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‘Bella’, de Michel Leiris (1901 – 1990)

Para descubrir la existencia de los extasiados filones

en las móviles profundidades de tu cuerpo

mis dedos son varitas mágicas.

Insólitas serpientes de la cólera

mis muebles se odian en mi dormitorio

y sus grandes batallas inmóviles recuerdan

las de nuestras manos las de nuestros labios

las de febriles vapores que brotan a medianoche en los puertos

las de mansiones que invisiblemente se rajan de alto en bajo

cuando los pasos de una mujer demasiado bella resuenan.

Ella era hermosa como el día.

Belleza es la corona ardiente

es el rumor que recorre el árbol

del corazón a la corteza por la albura.

Belleza es el esplendor de una boca que se pliega

herida por los remolinos de un lenguaje en excesivo amargo

como son todas las lenguas que pretender decir alguna cosa.

Ella era bella como un espejo

un deformante espejo donde se miran igualados por la común irrealidad

los que son feos y aquellos que poseen una insensata elegancia.

Los espejos se empañarán cuando sus labios hayan concluido

de dar en el espejito del bolso ese precario signo de vida

los espejos madurarán

porque madura cuanto se empaña.

Y en efecto.

es la muerte eterna quien –royendo cuerpos y rostros-

otorga a algunos ese encanto inolvidable

de las viejas cosas que han perdido el dorado Extremos de cordón roto

Troceados corazones Ojos perdidos Cortadas uñas.

Amo cuanto se deshace

maduros frutos que caen a tierra a tiempo de enmascarar

su fracaso en la noche.

Oh, inalterable blancura de las tenues aureolas.

Cuerpos destruidos Marchitos rostros.

Inseguras estatuas roídas por la lluvia y los hongos.

No amo sino vuestra forma desvastada

pareja a cuanto el amor amengua y de colora.

Contrastad toda la exuberancia anterior con esta advertencia deshidratada: «No jactarse jamás / de haber descendido a los infiernos / porque un viaje a los mismos, / de un modo más atroz / siempre hay que repetirlo». Un Michel Leiris joven, gamberro y surrealista escribió el poema Bella. Otro Michel Leiris, curado de veleidades, ascético y lúcido, escribió esos cinco últimos versos.

En medio, una larguísima (y fecunda en libros y amistades) vida. Leiris fue íntimo amigo de Bataille (a quien le dedicó esa oda al abandono titulada El enamorado de los esputos), Bacon y Picasso (su nombre aparece al comienzo de Abanico para los toros, su homenaje a la tauromaquia). En calidad de etnógrafo además de poeta, fue desde 1961 director de una de las instituciones académicas francesas más relevantes, el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS).

Personalmente, lo que más me ha llegado a emocionar es el lirismo de su última etapa. Poemas como Hacia la fuente («Seres y cosas que / mientras avanzan / menos se esfuma su belleza») o Corazón abierto («Sacarse de dentro ciertas verdades / como piedras malas que allí se formaran»). Si bien, los destellos de genialidad de alguno de sus poemas más extensos y simbolistas, como cuando escribe sobre «los tatuajes del azar» o «las pesadas cadenas del silencio», me curan de cierta peligrosa desorientación.

NOTA: Traducido del francés por Antonio Martínez Carrión.

NOTA 2: Retrato de Leiris pintado por F. Bacon.

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)