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‘El muchacho que escribía poesía’, de Yukio Mishima (1925 – 1970)

Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.

Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. Él se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.

Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.

A T. le gustaría saber que Yukio significa ‘nieve’ y Mishima ‘lugar desde el que se ve la nieve’. Se emocionaría leyendo El rumor del oleaje. Pero nada más. El exhibicionismo proteico, la asunción de una moral heroica, un sentido trágico y absoluto del deber no van con ella. En cambio, J. se desharía en elogios hacia su apetito por lo fúnebre y sus cientos de máscaras y su vanidad, tan fecunda como su genialidad.

En Yukio Mishima, la vida y la obra (la obra y la vida, pues son inextricables, como coincidieron en explicar Marguerite Yourcenar y José Antonio Vallejo-Nájera) están tan cubiertas de veladuras que, por extenuación del personal, acaba saliendo triunfante el inoportuno estereotipo: genio-obsesionado-con-la-belleza-la-muerte-el-sexo-la-tradición-el-cuerpo-y-tan-fríamente-perfeccionista-que-pasó-años-planificando-con-todo-detalle-su-propia-muerte.

Me importa muy poco si su Seppuku tuvo un 55% de japonés, un 30% de helenístico y un 25% de occidental (o si las proporciones varían). Las patologías, que las tuvo, tampoco me quitan el sueño. La fragmentación anecdótica de su vida según los conceptos de la genealogía foucaultiana, me parece de entrada una absoluta tomadura de pelo. Pero su literatura, ah. Cuantísima belleza. Lirismo extremo, casi dañino. Terminarse una novela, pongamos El marino que perdió la gracia del mar, y flotar en la ingravidez de lo sublime.

PD: El muchacho que escribía poesía es un relato de juventud de Mishima, pleno de metáforas poderosas, referencias a la muerte, al significado del arte, la compasión, el amor o el reconocimiento literario. Espero que el fragmento os haya atrapado tanto como para que sigáis leyendo aquí el resto.

Nacho S.