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‘Trópico de carne’, de Javier Reverte (1944)

Entretanto, el signo de la carne,
de la fruta y del tiempo,
el de las estaciones y de los ritos milenarios.
La seña que templó la música
y alzó la poesía desde la hondura de las vísceras.
Los guiños del amor
y los de la ternura.
Las certezas de la amistad.
Admiro el pecho recio de los antiguos héroes,
su fe en la nada,
su estéril valentía.

La poesía nacida del adiós continuo tiene, al menos, estos elementos: descripciones minuciosas, fijación por los instantes irrepetibles, nostalgia pegajosa, certeza lírica de la pérdida. Javier Reverte, como su admirado Richard Francis Burton, tan presente en su trilogía sobre África, asume que sus poemas nacieron en el curso de los viajes.

«Yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí», escribe en el prólogo a su obra poética, que decidió reunir tras su vuelta del río de la desolación, donde a punto estuvo de morir de malaria. Personalmente, hace tiempo que no leo las aventuras de Reverte, pero tengo muy buen recuerdo de sus libros de viajes (no tanto de sus novelas).

La diferencia entre ellos y estas poesías está en las costuras. Sus viajes, aunque literarios, están escritos desde la velocidad y la necesidad. Sus poesías no. Perfectamente podría haberlas no publicado. Son versos arañados a las noches de calor y las pensiones dudosas. Una especie de pegamento sentimental que, a los que como yo no viajan mucho, sacia las ganas.

Nacho S. (@nemosegu)