Estropeó todas las fotografías, aquella luz de invierno
sobre los árboles del Gianicolo: demasiado intensa
como para quedar bien fijada.
Lo mismo ocurre con los momentos
en exceso felices: la memoria no consigue después
interpretarlos adecuadamente,
otorgarles la luminosidad precisa.
Quedan en la fotografía cosas que no están en ella:
los racimos de muchachas americanas
camino del bar Gianicolo,
el cañonazo de las doce en homenaje a Garibaldi,
mis manos, dos partes de mi cuerpo que no me agradan
-sus dedos como ramas de un árbol demasiado cansado
de buscar en vano la ternura.
Queda esa luz que acaricia el lomo de los días
y que niega al recuerdo de aquella colina
esa intuición misteriosa:
allí es imposible
prever el olor que rodeará nuestras sepulturas.
Lo escribe en su combativa poética: «La literatura no es más que un intento de reconstruir el libro de instrucciones que nadie nos da cuando nacemos». Y confiesa: «Me gustan los poemas que son radiografías». Y exige: «Poesía útil que ayude a vivir». Martín Lopez-Vega es un poeta de los que a mí personalmente nunca me defraudan, porque combinan la nostalgia del buscador de pérdidas, la lengua recta y clara (que como él mismo apunta, es también una invención, como la barroca) del comprometido con la realidad y el punto de hiel de quien espera y espera siendo lúcido.
A veces, uno piensa
que busca una respuesta y lo cierto
es que aún no ha encontrado siquiera la pregunta.
Una pregunta que hoy podría ser tal vez
cuál es mi sitio, y el tuyo,
esta mañana de fines de septiembre,
y de qué somos bandera.
NOTA: Extraído del volumen Última poesía española (ed. Marenostrum)
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado