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‘El lobo y el cordero’, de Jean de La Fontaine (1621 – 1695)

Que la razón que triunfa es del potente

en esta historia quedará patente.

Bebía un corderito

en las límpidas aguas de una fuente,

cuando se hace presente

un lobo que corría aquel distrito.

-¿Cómo osas enturbiarme la corriente?

-gruñe el lobo, furente-.

No ha de quedar inulto tu delito.

-Ruego a su señoría no se altere;

antes bien considere

que bebo en el regajo

más de cuarenta pasos por debajo,

y, así, es cosa clara

no poder ser que yo se la enturbiara.

-Tú me la enturbias –díjole el mal bicho-.

Y, además, se me ha dicho

que las pasadas yerbas

diciendo ibas de mí cosas acerbas.

-¿Cómo puedo haber sido

si yo aún no había nacido?

Yo mamo aún –dijo el corderito.

-Si tú no fuiste, las diría tu hermano.

-Aún no tiene mi madre otro hijo

-repuso el inocente al tirano.

-Pues alguno será de tus parientes.

Vosotros, los pastores y los perros

nunca cesáis de cometerme yerros.

Tomaré la venganza con mis dientes.

Al punto al bosque se lo lleva preso,

y allí lo traga, sin mediar proceso.

Haciendo recuento un día de aquello que irremisiblemente vamos perdiendo, un amigo periodista me habló del ocaso del hombre razonable. No es que el sentido común haya desaparecido del todo, estuvimos de acuerdo, sino que ya no tiene el mismo resplandor de antaño. Somos devotos de la sabiduría especializada y debidamente cumplimentada.

Damos más importancia a quien lo dice (y su cargo) que a lo que dice. Recurrimos a voces expertas por una mezcla de inseguridad patológica y vanidad. Cualquier cosa con tal de aplacar la duda razonable y blindarnos a las críticas. Resumiendo: hoy un Jean de La Fontaine, hombre mesurado y juicioso, lo tendría fatal.

Afortunadamente, a La Fontaine le tocó vivir en la Francia absolutista del siglo XVI, donde todos los vicios y males del mundo no eran capaces por sí solos de amedrentar la lucidez y la insolencia del escritor dotado para retratar su época.

La Fontaine, por carácter y amistades, tomó partido por los Antiguos –Racine, Boileau, Moliere– contra los Modernos, en la querella literaria y de civilización que decidiría tantas cosas en el futuro. Su pasión por los clásicos grecolatinos y medievales le sirvió tanto para escribir dramas y comedias, hoy un tanto olvidadas, como de inspiración para sus inmortales fábulas.

En ellas, y bajo el disfraz de la antropoformización, compuso un fresco de virtudes y vicios, pelín pesimista y siempre irónico, sobre la naturaleza humana. Las artes, la política, la amistad, el amor, los héroes, los tiranos… Nada escapó a un ser curioso tan dotado para la observación. Un escritor que, dando la vuelta a una de sus historias, «lo vio todo, y de todo pudo hablar».

NOTA: Traducido del francés por Miguel Requena.

Seleccionado y comentado por Nacho S.