunde.

Esas palabras se transforman en sus cuadros en pinceladas delicadas, livianas, luminosas. El talento de Ramón Gaya para retener los instantes apagados, donde apenas sucede nada, es brutal. Sus paisajes negros de Cuernavaca, sus bodegones austeros, las miradas introspectivas de sus cuadros figurativos…

… o el silencio pintado, como en esta calle blanca de Altea, tan sólo otra forma de resolver el enigma que plantea su poesía (sin ir más allá, el soneto que publico sobre el silencio). Gaya amó el arte de Velazquez y Tiziano y los hizo soneto. Amó, a su vez, su oficio fundamental, y le sobró talento de escritor para dedicarle justos adjetivos, como estos que envuelven la mano del pintor:

(…) ni sabia, ni brutal, ni pensativa,
ni artesana, ni loca, ni ambiciosa,
ni puede ser sutil ni artificiosa;
la mano del pintor -la decisiva-
ha de ser una mano que se abstiene
-no muda, ni neutral, ni acobardada-,
una mano, vacante, de testigo (…).

IMAGEN: 1929 – Calle de Altea, Acuarela sobre papel – 43×32. Museo Ramón Gaya

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