Me destierro a la memoria,
voy a vivir del recuerdo.
Buscadme, si me os pierdo,
en el yermo de la historia,que es enfermedad la vida
y muero viviendo enfermo.
Me voy, pues, me voy al yermo
donde la muerte me olvida.Y os llevo conmigo, hermanos,
para poblar mi desierto.
Cuando me creáis más muerto
retemblaré en vuestras manos.Aquí os dejo mi alma-libro,
hombre-mundo verdadero.
Cuando vibres todo entero,
soy yo, lector, que en ti vibro.
Se introdujo en mi adolescencia final como un elefante en una cacharrería. Ahí estaba el sobrio de Don Miguel -como quizá le sucediera a Ana, que en un comentario me pedía un poema suyo- con sus enaltecidos versos consagrados a un cristo inquietante y velazqueño; versos temblorosos, divinos y sacrílegos.
Unamuno, todo llama como decía de él Albornoz, imponía respeto desde las páginas casi siempre domesticadas de los manuales de literatura. Sus contradicciones tenían un fondo telúrico e ilustrado. Exhortaban a la vida desde la duda metódica y constante. En Vida y muerte de las ideas José María Valverde escribió que su obra filosófica -y añado yo, poética- es una tensión entre la necesidad de creer y la imposibilidad de creer sin renunciar al racionalismo y la egolatría. Sí, su personalidad debió de ser mostrenca y voraz.
Con la llegada de la madurez la tensión existencial tan a flor de piel desaparece o se transforma en otra cosa para la mayoría de nosotros, mortales. Esa esterilidad o ese cansancio, unidos a que los libros de Unamuno son demasiado explosivos para una época como la nuestra, a la que tanto le repelen las profundidades (somos más de Twitter, qué remedio), quizá sigan conspirando para que hoy sea un escritor tan venerado como poco leído (sobre todo, ay, su poesía).