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‘De la diversa Andalucía’, de Jorge Luis Borges (1899 – 1986)

Cuántas cosas. Lucano que amoneda

el verso y aquel otro la sentencia.

La mezquita y el arco. La cadencia

del agua del Islam en la alameda.

Los toros de la tarde. La bravía

música que también es delicada.

La buena tradición de no hacer nada.

Los cabalistas de la judería.

Rafael de la noche y de las largas

mesas de la amistad. Góngora de oro.

De las Indias el ávido tesoro.

Las naves, los aceros, las adargas.

Cuántas voces y cuánta bizarría

y una sola palabra. Andalucía.

Un compañero del periódico, Juan Carlos, me comenta que hará como tres semanas escuchó recitar en México el poema De la diversa Andalucía, mordaz oda incluida en Los conjurados, el último libro de Jorge Luis Borges, publicado un año antes de su muerte.

Como recomendación/advertencia/cebo para quienes no lo hayan leído, decir que ya en el prólogo (amén de en poemas como el hermoso On his blindness, reproducido a continuación) se distingue el tono postrero y de desconsolada despedida del mundo (y de los libros) del escritor argentino: “Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra. Sigo, sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra hermosa suerte me queda?”.

Al cabo de los años me rodea

una terca neblina luminosa

que reduce las cosas a una cosa

sin forma ni color. Casi a una idea.

La vasta noche elemental y el día

lleno de gente son esa neblina

de luz dudosa y fiel que no declina.

y que acecha en el alba. Yo querría

ver una cara alguna vez. Ignoro

la inexplorada enciclopedia, el goce

de libros que mi mano reconoce,

las altas aves y las lunas de oro.

A los otros les queda el universo;

a mi penumbra, el hábito del verso.

NOTA: Otros poemas de Borges publicados en el blog.

Seleccionado por Juan Carlos Martínez y comentado por Nacho Segurado.



‘Las calles’, de Jorge Luis Borges

Quizás sea el argentino que con sus lecturas e imaginación fatigara los universos más distantes. Pero el maestro de la palabra exacta y el adjetivo inesperado – allí quedará para siempre su “unánime noche” – tuvo como primer amor a su mundo más cercano: Buenos Aires.

Ciudad en la que conviven codo a codo la modernidad de sus altas torres con la plácida existencia ausente de barreras, de secretos, de sus barrios de casas bajas. Y un común denominador, un elemento de cohesión: esas calles empedradas que los colectivos (autobuses), con sus laterales fileteados, recorren dando tumbos al ritmo de los afilados violines y el melancólico bandoneón de Astor Piazzola.

Ciudad literaria como pocas, en la que aún resuenan las palabras perdidas de los artistas que la vivieron y retrataron. Pablo Neruda, Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, Carlos Gardel y Luigi Pirandello en las mesas hoy abarrotadas de turistas del café Tortoni. Juan Carlos Onetti y Ramón Gómez de la Serna en el antiguo edificio del periódico La Prensa. Umberto Eco en la multitud de librerías que pueblan la calle Corrientes. Federico García Lorca en el hotel Castelar de la avenida de Mayo. Ernesto Sábato en la iglesia de la Sagrada Concepción del barrio de Belgrano.

Lo dicho, fue el primer amor de Borges. Su primer libro: “Fervor de Buenos”, que a los 24 años ya le ganó elogios. Y su primer poema:

LAS CALLES

Las calles de Buenos Aires

ya son mi entraña.

No las ávidas calles,

incómodas de turba y ajetreo,

sino las calles desganadas del barrio,

casi invisibles de habituales,

enternecidas de penumbra y de ocaso

y aquellas más afuera

ajenas de árboles piadosos

donde austeras casitas apenas se aventuran,

abrumadas por inmortales distancias,

a perderse en la honda visión

de cielo y llanura.

Son para el solitario una promesa

porque millares de almas singulares las pueblan,

únicas ante Dios y en el tiempo

y sin duda preciosas.

Hacia el Oeste, el Norte y el Sur

se han desplegado -y son también la patria- las calles;

ojalá en los versos que trazo

estén esas banderas.

Seleccionado y comentado por Hernán Zin.

‘Poema de los dones’, de Jorge Luis Borges

“Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente”, escribió el maestro Jorge Luis Borges en el prólogo a El Hacedor, ecléctico libro de 1960 que conjuga relatos, ensayos y poemas.

Las bibliotecas y los libros fueron el eje de su vida y de su obra. Se inició en el quehacer bibliotecario en la Biblioteca Miguel Cané, de la que fue empleado de 1937 a 1946. El gobierno de Perón, al que aborrecía, lo mandaría a trabajar con pollos.

Una de sus ficciones más extraordinarias es sin duda La biblioteca de Babel: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas”.

En el prólogo de El Hacedor entra a la Biblioteca Nacional, situada entonces en la calle México de la ciudad de Buenos Aires, que comenzó a dirigir tras la «Revolución Libertadora» que sacó del poder a Perón en 1955. Y a cuyo frente estuvo hasta 1973, inclusive cuando ya había perdido la capacidad de ver.

Poema de los dones

Nadie rebaje a lágrima o reproche

Esta declaración de la maestría

De Dios, que con magnífica ironía

Me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños

A unos ojos sin luz, que sólo pueden

Leer en las bibliotecas de los sueños

Los insensatos párrafos que ceden.

Las albas a su afán. En vano el día

Les prodiga sus libros infinitos,

Arduos como los arduos manuscritos

Que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)

Muere un rey entre fuentes y jardines;

Yo fatigo sin rumbo los confines

De esta alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente

Y el Occidente, siglos, dinastías,

Símbolos, cosmos y cosmogonías

Brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca

Exploro con el báculo indeciso,

Yo, que me figuraba el Paraíso

Bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra

Con la palabra azar, rige estas cosas;

Otro ya recibió en otras borrosas

Tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías

Suelo sentir con vago horror sagrado

Que soy el otro, el muerto, que habrá dado

Los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema

De un yo plural y de una sola sombra?

¿Qué importa la palabra que me nombra

si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido

Mundo que se deforma y que se apaga

En una pálida ceniza vaga

Que se parece al sueño y al olvido.

Seleccionado y comentado por Hernán Zin.