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‘Las caridades de Alcipo’, de Marguerite Yourcenar (1903 – 1987)

En los inquietos bosques de vibrantes batidas,

Por los jardines ebrios donde sube el jazmín,

Sellando con el dedo sus quejidos callados;

El mármol y el metal me tomaron la mano.

En los templos dorados donde sombríos ídolos

Miran con sus ojos de zafiro hacia el mar,

Un suspiro, como el escalofrío de una góndola, alargado,

Alzaba en sus senos pesadas girándulas;

En las simas de los montes, en los tajos de Carrara,

El mármol bruto bajo mi paso gritaba;

El jaspe, el ágata y los pórfidos raros

Por el salvaje escultor al taller arrastrados,

La desesperanza de no ser me decían.

Sufrían de ignorar los nombres que tenían,

De no saber qué César o qué Rey pasivamente

Serían sobre las puertas de Roma;

Qué olvidado maestro en este infierno del hombre

Como una afrenta al tiempo, en ello, seguiría.

Los dioses griegos sufrían de su belleza vacía,

Cansados del incienso invisible alrededor;

La duce tibieza de las tardes no llenaba sus venas

Y en sus lívidas frentes de apio y de verbena

Ceñía el dolor de ser sin haberlo sabido.

Los dioses me pedían mi alma inagotable

Que de ellos como una fuente refulgente manaría,

Para que el fiel en la arena arrodillado,

Viendo al fin sonreír sus máscaras secretas,

Abra los brazos, se regocije y se yerga embelesado;

Para poder de pronto escuchar a los que rezan

O burlarse en voz baja del tonto adorador,

Desplegar sobre el mundo sus ojos de diamantes,

Y hastiados de la impostura y de la idolatría

Castigar al sacerdote y golpear al escultor.

Pegué entonces mi boca a sus labios severos,

Al mármol en mi brazo ardiendo ya;

Mi alma de temores, de quebrantos, de fiebres,

En esos duros cuerpos que el orfebre pulió,

Entera y con todo su pasado se alejó.

Viudo de mi alma mi cuerpo vagaba por la extensión,

Insensible a las señales del viento melodioso;

Como una lámpara de oro en vano suspendida

Cuyo aceite, gota a gota, para siempre se vertió,

Para animar a los dioses mi alma me abandonó.

En plena dictadura de la novela histórica (que no, ay, de la Historia), reivindicar a Marguerite Yourcenar, Robert Graves o Mújica Laínez equivale a comentar: “La buena literatura nunca vende gato por liebre”.

Para quien no haya leído nunca la poesía de esta escritora francesa, la primera mujer en formar parte de la Academia Francesa, pero sí sus novelas -en especial Alexis o el tratado del inútil combate y Memorias de Adriano-, decirle que se encontrará con sus viejos temas: el recurso a la cultura clásica como excusa para la indagación personal, el culto al pensamiento por encima de la acción, la descripción de la belleza, siempre algo sombría o equívoca y la melancolía de los Grandes Asuntos (amor, eternidad, muerte).

NOTA: Traducción de Silvia Baron Supervielle para Visor

FUENTE DE LA IMAGEN: Wikipedia

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.