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‘Luz de invierno en el Gianicolo’, de Martín Lopez-Vega (1975)

Estropeó todas las fotografías, aquella luz de invierno

sobre los árboles del Gianicolo: demasiado intensa

como para quedar bien fijada.

Lo mismo ocurre con los momentos

en exceso felices: la memoria no consigue después

interpretarlos adecuadamente,

otorgarles la luminosidad precisa.

Quedan en la fotografía cosas que no están en ella:

los racimos de muchachas americanas

camino del bar Gianicolo,

el cañonazo de las doce en homenaje a Garibaldi,

mis manos, dos partes de mi cuerpo que no me agradan

-sus dedos como ramas de un árbol demasiado cansado

de buscar en vano la ternura.

Queda esa luz que acaricia el lomo de los días

y que niega al recuerdo de aquella colina

esa intuición misteriosa:

allí es imposible

prever el olor que rodeará nuestras sepulturas.

Lo escribe en su combativa poética: «La literatura no es más que un intento de reconstruir el libro de instrucciones que nadie nos da cuando nacemos». Y confiesa: «Me gustan los poemas que son radiografías». Y exige: «Poesía útil que ayude a vivir». Martín Lopez-Vega es un poeta de los que a mí personalmente nunca me defraudan, porque combinan la nostalgia del buscador de pérdidas, la lengua recta y clara (que como él mismo apunta, es también una invención, como la barroca) del comprometido con la realidad y el punto de hiel de quien espera y espera siendo lúcido.

A veces, uno piensa

que busca una respuesta y lo cierto

es que aún no ha encontrado siquiera la pregunta.

Una pregunta que hoy podría ser tal vez

cuál es mi sitio, y el tuyo,

esta mañana de fines de septiembre,

y de qué somos bandera.

NOTA: Extraído del volumen Última poesía española (ed. Marenostrum)

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado